Acá estoy, en este martes nublado y fresco (aunque, ahora parece que por un ratito salió el sol) escribiendo mi columna, mientras miro para afuera por la ventana y me hago preguntas que no tienen respuesta. A veces, en los días en que nos toca transitar la tristeza y el dolor, las cosas parecen tomar un color desconocido.
Caminamos por la calle, miramos vidrieras, compramos cosas, comemos, hacemos ejercicio, trabajamos, hablamos con la gente que amamos, planeamos algo, organizamos nuestras citas médicas, observamos reír a las demás personas, nos enfocamos en lo niños… En fin, hacemos todo lo que millones y millones de seres humanos hacen junto a nosotros, han hecho y harán por siempre jamás. De esa manera, las tonalidades adversas, comienzan a parecer un poco más familiares. Y en ese sinfín de rituales similares, de repeticiones hermanadoras, de construcciones diarias, de trabajos y de esfuerzos, de amor, de nacimiento y de muerte, encontramos la esencia que nos humaniza y nos equipara.
Hay días más difíciles que otros. A veces, el sufrimiento de los que amamos se hace insostenible y es entonces, donde nuestra necesidad de sentido se vuelve tan imperiosa, que no nos deja ni respirar. “¿Por qué?” parece ser la pregunta inevitable frente a todo. ¿Por qué vivo, por qué muero, por qué sufro, por qué sufren los que amo? Y desde ahí, la vorágine de preguntas se vuelve en verdad arrolladora. Cada cosa que hacemos parece fútil, juzgamos todos nuestros pensamientos, y la medida de los acontecimientos suele volverse desproporcionada, aberrante.
El sufrimiento y la muerte, tal vez sean hechos para los que el ser humano no tenga mecanismos de adaptación real. Quizás, todo lo que hacemos cuando nos toca, es crecer, volvernos un poco más dignos de seguir viviendo y nada más. A lo mejor el dolor susurra y el tiempo se encarga de poner una capa de neblina sobre lo que sentimos, para que podamos percibirlo de manera más suave, más desenfocada. Pero adaptarnos, lo que se dice adaptarnos, no sé. No sé si está en nuestra naturaleza capaz de añorar, de pensar, de temer, de aprender y de amar. Tal vez el secreto del dolor y de la muerte, resida en la condición de hermanar, de igualar a los seres humanos. Gigantes o pequeños, a todos nos lleva el viento.
Mientras escribo la columna, chusmeo un poco a las oficinas del departamento de enfrente. La gente charla, se ríe, se abstrae frente a la computadora, circula, se acomoda en las sillas, lee, me mira… Y entonces pienso nuevamente en el cine. Pienso otra vez, en cómo la naturaleza humana y sus grandes misterios puede ser espiada, puede ser testificada y presenciada como por una ventana, cuando vemos una película. Tal vez esa sea la cualidad mas asombrosa del cine, por sobre cualquier otra forma de arte (incluido el teatro). El cine no necesita prácticamente de convención alguna, salvo la de creernos a pie juntillas lo que está sucediendo. Abre una ventana directa a nuestras mentes y nos elabora nuevas formas de pensamiento, porque habla en el leguaje exacto en el que pensamos. Podemos ver lo que no hemos vivido todavía, mucho antes y casi aprender, casi comenzar a prepararnos. Miles de películas nos han enseñado cosas que aún no hemos experimentado, pero que tarde o temprano nos sucederán, y nos han mostrado como la gente lidia con ellas. Por supuesto, la experiencia de primera mano es mucho más compleja, pero algunos mecanismos se encienden inconscientemente y nos obligan a seguir operando, gracias a la cantidad innumerable de imágenes que almacenamos en nuestra cabeza. Tengo que levantarme, tengo que poner un pie adelante del otro, tengo que respirar, tengo que seguir…
El cine está ahí, mostrándonos como viven las personas, como mueren las personas, como lloran y como ríen, como se pierden en esa marea inconmensurable de repeticiones, que parecen no significar nada, ni modificar nada pero que, a la vez, definen todo lo que somos.
El cine es un espejo transmisor que nos muestra la verdad y nos consuela al mismo tiempo. No creo que haya vehículo más veloz, para comunicarnos nuestra maravillosa condición de hermanos, de compañeros de barco y de equipo. Tal vez porque viendo el sufrimiento de otros, podemos entender mejor el nuestro. El cine ficcional y, ni hablar del documental, da por tierra con aquello de “mal de muchos consuelo de tontos” porque el hecho de entender que no estamos solos en nuestro dolor, nos hace ponerlo en una perspectiva más adecuada y por lejos, mucho más humana en el sentido más amoroso de la palabra.
Dicen que uno está solo frente a la muerte y es verdad, pero recordar que muchos estuvieron frente a ella antes que nosotros, lo hace un poco más tolerable y si nos esforzamos y entendemos que millones la están enfrentando justo al unísono, podemos empezar a creer que estamos un poco menos desamparados.
Observándonos en la pantalla, observando los dramas más cruentos con los que lidiamos a diario como mortales, me da la sensación de que nos acercamos a la noción de que debemos amarnos más por los que nos iguala, que por lo que nos diferencia. Como individuos, amamos de los otros lo que los vuelve únicos, pero qué tal si nos enfocáramos en lo que los hace iguales. ¿No sería esa una puerta más cercana a creer que podemos encontrar al que perdemos, en todos los demás seres humanos que nos rodean?
Hay una sola cosa que es superior al cine en términos de mostrarnos nuestras semejanzas, y esa cosa es la vida. Podrán tildarme de fanática y tendrán razón. Pero el cine nos deja ser testigos presenciales de los dilemas que atormentan nuestra existencia, sin pedirnos que paguemos el precio total del aprendizaje y eso, amigos míos, es un milagro liso y llano. Después tendremos que lidiar en la carne con lo que nos toque. Pero allí estará, el refugio documentado en imágenes, del compartido sufrimiento de la humanidad.
Es cierto, el cine no contesta a nuestras preguntas terribles, pero sí nos pone en cuenta de que no estamos solos sin la respuesta.
Y dicho esto, me voy a ver qué están dando en cable.