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CRÍTICAS - CINE

Las Acacias, Según Rodolfo Weisskirch

El Secreto de sus Ojos

Es cierto, festival por donde pasa, festival donde triunfa. La cuestión es que a simple vista, o con una primera mirada, mejor dicho, es difícil entender como una historia tan minimalista o cotidiana, despierta tanto interés y aprehensión.

Es verdad, los personajes generan empatía; la beba, cariño, es claro, la emoción de la última escena, permite que la gente se enamore de esta película.

Pero ¿que hay más allá de la historia de un camionero que debe llevar a una chica paraguaya con su hija desde la triple frontera a Buenos Aires? ¿Hay crítica social, racial o política, acaso? No. ¿Esto hubiese enriquecido la historia? No. ¿Existe una impronta cruda, planos meticulosamente pensados para generar efecto? Tampoco. ¿Se necesita? Para nada. Y así, podemos empezar a numerar todo aquello que la película no tiene ni necesita, elementos que generalmente la encasillarían como una obra “importante”, pero Las Acacias no pretende serlo.

Es casi una fábula. El hombre solitario que tiene miedo de relacionarse, y la mujer solitaria que lo cambia pero sin interferir, solamente con su presencia, y con la de su hija. Es en esa simpleza, donde cada acción cobra el doble de fuerza y el doble de emotividad.

La película de Pablo Giorgelli tiene poco planos, pocas puestas de cámara en sí. Los encuadres más bellos y elaborados (en el sentido más clásico del término escénico, porque en realidad cada cuadro es perfecto en su concepción) son los primeros tres que aparecen en pantalla: el atardecer del bosque que divide Paraguay y Argentina; la presentación del personaje de Rubén, muy sutil, casi de western y de ahí en adelante, rara vez vemos un plano que no se haya filmado de un costado u otro del camión conteiner, sin duda el cuarto protagonista de la historia.

Porque Las Acacias es simplemente eso, cruce de miradas. Miradas que dicen todo, que dejan ver en cada expresión, el miedo a superar una barrera sentimental, seguir adelante con un viaje, emitir un pensamiento, celos, simplemente pedir permiso para involucrarse con el otro. Miradas. Los personajes espían como pueden la vida del otro. Con unas pocas imágenes, se entiende que existe el vacío. Las palabras son suplantadas por un cabeceo mínimo, una levanta de cejas, una mirada hacia el camino.

Las escenas pasan y parece que no vimos algo muy diferente a lo que sucedía en la escena anterior, pero la tensión se construye, no en base al suspenso, sino en base a lo que debería decirse y no se dice. Por suerte. Porque gracias a eso, uno puede creer lo que pasa. Porque a diferencia de lo que piensan la mayoría de las personas acerca de cómo debe hablarse en el cine, en Las Acacias existen los silencios… como en la vida real.

La verosimilitud es el as que Giorgelli tiene en la mano, que le sirve para que todo siga adelante y no se desmorone. No hay emoción gratuita, no hay golpes bajos, no hay escenas que provoquen emoción. El concepto total emociona. Ni siquiera hace falta música que apoye la fuerza emotiva de esas miradas.

Y si la fotografía de Diego Poleri, aporta a generar esa emoción verosímil, las interpretaciones de Germán Da Silva y Hebe Duarte son la base, los cimientos y la piedra angular en la construcción de la magia cinematográfica de Las Acacias.

¿Cómo puede un hombre decir tanto, solamente con una media sonrisa, con bajar los ojos? ¿Cómo puede tal sutileza ser tan potente?

Sí, al final Las Acacias es una película rica. Rica porque sabe entender lo que el resto de las películas generalmente no entienden: que si queres hacer algo que se parezca a la realidad (o acaso lo mas real que puede resultar una ficción), menos es siempre más.

Giorgelli investiga el comportamiento, el accionar humano, más allá del estereotipo del personaje, de lo que cada uno representa usualmente en la sociedad, de lo que significa cruzar la frontera, porque lo que le importa es solamente mostrar cuan difícil puede ser dar un paso más básico. Que dos seres, en apariencia, disímiles puedan relacionarse. Todo empieza con una mirada. Pero hay que saber crearla. Y para eso se necesita de un gran director atrás. Pablo Giorgelli, con esta ópera prima, se consolida como una promesa a seguir de cerca.

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