El domingo estuvimos de asado con amigos. Generalmente, cuando son organizados ese tipo de almuerzos en la casa de mi amiga y correligionaria Luján, se sabe que la cosa arranca al mediodía y termina a la noche. Su inefable cónyuge José Ignacio, es un asador remarcable. Así que se almuerza de manera opulenta, luego se merienda fastuosamente y, para rematarla, después se cena hasta el reviente. Por supuesto, todo se riega con excelentes vinos tintos, blancos y espumantes. No faltan los tragos, cafés, tés, mates y mate cocidos, y sobran las buenas charlas, las malas, y el intercambio apasionado de ideas de cualquier índole que suele ser tan vehemente, como inconducente. Incluso, algunos optan por echarse legendarias cabezadas, alejados de la mesa, pero siempre pendientes de alguna de las decenas de conversaciones que van desarrollándose a lo largo de la jornada. Traducción: son horas de majestuosa voluptuosidad y placer. De hecho, una vez envuelto en la faena (mis amigos son admirables y espectacularmente tolerantes anfitriones) es muy difícil partir. Siempre está sucediendo algo que a uno lo está entreteniendo, cuando no haciéndolo descostillar de la risa. Siempre hay alguna nueva charla de la que no se tiene ánimo de desprenderse, alguna discusión por la que dejar la piel en la parrilla o algún chimento en el que colgarse con los dientes. Se puede estar discutiendo “Pierre Menard, Autor del Quijote”, con la misma enjundia que el embarazo de Verónica Ojeda. Como ustedes comprenderán, es muy dificultoso abandonar un escenario como ese. De hecho, tan dificultoso se nos hace, que hemos logrado enfurecer a todos los vecinos de nuestros amigos dueños de casa, que están redomadamente pasados de nosotros e inventan todo tipo de normas ridículas, para tratar de hacernos desistir de las tertulias. Pero ahí estamos todos, firmes como rulo de estatua. Sin embargo, este domingo, el Chuchi y yo habíamos pactado que, sin importar lo bueno que estuviera todo, a las seis de la tarde abandonábamos el mitin, lloviera, tronara o hiciera sol. Y así lo hicimos.
Porque el domingo, además de jugar River, terminó True Detective…
Desde que volvimos a casa, hasta que por fin fueron las once de la noche, solo una duda me asaltaba: “¿Acaso realmente quiero ver el final?” Es decir, ver el final significaba que la mejor serie que he visto hasta ahora, terminara. Algo en mi cerebro se apagaría y también algo en mi corazón. Y así sobrevendría la inevitable tristeza de la despedida y el vacío de la falta. Todo eso, además por supuesto, del hecho de tener terror de que el capítulo final no le hiciera justicia.
Así y todo, a las once de la noche, estábamos acomodados en el sofá frente al televisor.
La anticipación me tenía absolutamente ganada. Temblaba como una hoja. Creo que la paciencia del Chuchi estaba al borde del abismo, porque me abrazó y me pegó a su cuerpo calurosamente, sosteniéndome con fuerza. Yo creo que esa reacción que mezclaba la medida justa de ternura y erotismo candente, fue más para que me quedara quieta de una buena vez, que para cualquier otra cosa en lo que pudiere desembocar. Sea como fuere, me calmó el tiempo suficiente, para poder empezar a ver Form and Void, el último capítulo de esta obra maestra que fue la primera temporada de True Detective.
Si, voy a volver a hablar de True Detective. Los que no leyeron mi columna anterior sobre la serie, tal vez deban visitarla. Porque es ahí donde me explayo en cuestiones de guion, fotografía, influencias y la mar en coche. En esta, solo hablaré del último capítulo y de lo que me produjo.
El episodio final de esta serie inigualable, estuvo a la altura de toda la temporada y redobló la apuesta. Fue lisa y llanamente formidable. Se deslizó en patineta por la pantalla, con tanta clase, con tanto derroche de aciertos, que fue como presenciar un milagro. Si, si, ya sé, me estoy poniendo intensa y me estoy dejando llevar… Pero qué carajo, vale la pena.
En esta serie, el misterio fue una de las estrellas, pero no la más rutilante. La estrella más brillante en el firmamento de este mundo que construyeron Pizzolato, Fukunaga, Harrelson y McConaughey, fue el vínculo entre sus dos protagonistas: Rust y Marty. La verdadera magia, el verdadero prodigio de todo el asunto, reside en ese hechizo bajo el que estuvieron estos dos personajes y que engrandeció esta obra, más allá de cualquier dimensión esperada.
Dos hombres, dos miradas frente al universo, dos prejuicios respecto del bien y el mal, dos posturas frente a la verdad, dos vidas diferentes. Y alrededor, algo atroz que se presiente y que se yergue sobre ellos como una sombra mortal. Algo que no los deja respirar ni a los protagonistas, ni al espectador.
La búsqueda de la verdad y la resolución del misterio, tuvieron su camino impecable. “Carcosa” es un monstruo perfecto que sacó sus sutiles garras y nos abrió a todos en dos. Pero la relación entre estos hombres y su arco de virtuosa transformación, es probablemente, una de las cosas más espectacularmente bien construidas, filmadas e interpretadas, que esta columnista haya visto jamás. Dos titanes que desplegaron una muestra de talento y calidad performática, más allá de lo que se podía imaginar. Y Pizzolato, le dio una vuelta esperanzada al guion que nos dejó a todos llorando como Magdalenas.
Rust y Marty tienen una relación de amor, aunque les cuesta, les cuesta mucho, ser verdaderos amigos. Pero tal vez constituyan entre sí, la única posibilidad real que ambos tengan, de tener un vínculo genuino dentro de sus vidas. Solo ellos pueden entenderse, comprenderse, mensurar el hastío que les está fagocitando la existencia. En el universo de True Detective existe el mal supremo y omnisciente, y el personal y subjetivo. Estos dos hombres están claramente divididos y sus naturalezas son tan mixtas, como calientes y humanas. Ambos se envidian: uno tiene el perfecto cerebro para el trabajo, el otro tiene la vida perfecta. A los dos les falta lo que al otro le sobra. Y pelean a su manera con el sinsentido de la existencia, arañando la realidad con todo lo que tienen a la mano. Aunque eso signifique, lastimar al otro de la manera más vil. Porque así como el mal flota alrededor de ellos, también flotan el amor incondicional y la fe.
Ayer nos juntamos a chusmetear con mi amigo Rodolfo Waiskirch y, por supuesto, el tema central de la merienda fue la serie. Rodolfo me decía que, para él, el eje central yacía en la fe. En las diferentes manifestaciones de la fe y en sus variopintas formas de corromperse, descascararse, engrandecerse y desvanecerse. Al principio no comulgué demasiado con eso pero, pasadas unas cuantas horas, sí me pareció bastante ajustado el comentario. Porque, después de todo, estos dos hombres tienen más fe el uno en el otro, que en cualquier otra cosa en la que crean, o digan que creen. Y es esa fe, la que los mantiene vivos. Estos dos tipos están despiertos y conocen el mal en todos sus rangos. Y aunque ninguno de los dos esté rematadamente loco, transitan la realidad de las cosas, haciendo equilibrio en esa cuerda tan floja que lleva del sueño a la vigilia y de la funcionalidad al manicomio, con solo una palabra. Confían el uno en el otro y en ese lazo invisible que los unió desde el capítulo 1 y que, mágicamente, los hacía parecer hermanos. Y nosotros, como espectadores, los vimos danzar sin hacerles un solo reproche. Porque todo entre ellos estaba dicho desde el vamos y había quedado establecido que eran de la misma casta y de la misma manada, con el primer cruce de miradas que tuvieron.
Llegó la escena final y lo único que atiné a hacer fue agarrarme la cabeza y tirarme el pelo hacia atrás, despejando la frente, como si estuviera viendo al Diego en el gol contra los ingleses, o a Baryshnikov en el solo del Quijote. No lo podía creer. Era casi tan perfecto, como el final de Casablanca. Allí estaban esos dos tipos, declarándose por fin verbalmente, el amor incondicional y la amistad inquebrantable que había estado implícita entre ellos, siempre. Lloré, lloré mucho y me quedé escuchando la balada de créditos finales, añorando algo que jamás volverá.
Por suerte, después, soñé toda la noche con ellos…