Hoy me tomé un taxi y el
tachero iba escuchando el tema principal
de Los Cazafantasmas. Yo me dirigía
a un lugar cercano, pero quería llegar lo antes posible y, además, hacía un
frío de cagarse. Le dije al conductor que tenía cambio, que no se preocupara y
me revolví en mi abriguito mientras la canción me traspasaba como, justamente,
un fantasma. Desde atrás, podía ver como
el hombre bamboleaba la cabeza al ritmo contagioso de la música y sonreía.
Tararirumtirum tiriririrara… ¡Qué bailable que era jajajaja! Lo más. De una empecé a pensar en cómo a diario nos
vemos “intervenidos” por el universo cinematográfico.
Todo el tiempo,
permanentemente…
Vamos por la calle y vemos
algo o escuchamos algo. A veces son edificios, o plazas, o autos, o personas
con determinado corte de cabello. Otras, las menos pero más jugosas, son
escenas. Uno va caminando, o en el bondi, o se sienta a escuchar lo que la
gente está hablando y ahí nomás, ¡zas!, escucha una película. A veces, cuando hay suerte, las personas
pierden el pudor redondamente y hacen grandes escenas maravillosas, que nos
remiten a cintas que hemos visto, o nos inspiran alguna que queremos filmar.
En la calle se escuchan
muchísimas cosas, algunas terribles, otras desopilantes y otras de plano
increíbles, que nos mandan derechito a una especie de universo paralelo. He escuchado cosas tales como: “Le rompen las pelotas, porque ahora está de
moda meterse con la violencia de género, viste” (un hombre a una mujer en la calle
Cabildo) o, “Tus amigas te odian; señal
que estás haciendo algo bien. Las amigas siempre se envidian” (una madre a
una hija en El Solar de la Abadía), “No me llamó más… Al principio creí que era
un pelotudo, pero resulta que se había muerto” (una mujer a otra en un
restaurante en Las Cañitas), “Le pagué el
taxi y todo para que se fuera lo más rápido posible. Tenía un aliento… Después
me di cuenta de que se había olvidado el perro en mi casa… Me quedé con el
perro” (un hombre a otro en el Starbucks de Lacroze y 3 de Febrero).
Como ando bastante pululando
por ahí en mi barrio, generalmente comiendo o chupando café sola, ando con las
antenas dignamente paradas. Ya les he
contado que me encanta escuchar conversaciones ajenas, así que no es ninguna
novedad que soy bastante chusma. Lo que sí, esa condición se debe a un motivo
totalmente diferente del chismerío o el cotilleo propiamente dicho. A mí me
gusta, no solo cazar historias por ahí, si no encontrar las que ya se han
contado, en la realidad de todos los días. ¿Se imaginan si pudiéramos hallar Un Tranvía Llamado Deseo, Rambo o Maratón de la Muerte en el kiosco de la vuelta? ¡Qué prodigio maravilloso!
Ustedes por supuesto, me
preguntarán cuán cerca he estado de encontrarlo y, lo cierto, es que he tenido
algunas aproximaciones, pero jamás algo así como el asunto definitivo. Siempre es mucho más fácil encontrar historias
para contar, que réplicas vivas de las ya contadas. Pero sí tengo algunas que
se acercaron al prodigio y que reavivaron mi ilusión de que, algún día, mi
búsqueda pueda dar frutos reales y concretos.
Hace poco, me topé con una
historia que realmente me paró los pelitos de la nuca. Técnicamente, la
historia se parece a una novela, pero el libro ha sido llevado varias veces al
cine, así que, para mí, cuenta.
Una amiga de una amiga (si,
la historia comienza así y bánquensela) fue invitada por un acaudalado
productor agropecuario, conocido de su
familia desde que ella tenía uso de razón, a pasar una temporadita en su estancia. La chica estaba algo vulnerable
debido a un desengaño amoroso reciente, así que le pareció más que oportuno
alejarse un tiempo de la ciudad. En la estancia la esperaban su anfitrión, su
segunda esposa, mucho más joven que él y dos hijos, fruto de un primer matrimonio con una cantante
lírica japonesa. La primera esposa,
había retornado a Japón y se había, como quien dice, desentendido de los hijos.
El mayor, de unos quince años y el más chico de doce. Vale decir que, la protagonista de esta
historia, para esa época tenía veinticinco años, la misma edad que la mujer de
su huésped y que su sobrino, otro invitado más, que pulularía en la casa por el
verano.
Más allá de las
incomodidades propias de los primeros días, nuestra “heroína” la pasó bastante
bien durante la semana inicial. Pero, conforme fue transcurriendo el tiempo,
las cosas empezaron a tornarse algo siniestras en la casa de campo.
El suceso fue bastante
espantoso. Cualquiera en su lugar hubiera hecho las valijas al día siguiente
pero, por esas razones propias del escepticismo humano, ella se quedó. Estaba
durmiendo a pata ancha en su habitación que era más que confortable cuando, en
medio de la noche, se despertó sin causa aparente. Abrió los ojos y, a su lado,
tieso como estatua, estaba el hijo mayor de su anfitrión. El chico pareció estar en trance por unos
segundos, pero después la miró fijamente a los ojos. La mina no atinó a hacer
ni una sola cosa más que cubrirse un poco con las sábanas, a lo que el muchacho
respondió alejándose y desapareciendo por la puerta de lo más campante. A la mañana siguiente, ella no supo qué hacer
durante el desayuno. Pero el chico parecía totalmente normal, como si nada
hubiera sucedido la noche anterior. Tanto fue así que ella empezó a pensar que,
tal vez, había soñado todo el asunto. Pero descartó rápidamente esa hipótesis
debido a que se había quedado despierta gran parte de la madrugada por si el
chico volvía. El desconcierto fue
todavía más grande, cuando como si nada, el pibe le pidió que le enseñara a
jugar Canasta. Un juego que ella, la mujer del dueño de la estancia y el
sobrino, habían estado jugando por algunas tardes. Aceptó extrañada y, esa misma siesta, se sentó
a darle la primera lección. El chico
parecía relajado y totalmente normal. Aprendió rápidamente y ahí nomás armaron
partido y estuvieron jugando hasta el anochecer. Después de la cena, ella y el
sobrino invitado, se sentaron a tomar café en la galería de la casa. Compelida
vaya a saber por qué, le contó el extraño incidente de la noche anterior. El tipo, lejos de tranquilizarla, la miró a
los ojos fijamente y le dijo: _ Andate de esta casa mañana a primera hora. Es más, esta noche yo voy a dormir en tu
habitación.
Ella dice que, al principio,
se echó a reír como si se tratara de una broma pero, el sobrino del estanciero,
permaneció serio y solemne con los ojos clavados en ella. Ni por un segundo más, ella dudó de que le
hablaba en serio. Ni siquiera pensó en que el tipo estaba jugando una carta
desesperada para acostarse con ella, y lo dejó dormir en la cama de al lado, en
su cuarto. Como, por supuesto, ninguno
de los dos podía conciliar el sueño, el sobrino terminó contándole una de las
historias más increíbles que he escuchado.
Resulta que, después de la
separación con la japonesa, el estanciero contrató más personal en la casa.
Jardinero, cocinera, mucama etc. para que, cuando sus hijos fueran a pasar el
verano, se encontraran lo más a gusto posible en la estancia. La madre había
sido una gran ama de casa, por lo cual el viejo quería que los chicos no
pasaran más sufrimientos debido al cambio, de los que les eran inevitables. Entre
las personas que contrató, estaba una chica de unos veinte, que se dedicaba a
la limpieza. Para ese entonces, el hijo mayor tenía trece años y entabló una
relación “impropia” con la mucama. El padre descubrió esto y procedió a
despedirla, lo que su hijo tomó realmente mal. Al poco tiempo, la mucama tuvo un accidente espantoso durante
una tormenta. Aparentemente, volvía caminando a su casa con un novio, y a los
dos se les cayó una enorme rama de eucalipto en la cabeza que los mató. Cuando el muchacho se enteró, pasó meses sin
hablarle a su padre.
Después que el estanciero se
casó con su nueva mujer, los primeros incidentes se suscitaron. Sonambulismo,
pesadillas, comportamiento errático… Hasta que, por fin, algo verdaderamente
espantoso sucedió. El chico estaba en la cocina con su madrastra y, de golpe,
comenzó a insultarla con epítetos asquerosos. Cuando la mujer se volvió para
retarlo, se dio cuenta de que el color de los ojos del chico había cambiado.
Fue cuestión de segundos, y al minuto siguiente, el muchacho la estaba
agrediendo físicamente, acusándola de haberlo dejado sin trabajo por “puta”. La madrastra había comenzado a gritar y fue
el propio sobrino, el que le había sacado al chico de encima. Nadie había hablado jamás del incidente. El
estanciero había puesto una especie de cerrojo tácito que hacía que nadie
quisiera decir una sola palabra. Pero el sobrino pensaba que algo estaba mal
con el chico y que era grave.
A la mañana siguiente ella
abandonó la estancia sin mediar demasiada explicación. Cuando se estaba yendo,
pudo ver al hijo mayor sonriéndole detrás del padre, con una mirada tan
abominable y obscena, como aterradora.
Cuando me contaron esta
historia, me cagué en las patas. De hecho, me costó dormir por varias noches,
debido a que no podía ahuyentarla de mi cabeza.
Pero, pasado un tiempo, me llené de esperanza. Hay cuentos allí
existiendo. Tal vez no sean iguales, tal vez no sean réplicas fieles pero, carajo,
cómo se aproximan. Después de todo, a esta que les conté, solo le falta para
ser perfecta, otra vuelta de tuerca.