Espejito, espejito.
Asustar o no asustar, esa es la cuestión. Todo espécimen terrorífico que haya surgido de la factoría norteamericana de los últimos años parece haber perdido el sentido de atemorizar audiencias, dejando que su accionar se tornara predecible e inofensivo. A falta de originalidad, el género revisitó sus clichés, resonando en clave de remake, reboot, sátira o mera explotación, y desde entonces tiende a ver hacia atrás, alterándose con algún que otro recurso simpático como el ya agotado found footage. Dentro del semillero que contempla a las nuevas promesas se destacó con honores el malayo James Wan, realizador que formuló una actualización del susto con intelecto.
Wan es un revisionista de guante blanco, dado que las mieles del éxito (dio el puntapié para el redituable e insoportable torture porn con El Juego del Miedo) le permitieron un status de producciones mas mainstream pero no por eso carentes de virtuosismo. Tómese como ejemplo El Conjuro, donde podía estirar el viejo recurso de la puerta crujiendo cuantas escenas quisiera y así nunca abandonar el desarrollo de sus personajes y sostener el nudo argumentativo.
No tan sobredimensionado como Wan, pero igual de interesante, el nombre de Mike Flanagan atrapó a más de un desprevenido con su humilde y atractiva Ausencia. Un perturbador melodrama sobrenatural alrededor de una familia acechada por presencias del más allá. De la mano de Oculus, Flanagan retoma algunas cuestiones esparcidas en Ausencia, como son el cruce de dimensiones, el desarraigo hogareño y las interrupciones fantasmagóricas; todo mientras pone en funcionamiento una temática tan arcaica como la de objetos poseídos.
El centro de atención son dos hermanos; él recientemente dado de alta de una institución psiquiátrica tratando de superar los recuerdos de un pasado trágico y ella, con un mejor presente, está empecinada en retomar ese pasado oscuro para hacerle frente. Las sospechas apuntan a un antiguo espejo con fama de haber causado la muerte de todos sus propietarios. La idea es atrincherarse en aquella casa de la infancia donde ocurrieron una serie de sucesos insidiosos que les valió la vida a sus padres y desentrañar los obstáculos psicológicos que lleva a cabo este espejo maligno. A saber, este puede alterar la realidad y desorientar la conciencia de sus víctimas. Y basta de spoiler. Pero Flanagan no se conforma con una narrativa en línea recta, por eso interactúa entre los hechos que iniciaron el dilema, con aquellos niños que son acosados, a la par de quienes ahora, ya crecidos, intentan cazar al ente. En este sentido la película no se entorpece y el espectador sale airoso del entramado. Pero su punto débil reside en otros aspectos.
A diferencia de Wan, Flanagan es mas casero, incluso más original en sus cometidos, pero el problema con Oculus está en que su cuidado dimensional desvía la atención de sus personajes y los deja en piloto automático, corriendo en círculos, sin priorizar ese espanto que nos obligue a tambalear, y termina abusando del mismo truco engañoso sin refrescarlo. Los flashbacks finales que se superponen con el presente fusionan un encadenado de planos tramposos y apurados. Los tiempos se dilatan, los temores pierden fuerza. Lo que se gana en giros se pierde en clima. Uno como espectador está pendiente de ese desenlace en espiral, pero los sustos nunca llegan, no se luce un pulso atemorizante que crispe la atención. Y claro, redondea con un final trillado. Sin embargo, a pesar de esta descompensación, Flanagan no deja de ser un director a seguir.
Por Enrique D. Fernández