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CRÍTICAS - CINE

Mi Semana con Marilyn (My Week with Marilyn), según Elena Marina D’Aquila

La diva al desnudo…

La película comienza con el cine que habla del cine: se ve una audiencia donde hay más hombres que mujeres que miran a Marilyn en la pantalla grande, hipnotizados.

Luego se presenta el cine como refugio para el joven Colin Clark (que lograría el puesto de tercer asistente de dirección en El Príncipe y la Corista), que nos cuenta que iba todos los jueves a una pequeña sala de cine, como escape de los problemas de su hogar. Dice que veía a Orson Welles,  Hitchcock y Laurence Olivier, a los que describe como sus héroes. Las películas como refugio de un joven (muy recurrente en el cine de autor) es un tema que nos remite un poco a Los 400 Golpes de Truffaut y también a otro cinéfilo que encontró, en medio de una niñez rodeada de violencia, un refugio en el cine: Scorsese. De esta manera, presentándonos a una especie de Antoine Doinel, que acude a la sala de cine para escapar de su realidad y aprender cosas por sí mismo, Curtis nos introduce a este joven de una familia aristocrática que busca empleo en la industria cinematográfica porque está tan obnubilado con ese universo que quiere formar parte de él. Asimismo, nos sumerge a nosotros en un mundo mágico: el cine, y su poder hipnotizante. Por eso, la primera vez que Colin ve a Marilyn y queda hechizado es a través de una pantalla de cine. Eso es exactamente lo que tenía Marilyn, era cautivante en la pantalla. Su primera aparición se da en la puerta de un avión de TWA, muy iluminada, y con una muchedumbre de fotógrafos desesperados por captar su llegada a Londres con su esposo, Arthur Miller. Curtis le dedica una escena a la obsesión que tenía Olivier por su rubia actriz y a los celos que Vivian Leigh -su esposa- sentía a causa de esto. Hay una escena en la que el marido y su mujer están observando una imagen de Marilyn en la sala de visualización y ella estalla de celos (“si vieras cómo la miras”, le dice ella).

Simon Curtis afronta su debut cinematográfico (hizo películas para televisión pero no para la pantalla grande), y lo hace de manera triunfal. La película nos muestra el lado vulnerable de la estrella de Hollywood pero sin dejar de lado, por supuesto, su costado sexual y naif. Lo que se narra es una semana en la vida de la actriz mientras graba El Príncipe y la Corista en el año 1956, con 30 años, y ya casada con Arthur Miller -quién decidirá dejarla en Londres para irse un tiempo a Nueva York mientras ella continúa con el rodaje-. En ese tiempo sola  ella aprovechará para seducir al tercer asistente de dirección: el joven Colin Clark.

Curtis comienza a deslizar las inseguridades de Marilyn como actriz, a partir de la escena en la que se realiza la primera lectura del guión de El Príncipe y la Corista: Paula (su coach y segunda esposa de Lee Strasberg, creador del Actor’s Studio) le susurra que recuerde de dónde proviene su personaje, y discute con Olivier, que le recuerda impacientemente que el personaje ya está escrito en el guión. Marilyn debía entender a sus personajes y sus motivaciones, aspectos que no tenían la mayoría de los personajes que le daban. Hay otra escena en la que están filmando El Príncipe y la Corista; ella no logra comprender a su personaje, no le resulta creíble e incrementa la tensión durante toda la filmación, ya que Olivier estaba totalmente en contra del Método y su respuesta era tajante: “que finja que es creíble”. Para él actuar requería de verdad y de fingir la verdad, no de sentirla realmente como manifestaba El método. Todo empeora cuando él le dice que trate de ser sexy, en vez de actuar. Curtis se compromete y acierta en mostrar lo difícil que era para Marilyn ser tomada en serio por Hollywood. Ella quería que le den los papeles serios, aquellos que probaran al mundo que era más que una rubia tonta con curvas. Colin Clark, más adelante, le explica por qué resulta una agonía para Sir Olivier el rodaje de El Príncipe y la Corista; él es un gran actor que espera convertirse en una estrella de cine y Marilyn, una estrella de cine que desea convertirse en una gran actriz. También Curtis se anima a poner en palabras la cantidad de pastillas que tomaba Marilyn (para despertarse, para acostarse, para tener energía, y más aún). Curtis recrea de manera muy verídica cómo es un rodaje, y sobre todo cómo era un rodaje en los años ’50, y más teniendo un director/actor tan reconocido por su trayectoria como Olivier y una actriz como Marilyn que lo impacientaba con sus impuntualidades, sus olvidos en cuanto al guión y su falta de confianza.

Curtis pone en escena una discusión entre la actriz y su esposo escritor, que se produce cuando ella  encuentra su cuaderno de notas con unos escritos negativos sobre su persona. Esto sería lo que Miller publicaría más tarde en 1964: un reflejo de sus cinco años junto a Marilyn, convertido en un libro llamado Después de la caída, donde describe el carácter autodestructivo de su protagonista. Este episodio es el quiebre en su relación con Miller, por lo que comienza a seducir al tercer asistente. A través de la música (Dean Martin, Nat King Cole y algo de orquesta), el director debutante capta la esencia de aquellos años, además de lograr una fotografía bien cálida y de mucha intensidad, sobre todo hacia la diva, siempre filmada con mucha luz, como si fuese una aparición, un ángel.

Marilyn es como una niña, y así la representa Curtis cuando está mirando la enorme casa de muñecas en el Castillo de Windsor. Ella sabía muy bien cómo construir un personaje: la rubia despampanante que utilizaba con gran habilidad su sexualidad. Curtis desliza una sutil referencia a ese detalle en la escena del lago, en la que ella y Colin nadan desnudos, y cuando lo besa, dice: “es la primera vez que beso a alguien más joven que yo, hay muchos hombres mayores en Hollywood”. La película también muestra la naturalidad con la que ella se mostraba desnuda ante los hombres y, además, habla sobre Johnny Hyde, quien fue su agente durante muchos años.

Luego de aquel día de ensueño que pasa con el joven asistente, comienza el derrumbe, la vuelta a la realidad. Debe continuar con la filmación y no puede manejarlo, su pasado la atormenta, por lo tanto acude a Colin, a las pastillas y al alcohol. Marilyn le habla a su nueva conquista sobre su madre, enviada a un manicomio (Marilyn todo el tiempo piensa que la quieren volver loca), su niñez en casas ajenas y también le dice que su mayor deseo es ser amada como una mujer común y corriente.

La depresión de la actriz aumenta luego de perder al bebé de Miller, lo que hace que su esposo vuelva a Londres y finalmente le devuelva la felicidad -o por lo menos así lo esperamos-. Curtis no quiere ver morir a Monroe, y el espectador tampoco, porque los mitos viven para siempre, son inmortales. Por eso en el desenlace el director vuelve a la imagen del cine, en la sala de  proyección: Colin y Sir Laurence miran una escena de El Príncipe y la Corista mientras Olivier le dice: “Somos la sustancia de la que están hechos los sueños y nuestra pequeña vida se circunscribe con un sueño”. Y termina: “Es maravillosa. Carece de formación y oficio como actriz, no emplea astucia, sólo instinto”. Colin le dice que debería decírselo y él responde: “Se lo diré, pero no va a creerme. Es quizás ahí donde radica su grandeza, estoy seguro de que es lo que la hace tan inmensamente infeliz”. Curtis juega todo el tiempo con la pantalla de cine, con quien la mira, (siempre hay alguien que mira a alguien o que escucha algo) y con lo que está siendo observado -en este caso, Marilyn-. Y termina así, con ella en la pantalla, pero esta vez hechizándonos a nosotros, porque ese era su don.

Es cierto lo que Paula Strasberg le dice a Marilyn: “No tienes idea del lugar que ocupas en el mundo”. Y más de 40 años después de su muerte, mágicamente, como ocurre en el cine, la  gran Marilyn Monroe sigue  siendo, además de un mito, una estrella de cine que sigue iluminándonos como un ícono de la cultura.

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