La cercanía de estrenos entre Iron Man 3 (Shane Black, 2013) y La Noche más Oscura (Kathryn Bigelow, 2012) invitaban en su momento a una comparación algo incómoda. En ambas películas había un villano de largas barbas que era acusado de todos los males del universo. Mientras que el Hollywood serio, solemne y galardonado se ocupaba de Osama Bin Laden, su búsqueda y ejecución por parte del ejército estadounidense, Marvel y Black nos contaban que en el mundo de Tony Stark había un villano llamado El Mandarín, que tal como el famoso talibán, filmaba videos intimidatorios y aterrorizaba al mundo.
La historia parecía ser la misma, pero con un desdoblamiento más que interesante: mientras que el filme de Bigelow, desde su privilegiado lugar de cine adulto, nos contaba la historia oficial del fundador de Al Qaeda, la fantasía aventurera de Shane Black ideaba un loco mundo en donde el terrorista en cuestión no era más que una simple fachada, un actor que interpretaba un personaje desde un set de filmación, distrayendo la atención del mundo mientras un poder en las sombras acrecentaba su dominio y su perversidad.
Sin dudas, ambos eran grandes filmes. Uno gozó del apoyo unánime de la crítica, de las menciones y premios internacionales y acrecentó aún más el buen nombre de la talentosa directora Kathryn Bigelow. El otro disfrutó del clamor popular, de una recepción amable de la crítica, que le elogió con creces sus efectos especiales y sus altas dosis de entretenimiento para todo público. Sin embargo, la discusión sobre Bin Laden nunca estuvo. ¿Quién fue, qué hizo, qué fue de él, qué se supo realmente de su búsqueda y muerte? Probablemente este no es el medio ni la columna para detallar la historia de Bin Laden y su prontuario, pero no son tan pocos ni tan locos los que sostienen que este famoso hombre de los videos caseros en las montañas no fue quien dicen que fue, o no murió como dicen que murió, si es cierto que ya no vive. Las teorías conspirativas alrededor del 9/11 ya no son patrimonio de un puñado de desquiciados encerrados en un sótano. La detonación de las torres gemelas, la inexistencia de restos de fuselaje cerca de los impactos, la incapacidad de los supuestos secuestradores para atinarle a las torres con aviones para pasajeros y la influencia de las empresas dedicadas a la reconstrucción tras las guerras son solo algunas de las cuestiones que cualquier interesado en el tema conoce. Y las tan mentadas armas de destrucción masiva que jamás existieron y que justificaron la invasión a Irak dos años después de los atentados no hacen más que sumar sospechas a las ya existentes.
Hollywood nos suele hablar desde el dorado pedestal de la seriedad y la solemnidad para legitimar sus historias, sus mitos, sus verdades. Llama la atención que sea desde el vilipendiado rincón destinado al entretenimiento pochoclero y la aventura superficial de los superhéroes donde surjan las narrativas que nos hablan de forma más audaz de los males de nuestro mundo. Y la recientemente estrenada Capitán América y el Soldado de Invierno vuelve a tomar la posta en estos términos. Lo sencillo es ver a un supersoldado con escudo indestructible, embanderado con las barras y estrellas hasta los calzones, representación arquetípica del orgullo estadounidense. Pero si se mira con mayor cuidado también podemos hallar nuevamente que para Marvel los peligros que amenazan al mundo tienen que ver con una exacerbación de las ideas fascistas desplegadas en la Ley Patriota -aquella que permitió la vigilancia y control casi absolutos de los ciudadanos, los escáners en los aeropuertos, las detenciones automáticas por portación de cara-, potenciada por el enorme valor de la información que ingresamos voluntariamente a internet segundo a segundo. El estreno no podría sentirse más actual si pensamos en el reciente y millonario traspaso de WhatsApp a manos de Facebook, en donde la empresa de Mark Zuckerberg se adueñó instantáneamente de las miles de millones de fotografías, videos y contenidos que no se comparten en los muros sino en las pantallas de los celulares mediante el sistema de mensajería.
La maquinaria de Hollywood siempre supo aprovechar los sucesos históricos para construir discursos, crear mitos, naturalizar procesos o lisa y llanamente inventar nuevas realidades. El artefacto cinematográfico siempre está ahí para ser el medio mágico sobre el cual se apoyan las narrativas planificadas. No me refiero solo a la propaganda, sino a un proceso de construcción de discurso mucho más escurridizo, que propone una suerte de reproducción de una perversidad para buscar una catarsis y un perdón universal o la continua representación de la historia oficial que relato tras relato, se asimila como verdadera. Desde aquí mi aplauso orgulloso para la factoría Marvel y todos los involucrados en sus proyectos cinematográficos, que han sido capaces de brindar a los espectadores propuestas de entretenimiento extraordinarias, pero ante todo inteligentes, audaces y, a su manera, rebeldes. Porque a pesar de que asumen su espacio en el espectro del entretenimiento cinematográfico, no lo desperdician en un discurso vacuo, unidireccional, previsible, sino que sorprenden desde su osadía, desde su disconformidad, con una fidelidad hacia el mundo de la historieta que va mucho más allá del respeto por tal o cual personaje. Celebro a Marvel porque no se queda en el producto pueril y pasatista, no se contenta con la historia tontuela y facilista, ni con reproducir y naturalizar la “historia oficial”. Honra su origen alternativo proponiendo verdades incómodas, teorías más arriesgadas, solapadas en relatos de héroes con trajes llamativos y poderes extraordinarios.
Por Juan Ferré