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Cosas que prometí no decir | La vuelta al hogar

Cosas que prometí no decir | La vuelta al hogar

“habrás comprendido lo que significan las Itacas”

Kavafis

 

El elemento metamórfico, es decir la transformación operativa de un modo anterior de expresión es, según sostenemos, la base del arte en la modernidad. No puede enfrentarse con una forma, manera o maniera (lo que se conoce aún como “género”) sin afrontar de consuno y de manera autoconciente qué conformación se lleva, más allá del modo de expresión anterior. El concepto del cine, como la mejor poesía y algo del dibujo y la ilustración -tanto del disegno industrial como de la historieta- parecen ser los modos expresivos que pueden aún sostener estas transformaciones operativas.

En rigor todo el cine es, in nuce, viaje, camino, via regia a una forma que es su meta, siendo las con-figuraciones anteriores como postas o paradores de ese viaje que nunca termina -al decir de Malcolm Lowry. El así llamado género es el estado de transparencia que garantiza el periplo itinerante. Todo modo fílmico operativo es un transcurrir, un trasladar algo recibido de lo anterior hasta su meta propia, que podría definirse como el estilo y la autoría de una determinada obra de cine.

De allí las dificultades de ese traslado cuando una determinada tradición fílmica ha quedado -como buena parte del propio país que la ha engendrado como proyección ideativa de sus otros proyectos- en estado de destrucción material. Así la exhibición de films argentinos llamados “clásicos” (y que lo son), es tan solo la mostración cada vez más penosa de unos restos casi invisibles e inaudibles de copias que parecen exhibirse por televisión en estado calamitoso. Como un regodeo por la destrucción de un patrimonio apenas disfrutado espiritualmente por quienes asisten a estas exhibiciones de deshechos.

Queda entonces como tarea el “apuntalar con esas ruinas” nuestro presente mediante un ejercicio de intuición, o trasladar operativamente los estados de transparencia más universales, y lo son cada vez más, del cine clásico de Hollywood. Como han hecho sucesivos directores europeos como Jean-Pierre Melville o Claude Sautet. La diferencia operativa entre ambos procedimientos es por demás sencilla. Se toma el género y se lo extrema en sus posibilidades expresivas, es decir volviendo a la manera, maniera, o se toma el sostén de su estructura para injertar allí una diégesis particular.

A la primera instancia la acecha el doble temor de caer en el neoclasicismo o en la pose, y al segundo el perseguir una puesta en escena y disegno organizados previamente para diégesis férreamente concebidas en estados de transparencia: western, thriller, fantástico-terror, musical, melo.

En La Pasión Manda hemos sostenido que el modo melodramático entendido en su verdadero sentido -y no en el de sus negadores nihilistas- es la forma operativa de toda expresión mediante el concepto del cine. En cuanto se concibe intuitivamente el narrar modo-cinematográfico algo que parte de lo usual para volverse más grande que la vida (en sentido biológico-fotográfico) ingresamos en el bosque de símbolos del melodrama. Este es el único modo posible de expresar en nuestra época nihilista y asimbólica todo sentimiento y su correlativa expresión que supere el craso indiferentismo espiritual preso de la mera inercia biológica.

 Dos recientes films argentinos han optado por cada una de las dos formas estilísticas antes apuntadas: Punto ciego, de Martín Basterretche, y Cómo funcionan casi todas las cosas, de Fernando Salem. El primero ha optado por el modo de llevar el estado de transparencia anterior ya en grado autoconciente (De Palma, Carpenter) a su propio punto de condensación articular. El segundo ha elegido el método de sostener mediante una puesta transparente -donde las reglas de su proceder son las de su propia significación simbólica- una diégesis particularmente asentada en una territorialidad. De allí que haya buscado un rincón diegético poco frecuentado, como son las zonas desérticas y semidesérticas de la provincia de San Juan. Aclaro: estas diégesis son extrañas para el espectador porteño o, a lo sumo, de la zona que gira culturalmente alrededor de Buenos Aires; pero más allá del juicio que esto merezca, es la realidad de la circulación de la producción estética argentina.

La así llamada “road movie” -es hora de decirlo o de reafirmarlo- es un modo derivado del western, una vez que en el cine de Hollywood la épica se volviera fatalmente urbana. El recorrido de los últimos grandes autores de westerns -Anthony Mann y Budd Boetticher- refiere a la puesta en escena de viajes, traslados, periplos físicos y geográficos que actúan como episodios de la propia tradición metamórfica. Cada parada, alto en el camino, parador o vivac, representan simbólicamente un nuevo paso en el rito iniciático de sus héroes, así como de sus personajes secundarios que, por lo general, actúan como proyecciones corales o anímicas del héroe-neófito.

 Pero no hay que confundir la “road movie” con el traslado sin más de la abulia citadina a paisajes raros o exóticos, logrando solamente que el bostezo se prolongue en parajes más deshabitados e incrementando así la nulidad de sus precarias intenciones expresivas.

Este es el primer paso dado con total felicidad por Fernando Salem. Nada de exotismos de una fotografía estática que reproduce su asombro por yuyos y peñascos que reflejan la propia nulidad anímica de quien así los reduplica en su existencia mineral o botánica.

Aquí la protagonista, Celina, suma todos los procesos de despojamiento que padece o que elige –tal dilema o dualidad es lo trágico por excelencia- como la muerte de un padre ya a punto de mineralizarse con el propio paisaje circundante, o la puesta al margen de un novio-amante, que no es pareja en cuanto a par de ese trance existencial, y que éste ve, o tan solo quiere mantener en su mera forma biológica.

Como en toda Odisea, desde la homérica, surgen en el camino de regreso a un origen, monstruos y trasgos que intentan impedir que el héroe -o heroína aquí- logre su vuelta al hogar y a lo particular. Que este primer obstáculo sea aquí la letra llevada a su multiplicación enciclopédica –que da irónico título al propio film- es otro de los puntuales hallazgos de este film. La letra ha sido fijada como ilustración así como el propio repetir del gesto cotidiano del padre muerto –que era vendedor itinerante de esa misma enciclopedia. Para ello Celina abandona-renuncia a su puesto anterior, que es el de atender el peaje (pasaje) de una autopista por donde prácticamente ya no circula nadie.

Este camino tachado se duplica en la nostalgia invertida de la heroína por su madre ausente que –según cree- la ha abandonado para volver a su Italia natal.

El primer paso que Celina emprende a continuación es la separación con su compañera de trabajo, doble problemático de su propia inercia y de su camino y pasaje tachados. Esta sostiene su abulia laboral con los crucigramas, siendo Celina aquella que le apunta determinados significados. El que la doble confunda la extensión de la palabra “Dios” con “destino” -que le apunta Celina-, es prueba evidente de su acierto en la puesta en escena. Lo cotidiano, lo usual y hasta lo banal jamás se abandona como primera historia de una significación posterior. Tal vez esa tercera palabra que no se pronuncia en el film de Salem, sea providencia o ese arte del azar controlado que es el cine, cuando es cine.

Como cíclopes y Circes tenemos al gerente de la editorial que en una brillante secuencia -que por cierto abundan en este film- desdramatiza la muerte a diferencia de su amante que la biologiza- con el expediente de sentimentalizarla mediante anécdotas y citas de un socorrido poema de Almafuerte- aquello que no puede socializar, salvo en términos de uso laboral.

Luego, su primera enseñante de ventas y de inmediato compañera de periplo por parajes desérticos en busca de lugares propicios y ya urbanos para la venta del pesado libraco con su tapa amarilla: como el propio humor bilioso de ésta. Esta carga también con un hijo pequeño, algo excedido de peso (como la propia enciclopedia) que se expresa mediante esa mezcla de de capricho súbito con estallidos de genialidad infantil. Este mismo estadio infantil es correlato de la nueva vida, o no, que alcanzará Celina al final de su periplo.

El punto de quiebre de ese periplo doble o triple, se produce o cambia de velocidad tras una parada en el santuario de la así llamada “Difunta Correa”. Esta difunta es parte de todo aquello que la neófita en su camino iniciático debe dejar atrás. No en cuanto a su significado místico o hasta hagiográfico, sino en cuanto a su situación vital o -dicho en otros términos a su status ontológico. Celina deja atrás rutas tachadas, padres muertos, amantes estólidos, madres simbólicas difuntas, y dobles femeninos con su doble carga.

Pero cumpliendo el mitologema originario, no todos serán monstruos y trasgos, es decir lastres o impedimentos para el regreso a esa Itaca que se transforma en cada vuelta a casa. Así en un parador, conocerá a una figura coral y guía del trayecto. Quien le informa algo sobre la suerte corrida por la madre ausente de Celina y que no podemos revelar aquí. Pero sí que llevará a la heroína hasta completar su rito de pasaje. Poco antes el perro que reconoce al Odiseo homérico es empleado aquí –nuevamente en forma doble- de manera perfectamente simbólica. Pero esta Itaca es un lugar de la Argentina y por lo tanto debe cumplir también su tránsito metamórfico.

Aquí el film alcanza las alturas máximas de expresión y puesta en escena. Que no es lo mismo. Cuando sí logran equilibrarse de consuno tenemos -como en este film- el mejor cine.

Un cine que no oculta en el sostenido equilibrio de sus simetrías formales la más contundente expresión catártica mediante la emoción.

 

Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.

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