El imperio de lo solemne.
De todos modos el gran problema de Lincoln es que el universo diegético que presenta no es creíble. Está tan preocupada por ser una película oscarizable y seria que no logra sacar ni media emoción genuina y resulta aparatosa en su gravedad, lo que contribuye a su inverosimilitud. No hay desarrollo del personaje-presidente, no hay empatía, ni expresividad, como tampoco emoción. Por el contrario, los actores parecen monigotes tan atrapados dentro de la rigidez de sus vestuarios y diálogos que parecen sacados de una obra de teatro victoriana. Por eso es que ninguno de los discursos de Lincoln emociona ni causa efecto o entusiasmo en el espectador. No convence a nadie de nada porque es un personaje vacío, acartonado. Un efecto especial de maquillaje sin alma, sin sustancia.
Por otro lado, la falta de ritmo y de síntesis narrativa hacen de la película un gran bodoque de 150 interminables minutos. No hay una profundidad en la relación padre e hijos, ni en los motivos que impulsan al presidente a tomar sus decisiones, así como tampoco en su pasado. Además, las escenas en la Cámara de Representantes se hacen agobiantes, repetitivas y, en más de una ocasión, da la sensación de que Spielberg no sabe cómo sintetizar la información -hay demasiados diálogos largos y explicativos, y situaciones que podrían haberse resuelto más cinematográficamente- o condensarla de manera más fluida.
Es un retrato frío, desapasionado y desaprovechado de una historia que narrativamente podría haber tenido todo: suspenso, emoción, enormes actuaciones y, sin embargo, ni siquiera el humor puede rescatarse porque no funciona en ningún momento, y los chistes no se entienden. Esperemos que si Daniel Day-Lewis se lleva el Oscar a Mejor Actor no nos deleite con una anécdota.
Por Elena Marina D’Aquila