A Sala Llena

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Inmessionate…

Inmessionate…

¿Cómo la pasaron con el partido, eh?

A estas alturas, creo que ya nadie puede objetar el hecho de que, el deporte, es el hermano gemelo del drama. No creo que haya habido un solo argentino, que ayer no terminara con el corazón en la garganta y casi arrodillado de la emoción. Todos estábamos al borde del llanto, cuando no llorando de lleno.

Por mi parte, me levanté a la mañana, ya bastante preocupada y nerviosa. Quedamos con mi amiga Luján en juntarnos a ver el partido, algo que no habíamos hecho nunca todavía en lo que va del campeonato, y que ya me hacía ruido, por allá atrás del marotito.

Fuimos juntas a nuestra clase de pilates y, por supuesto, nadie hablaba de otra cosa. Que les íbamos a ganar fácil, que Suiza no era rival de temer, que ya estábamos en cuartos, y que patatín, y que patatán… Mientras tanto a mí, la inquietud me iba ganando más y más la cabeza. Yo no estaba tan segura de que venciéramos sencillamente. De a poco me empezó a entrar un jabón, que me fue detonando el bocho silenciosa y paulatinamente, hasta llegarme a la punta de los dedos, que ya me habían empezado a zozobrar desde temprano. Por supuesto (y como corresponde a mi narcisismo de manual) no me guardé la angustia para mí. Si la estaba pasando mal por el cagazo, me llevaría a toda la clase conmigo. Yo no iba a estar a ese punto de aterrada, sola y sin perro que me ladre. Así que, no tomé prisioneros, me puse en campaña y les contagié el julepe a todas. Para cuando terminó la clase, después del revoleo de patas de rigor, mi amiga Luján, que había entrado tan optimista y triunfalista como la mejor, estaba cortando los mismos clavos que yo, blanca como un papel. Mi objetivo del día estaba, amplia y exitosamente, realizado.

Los últimos dos partidos de la selección, yo los vi en Kansas, solita como la una, sentada siempre en el mismo box, con todo y bártulos desparramados, como en el living de mi casa. Me pido regia comida, trato de relajarme, trabajo un poco, me dejo contagiar por el espíritu de la gente y, dentro de todo, no me deshago en angustias y la paso lo mejor posible. Por alguna razón, para cuando salimos de la clase de pilates y nos encaminamos por la vereda, yo ya tenía dudas de abandonar esa pequeña tradición. Después de todo, qué pasaría si daba por tierra con el ritual justo en ese momento y contra Suiza… Mirá si todavía perdíamos por culpa mía, jejeje.

Invité a Lu a venir conmigo, pero ella tenía a su hijo que volvía del colegio pisándole los talones y debía alimentarlo como corresponde, antes de que él se la comiera a ella. El adolescente promedio se enfurece ante la demora del morfi como una fiera enjaulada, así que fuimos juntas a la panadería, nos separamos como buenas camaradas que somos y encaramos cada cual para su rancho. Fui hasta casa a buscar dinero y a abrigarme un poco más, porque hacía más frío a las doce del mediodía que a las nueve de la mañana y eso no colaboraba con la tembladera general. Mientras me emponchaba, llamó mi vieja y me instó a no abandonar la cábala por nada del mundo, así que, a eso de la una menos cuarto, ya estaba de nuevo caminando contra el viento de libertador, para llegar al restaurante y ubicarme en el lugar de siempre.

La chica de la puerta me vio venir, así que pude entrar corriendo como si fuera una celebridad. Me saludaron amigablemente y me ubicaron en mi mesa de siempre en un santiamén. Para cuando me acomodé, ya iba minuto y medio de partido. Miré a mi alrededor, para ver quiénes compartirían la velada conmigo: a mi izquierda, una pareja se prodigaba sendos arrumacos. Él no se había sacado la gorra que llevaba puesta, aun cuando la comida ya les había sido servida, pero me miró y me sonrió en gesto camarada, así que pasé por alto el detalle. También por la izquierda y en diagonal, había dos hombres comiendo enfrentados. Uno parecía chacarero, hablaba por celular cada dos segundos; el otro, muy bien parecido, le daba la espalda al televisor, por lo que comía de lado, para poder ver el partido. Decidí que, cuando necesitara distraer mi atención de los rigores del match, pasearía mis ojos desde la revista Vogue que había llevado, hacia el bombón de la mesa de enfrente, a intervalos regulares y en respiración cuadrada. Dos perfectas distracciones que me evitarían el ya mentado pichiruchi. Por lo menos, era lo que yo pensaba hasta ese momento…

El resto del lugar estaba casi lleno.

Pedí un agua mineral sin gas, pero ahí nomás me di cuenta de que los nervios me estaban complicando la vida, así que le agregué al asunto una copa de Malbec. Cuando me la trajeron, sonreí para mí pensando en mi esposo y agradeciéndole por la vida que me tiro a diario, mientras él se parte el lomo (literalmente) laburando. Sabía que en ese momento, estaría toda la empresa parada mirando el partido en un proyector gigante cual sala de cine, así que le mandé un mensaje, para sentirme cerquita y protegida. Me eché al coleto un par de tragos que me entibiaron el alma y tomé valor para mirar la pantalla. Para cuando el Chuchi me contestó y me sirvieron la comida, yo ya estaba en la estratósfera.

Qué puedo decirles, no hubo distracción que valiera. Cuando fuimos al alargue ya estábamos todos descontrolados. La gente, que al principio sofocaba los gritos y regulaba las puteadas, a esas alturas, estaba completamente desaforada. Me gustaría decir que yo me mantuve al margen de esa situación, pero estaría mintiendo. No solo no estuve al margen, si no que propicié, arengué e inflamé los ánimos. Grité guasadas como nunca antes en mi vida en un lugar público y me saqué totalmente. No podía dejar de mover las piernas, me tiraba en el box con desesperación, me dolía el pecho, el brazo izquierdo, la espalda, me faltaba el aire, preguntaba la hora… Estaba completamente transfigurada. Llegué al punto de zapatear como el Chúcaro, con eso les digo todo.

El chacarero de la mesa de al lado, estaba completamente loco y el bombón que tenía enfrente, estiraba su camiseta negra escote V, hasta dejarla larga y deformada como el camisón de Scrooge. Se agarraban la cabeza, gritaban barbaridades al árbitro, insultaban a los jugadores rivales con ocurrencia colorida y, cada tanto, me miraban a mí, a ver si tenían que llamar al SAME. La gente en la barra, estaba del todo desbocada y los mozos también. Todos creíamos que se venía la definición por penales y estábamos verdaderamente enfurecidos.

Y entonces, apareció Messi…

Y la gente reventó. DiMaría convirtió el gol y el mundo entero se detuvo mientras nosotros levantábamos las manos, nos parábamos en las sillas, gritábamos hasta quebrar las gargantas, nos abrazábamos y nos mirábamos como si fuéramos hermanos. En el medio del frenesí, sonó mi teléfono. Era el Chuchi. A penas lo atendí rompí en llanto como desquiciada, le dije que lo amaba y que era mi vida, le prometí hijos, duendes y la luna… Ni siquiera sabía que todo esto, que el fútbol, que el mundial me importaba tanto. Pero sí, me importa. Más que nada por Lionel y su magia, por Lionel y su brillo divino, por Lionel y su timidez dulce, por Lionel y su patriótica humildad, por Lionel y su respetuosa majestad, por Lionel y su grandeza gloriosa. Por Lionel y su épica cinematográfica…

¡TE QUIERO LIONEL!

Y si este partido no es una película…

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