Cuando era chica tenía un amigo imaginario. Arrancó a eso de los cinco años y vivió conmigo más tiempo del que es digno confesar. Me acompañó toda la adolescencia, momento de sufrimiento acuciante, y después se vino conmigo a Buenos Aires. Todavía suele aparecer algunas veces. Pero, en general, las veces que hablo sola, solo hablo conmigo. Su nombre era Max. Estábamos juntos las 24 horas del día. Como solía tener miedo en las noches, él también dormía conmigo, en mi propia cama. Y, por supuesto, nos comprometíamos en todo tipo de actividades bajo las sábanas, de las santas y las non sanctas. Me contaba historias, me hacía chistes todo el tiempo, mirábamos películas, discutíamos libros, andábamos en moto por horas, hacíamos planes… Era una compañía maravillosa hecha, por supuesto, a la medida de mis necesidades.
Yo no era una persona solitaria. Tenía amigos y amigas reales que todavía tengo y amo. No era una inadaptada (por lo menos no completamente). Pero siempre, una parte de mí, se sentía extremadamente sola, incluso rodeada de mis amigos más queridos, o de mi familia. Si bien la adolescencia fue difícil, sobre todo por el odio desmedido al colegio y su yugo del infierno, mis compañeros eran maravillosos y me divertía muchísimo con ellos. Creo que cuarto y quinto año, me los pasé hablando pavadas, haciendo cachadas y durmiendo en la parte de atrás del aula, casi con total impunidad. Pero aun así, mi momento más brillante, era cuando estaba sola y podía hablar con Max a mis anchas. A la siesta, cuando la casa dormía y nos tirábamos en el sillón del living a ver la televisión, o a la noche, cuando tardaba en dormirme y soñaba con todas las cosas que iba a ser, ni bien terminara el maldito secundario. A veces, nos poníamos a escribir cuentos cortos juntos. Delirios alucinatorios de todo calibre, que hacían que pasáramos horas encerrados creando mundos alternativos en donde poder vivir. Cuando tenía mucha suerte, se me aparecía en sueños y hacíamos alguna cosa. Las veces en que eso pasaba, en verdad era doloroso despertar.
Creo que mis padres estuvieron algo preocupados, pero no estoy segura. Hubo un tiempo en que insistían en que saliera afuera a hacer algo, que me juntara con amigas aunque solo fuera a fumar; lo que fuera con tal de no verme pululando como zombi en la casa… Pero quién querría hacer cosa alguna, cuando la diversión más completa está sucediendo dentro de su mente. Max no me lastimaba, no me ponía objeciones, no quería que cambiara, no me juzgaba, no pretendía que fuera menos dramática, o menos lírica; no pretendía que fuera otra cosa más que lo que yo era. Y, lo mejor de todo, me amaba locamente por eso. Me hacía extremadamente feliz y sacaba de mí, cosas que yo ni siquiera sospechaba que estaban ahí. El primer concurso literario que gané, fue gracias a que él me convenció de que presentara uno de mis poemas. Cuando no tenía más ganas de sacar las agallas afuera (entiendan que por esos días las tenía que sacar día por medio) Max hacía algo, planeaba algo, me presentaba un panorama de situación tan tentador, que terminaba por convencerme de volver a salir del cascarón y vivir en sociedad.
Nunca creí que hubiera algo patológicamente malo conmigo. No estaba loca. Sabía que tenía un amigo imaginario y en ningún momento la flasheé con que el pibe era real. Pero un día, me alarmé un poco. No demasiado, solo un poco: Bajé desde mi cuarto hasta la cocina a hacerme un café y venía meta y meta charla con Max. Nos veníamos riendo de algo, vaya a saber de qué. La cuestión fue que me distraje por unos segundos y serví dos tazas de café. En el plano real, en la existencia carnal, serví dos tazas. No imaginé la de él. Serví las dos. Recuerdo que, por un momento, me quedé verdaderamente perpleja. Me alejé de la cocina, un poquitito sacudida y haciéndome algunas preguntas de rigor. Pero, como pasa en general con la mente adolescente, en seguida me distraje con otra cosa. Además, era feliz con Max, así que a esas alturas, ninguna pregunta me hubiera hecho abandonarlo.
Cuando me senté la otra noche a ver Her pensé que, salvando varias distancias, la cosa iba a pasar por ahí… Pero me equivoqué.
No quiero spoilearles la película, así que me centraré en los interrogantes que la cinta abrió en mi cerebro. Debo decir que la vi con mi chuchi, que es de carne y hueso (muy) y que terminó con cuestionamientos de plano diferentes a los míos. Así que, todo lo que lean aquí, después de que vean el film, podrá resultarles en verdad disparatado… o la verdad del universo, quién sabe.
Como hace mucho que no hacemos listas, me aventuraré con una en este mismo momento. Díganme ustedes después, en qué redundó todo este asunto en sus cabezas.
1- ¿WTF? (si, esa fue la primera preguntita)
2- ¿Se están expandiendo los límites de lo que consideramos real? (chupate esa mandarina)
3- ¿Podemos amar completamente a alguien que no está encarnado?
4- ¿Cuántas partes del amor ocupa el amor físico?
5- ¿Existe el amor físico?
6- ¿Está esta carne nuestra, interponiéndose entre nosotros y el amor total?
7- El amor de pareja, ¿está en gran parte fogueado por nuestra mortalidad?
8- ¿Podemos amar a alguien que no va a morir?
9- El mundo está cada vez más cerca de la conciencia artificial: ¿podemos amar en ese mundo? ¿Ya estamos haciéndolo? Es decir, conozco gente que está en relaciones amorosas, profundas y comprometidas, con perfiles de Facebook y no tiene la más mínima voluntad de llevar los lazos al plano físico. Gente que jamás se ha encontrado, ni piensa hacerlo, en el plano carnal…
10- Si siempre estamos tratando de ser una unidad completa y no la mitad de una naranja: ¿a la larga no estamos buscando enamorarnos de nosotros mismos? (con esta la tortuga rompió las cadenas)
11- Si estamos de paso y la vida es corta: ¿hay que ponerse algún límite a la hora de elegir cómo buscamos la felicidad?
Y muchas más. Porque la película no es nada de lo que estamos esperando que sea. De hecho, creo que lo mejor que tiene es eso. No se queda en lo que los psicólogos panelistas de programas de espectáculos están esperando: una crítica a la alienación provocada por la era digital. No me mal entiendan, algunos aspectos de la cinta van para esos lugares. Pero no anclan allí, toman un riesgo mucho, pero mucho más grande.
Todo lo demás es perfecto.
El elenco es soberbio. Amy Adams está tan tierna y cándida que casi dan ganas de lamerle la frente. Joaquin Phoenix la rompe en un millón de pedazos. Y su personaje, Theodore, es mucho más que el alienado prototípico con el que se babea la crítica pedorra. Y la voz de Scarlett… Bueno, solo digamos que merecería una nominación y, justamente, aún con su performance “desencarnada”. Samantha (ese es el nombre del Sistema Operativo digital que encarna la rubia maravillosa), es solo una voz. Pero, ¡mamita!, qué voz maravillosa y plena de matices. Es tierna, sensual, inteligente, colorida, interesante, dulce, espectacularmente sexy y total y absolutamente humana, aun cuando la humanidad es, justamente, el aspecto que le falta.
El diseño de producción es portentoso. Con destellos de futurismo en extremo orgánicos. La luz y el vestuario son exquisitos y el guion, aunque no perfecto, es contundente. Pero lo más estimulante de esta película, es la infinidad de posibilidades de reflexión que abre. Llevo días masticándola y todavía sigo rumiando todo el asunto, noche tras noche.
Por lo demás: Trato de estar en el presente, bregando por dominar esta cabecita mía que se la pasa inventando chirimbolos. Y tendré que esperar a que la vean, luchando con cualquier esbozo de anticipación, para ver qué les parece.
¡Espero sus comentarios amigos, apresúrense a verla!