(Francia, 2014)
Dirección y Guión: Luc Besson. Elenco: Scarlett Johansson, Morgan Freeman, Choi Min-sik, Amr Waked, Julian Rhind-Tutt, Pilou Asbæk, Analeigh Tipton, Jan Oliver Schroeder. Producción: Virginie Silla. Distribuidora: UIP. Duración: 89 minutos.
El juego de la sinapsis.
Muy lejos ha quedado el período más interesante de la carrera de Luc Besson, aquel primer lustro de la década de los 90, y hoy debemos resignarnos a propuestas correctas que incluyen chispazos aislados de genialidad, detalles que ponen de manifiesto su inventiva. La trayectoria del francés, desde su regreso a la dirección con la noble Angel-A (2005), fue y sigue siendo un subibaja en el que ese primer mojón del “segundo capítulo” permanece firme en la punta del ranking junto a La Fuerza del Amor (The Lady, 2011), en especial considerando la merma cualitativa de la trilogía de Arthur, Les Aventures Extraordinaires d’Adèle Blanc-Sec (2010) y la sinceramente bizarra Familia Peligrosa (The Family, 2013).
Ahora bien, un signo de adultez es el andamiaje autoreferencial al que echa mano en Lucy (2014): aquí tenemos una heroína que experimenta una transformación en sintonía con la de su homóloga de Nikita (1990), hay un contexto de ciencia ficción entre metafísica y enajenada símil El Quinto Elemento (The Fifth Element, 1997), y finalmente nos topamos con un villano desalmado que remite al personaje de Gary Oldman de El Perfecto Asesino (Léon, 1994), interpretado por el inmenso Choi Min-sik, protagonista de las maravillosas Old Boy (Oldeuboi, 2003), Sympathy for Lady Vengeance (Chinjeolhan geumjassi, 2005), I Saw the Devil (Akmareul boatda, 2010) y New World (Sin-se-gae, 2013), entre otras joyas.
Scarlett Johansson es la encargada de ponerse en la piel de la señorita del título, una joven que pasa de entregar inocentemente un maletín en nombre de su pareja a ser secuestrada y obligada a servir de “mula” con una bolsa de una nueva droga sintética introducida en su abdomen. Por supuesto que la golpean, la susodicha CPH4 se disemina por su cuerpo y Lucy termina adquiriendo capacidades de lo más variadas (telepatía, autocontrol sensorial, precognición, telequinesis, dominio sobre los dispositivos eléctricos, etc.). El film resulta algo derivativo pero por lo menos saca provecho de su condición de mejunje genérico, con elementos de la fantasía existencialista, el thriller de acción y la parodia de los superhéroes.
De hecho, Besson relaja la “seriedad” del convite y sus disquisiciones acerca de la frontera del desarrollo cerebral con intertítulos e inserts documentales y de CGI que subrayan la ironía de escenas concretas o ilustran un análisis que comienza con los juegos de conocimiento que facilitan la sinapsis y el binomio “inmortalidad/ reproducción” para luego desembocar en el determinismo del tiempo y las limitaciones de la síntesis perceptual humana. Mención aparte merece Johansson, una de las pocas actrices contemporáneas -a la par de Eva Green- cuya belleza se equipara a su talento y carisma, factores centrales al momento de mantener el interés y esperar el siguiente giro de una obra amena y delirante…
Por Emiliano Fernández
La chica en el asiento de atrás.
En una de las tantas secuencias placenteras de este film, un taxista temeroso por su vida observa por el espejo retrovisor a Lucy. Ella acaba de subirse a su auto, con una bata de hospital y el rostro salpicado con sangre. Hay demasiado miedo y respeto en su mirada, irregular y entrecortada ante cualquier respuesta visual de la protagonista. Sin embargo, ¿de qué otra manera se puede observar a una chica joven, sensual y con un arma que parece fabricada únicamente para ser acariciada por sus manos?
La alocada trama de Lucy es conocida desde el momento en el que los críticos de todo el mundo se codearon con complicidad entre sí y escribieron entusiasmados sobre ella. Por si no sabés de qué se trata, más o menos la historia es así: una joven es usada de mula para transportar una poderosa e innovadora droga desde Taiwán. Antes de subirse al avión, Lucy es golpeada, lo que produce que el contenido se desparrame dentro de su cuerpo. En pocas palabras, estos pequeños cristales violetas le permiten usar la mayor capacidad de su cerebro, lo que le proporciona, entre otras cosas, controlar su propio organismo y el del resto de las personas.
Si esto te parece demente y sin demasiada seriedad, tenés razón. El estilo de Besson es de todo menos magro: hay ralentís, colores, montajes pseudo intelectuales (en particular uno con animales, como lo hace Szifrón en Relatos Salvajes) y efectos especiales puestos más al servicio del entretenimiento que al de la historia. Sin embargo, en medio de este frenesí, Besson a veces encuentra la forma de detener la avalancha que el mismo ha generado para centrarse en algunos detalles. Si toda la película se centra alrededor de Johansson, ella lo sabe perfectamente: su belleza puede cambiar de ruda a delicada con la facilidad con la que uno enciende la luz del baño. En la primera escena, la vemos con el look de una adolescente aniñada pero consiente de sus pecados, rebelde pero ansiosa por recibir su castigo. Su manera de pararse frente al chanta de su pareja es de una joven que ha sido criada en una cuna de oro y que su lugar en el mundo no es tanto Taiwán como sí un shopping de Miami. La ropa es su mayor evidencia: un tapado de piel encima de un vestido blanco -que a su vez simula, tímidamente, la corteza de una cebra- manchado con un rojo en la parte superior de su pecho. Cuando Lucy esté más cerca de ser un prodigio de los estupefacientes que una fanática de los frappuccinos, solo usará una remera blanca y unos pantalones aptos para cualquier movimiento brusco. Por otra parte, ¿qué otra cosa necesita vestir una mujer con ganas de vengarse?
Los momentos más divertidos de Lucy son aquellos en los que se muestra la capacidad cerebral que alcanza la protagonista con el correr de las horas. Parte de un mundano 10% (el que usamos todos, según la convincente voz de Morgan Freeman) para llegar a otros niveles. Ante cada incremento, la película se contorsiona de euforia, como si Besson le inyectase a su propia obra una dosis de la droga alojada en el cuerpo de Lucy. En este sentido, todo es menos un crecimiento de la capacidad de su protagonista que la cuenta regresiva al desquicio absoluto. El gran mérito del director acá es borrar los hilos de lo que sería el típico entretenimiento que no debe ser tomado demasiado en serio. En este sentido, Lucy se eleva por sobre otros films que se construyeron en el suelo del disparate (la buena-pero-tampoco-tanto Terror a Bordo, por ejemplo).
Recordando la película, creo que en Lucy (¿la respuesta femenina al universo de Nick Ray?) hay poca acción pero no por ello la experiencia es menos disfrutable. Es un film que de alguna manera se encarga de que le prestemos atención a lo que sucede en la pantalla porque eso será único e irrepetible. ¿Cuántas veces vas a ver a Scarlett Johansson tan bella y universal? Besson te obliga a que, en vez de usar el espejo retrovisor, veas a Lucy de frente y con los ojos bien abiertos.
Por Luciano Mariconda
El director y guionista francés Luc Besson, en Lucy, mezcla ideas con explosiones y se hunde en el ridículo. Propone que los seres humanos sólo usan el diez por ciento de su cerebro, un mito comprobadamente falso. La realidad es que, aunque no lo hacemos todo el tiempo y en todo momento, a lo largo de un día, aprovechamos casi la totalidad del cerebro. Pero esto a Besson no le interesa. Nadie pide que una película sea una clase magistral de ciencia. El problema, justamente, es que Lucy pretende serlo.
Morgan Freeman interpreta al Profesor Norman, quien brinda una ponencia sobre el tema del diez por ciento. No lo expone como un mito sino que lo presenta como una posibilidad científica, y sus oyentes lo toman absolutamente en serio. Las alucinadas palabras del profesor, tan sinceras como disparatadas, están yuxtapuestas con imágenes de animales salvajes, maravillas naturales, proezas de la ingeniería humana y las peligrosas aventuras de Lucy, la protagonista. En las primeras escenas, es capturada por mafiosos coreanos, torturada, cuestionada y adormecida. Mientras permanece inconsciente, sus secuestradores insertan en su abdomen una bolsa con una droga experimental, que ella estará obligada a contrabandear. Sin embargo, al despertar, Lucy se pelea con uno de los guardias y recibe una patada en la panza. La bolsa se rompe, la droga infiltra su sistema sanguíneo y, sorprendentemente, activa las áreas latentes de su cerebro. Con las horas, aumenta su poder mental y adquiere asombrosos poderes: telekinesis, hipnosis, memoria infinita (como el Funes de Borges) y la posibilidad de interactuar con computadoras y electrodomésticos, espiar a través de las paredes, visualizar las señales de los celulares y viajar a través del tiempo, que ella manipula como si la vida misma fuera una pantalla táctil.
Los diálogos, solemnes y lapidarios, cuestionan lo que sucedería si desencadenáramos los rincones inutilizados de nuestro cerebro. Pero como tales rincones no existen, las reflexiones se pierden en un vacío. En otros tramos del film, Lucy, convertida en súper-heroína, descubre que ya ni siente ni piensa como un ser humano. Pero sus dudas existenciales son triviales comparadas, por ejemplo, con las del Dr. Manhattan en Watchmen. El autor de aquel genial comic, Alan Moore, entendió que la (improbable) ciencia detrás de la transformación atómica de su personaje no era muy interesante, y decidió resaltar, en cambio, las implicancias filosóficas y políticas de un hombre-dios. Besson hace lo contrario: desatiende las implicancias y destaca la (pseudo)ciencia. Despilfarra millones de dólares en explicar e ilustrar (didácticamente) una idea estrafalaria y desarrollar sus extravagantes e imposibles consecuencias. Y lo hace a través de un emocionante operativo de efectos especiales y acrobacias digitales.
Los antecedentes genéricos de Lucy son los mismos que los de El Quinto Elemento, aquella comedia de ciencia ficción que Besson filmó junto a Bruce Willis. En ambas se nota la influencia de la revista Metal Hurlant y los comics europeos de los setenta y ochenta, como los ilustrados por Moebius y escritos por el místico Alejandro Jorodowsky: protagonistas arquetípicos, mujeres voluptuosas, tramas absurdas y una imaginación visual incuestionable. Lo que importa es el viaje, el “ultimate trip”, como en 2001: Odisea del Espacio, aunque sin el rigor científico. Lucy es una divertida catástrofe. A pesar de todos sus defectos -o, mejor dicho, gracias a ellos- nunca podría ser categorizada como simplemente mediocre. Alcanza niveles de esquizofrenia y sinsentido para nada comunes en el circuito comercial. Es una mala película que vale la pena ver.
Por Guido Pellegrini