El arte de narrar.
Quien desdeñe el cine de Tarantino con el argumento de que es un ladrón evidentemente nunca lo entendió. La originalidad de su cine está en la creación de algo nuevo a partir de lo que roba. Y Django sin Cadenas no es la excepción. Como en Pulp Fiction, vimos miles de veces la misma historia del tipo que se enamora de la mujer del jefe, o de la parejita de ladrones; también vimos hasta el cansancio en un western la figura del sheriff, del mentor, una historia de venganza, el forastero que llega a un pueblo y todos los clichés que se nos ocurran. Lo que nunca vimos, es todo eso junto y sumado a la historia de un esclavo con el objetivo único de encontrar a su esposa vendida al poderoso Candie Calvin y rescatarla.
A todo esto le agrega una fuerte dosis de humor negro, amor, gore y una banda sonora memorable. Es una película inclasificable: no es un spaghetti western, no es una película de venganza como lo es Kill Bill y tampoco es una película que reescribe a su antojo la historia, como Bastardos sin Gloria, sino que es todo eso junto. Además es una película que nos recuerda todo el tiempo para qué vamos al cine, y qué es lo que más nos gusta de ese ritual: que nos cuenten una historia. Eso es lo que hace el Dr. Schultz cuando –fogón mediante- le narra la leyenda alemana sobre la princesa Broomhilda a un Django hipnotizado.
También nos habla del arte de la construcción de un personaje, de la manipulación y del engaño. El cine es manipulación y Tarantino un gran manipulador. Así como Hitchcock nos ponía del lado de Bates cuando queríamos que el auto con el cadáver de Marion se hunda en el pantano, en algún momento nos ponemos del lado de los malos, -Django es más bien un anti-héroe- porque queremos que Django concrete su venganza, que no sea esclavizado otra vez, que reviente a todos, y cuando lo hace, lo disfrutamos, porque el espectador es sádico y Tarantino sabe exactamente lo que queremos ver. Gozamos cuando latiga a uno de los capataces, cuando le pega un tiro en las rodillas al desagradable personaje de Samuel Jackson, quema la casa y finalmente se escapa con su Broomhilda. Acá no hay héroes ni villanos sino que es una lucha por sobrevivir en la que no importa ni siquiera la moral: queda claro cuando Django deja que el esclavo de Candie muera comido por los perros porque se dispone a que nada lo saque de su personaje para cumplir su objetivo.
Justamente quien le va a enseñar a Django como lograr lo que quiere es el Dr. Schultz quien le dice a Django antes de lanzarse al rescate de su esposa, “Entremos en personaje”. Para eso eligen el vestuario, Schultz narra brevemente cómo será su historia y cuál es su objetivo, dándonos una clase de actuación y guión. Django se convierte así en su personaje, y partir de ahí ya no hay vuelta atrás: después de matar a un hombre delante de su hijo se convierte en un antihéroe.
A diferencia de mi colega Emiliano Fernández, pienso que Tarantino sí logra homenajear a sus ídolos, en este caso a los directores –sobre todo a Leone- del spaghetti western: lo hace a través del abuso de los bruscos zoom, la erizante música de Ennio Morricone, su estilizada estética, personajes carentes de moral y sobre todo en la escena de la taberna, cuando el Dr. Schultz y Django llegan al pueblo. Tarantino hace lo que quiere porque puede, porque siempre le sale bien, y ésta no es la excepción. Puede no gustar, pero nadie puede negar que Django sin Cadenas es narrativamente perfecta.
Por Elena Marina D’Aquila