A Sala Llena

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Máscaras

Máscaras

Oscar Wilde dijo: “Dadle a un hombre una máscara y os dirá la verdad”. Todos usamos máscaras y vamos desfilando por el carnaval de la vida. Ese carnaval no es cómodo para todos, y cuesta ser genuino cuando uno está cagado en las patas.  Tal vez por eso, los que estamos socialmente incómodos y no somos unos malnacidos, nos ponemos máscaras para tratar con la gente, con las situaciones, con la vida. Está la máscara del trabajo, la de la amistad, la del amor, la de la salud, la de la enfermedad, la de la rabia, la de la risa, la del llanto, la del miedo, la del goce… La complaciente, la rebelde, la sardónica, la inadecuada, la ostensiblemente irritada, la falsa y la honesta. Creo que los más hábiles seres humanos saben cuándo ponerse cuál. Y los anacoretas, pobre de nosotros, pifiamos unas cuantas, pero también las usamos. Todo el tiempo. 

Hice la primaria en los 80, con Tv de señal de antena, recibida por un millón doscientas repetidoras desde Santa Rosa La Pampa. A mi pueblo, el último al sur de Córdoba, le llegaba la imagen de tele desde allí, porque era la ciudad grande más cercana. Y el canal 3 se la pasaba con series en pantalla, solo interrumpidas a la mañana por la información agrícola, y a la noche por el noticiero. Todas eran clásicos: Los Dukes de Hazard, El superagente 86, La mujer maravilla, Los ángeles de Charlie, Brigada A, Matt Houston, Magnun PI, Hart to Hart, El increíble Hulk, MacGyver, Galáctica, Star Trek… y por supuesto: Misión: Imposible.

Misión: Imposible me daba miedo, pero mi vieja era fanática, así que la veíamos echadas en su cama. Recuerdo que lo que más me asustaba eran las máscaras. No sé si era miedo propiamente, más bien una insoportable anticipación. Los tipos se ponían máscaras perfectas y andaban de aquí para allá, y al final del capítulo alguien se arrancaba la cara y nos dábamos cuenta de que el villano era un agente encubierto o de que el protagonista estaba secuestrado y había sido reemplazado. Generalmente, por un agente del mal.  Ya la secuencia de títulos y su mecha me ponían los pelos de punta. Era tan atemorizante, como excitante e irresistible.

Toda la saga cinematográfica de Tom Cruise es espectacular. Nadie podría haberla hecho mejor. Tal vez lo más remarcable de todo, aún cuando la han dirigido grandes directores,  es que está protagonizada de pe a pa por una megaestrella de cine.

Tom es una estrella: es un buen actor, pero es un enorme actor de cine. El actor de cine no necesariamente funciona fuera de la pantalla, es decir, Tom no es Al Pacino. Pero Tom es lo mejor a lo que el cine puede aspirar y conseguir: él es el gran artificio. Nadie sabe mejor que él qué espera el espectador que haga, y vaya si se ve bien haciéndolo. Desde Top Gun que nos está pasando el trapo con Blem. Atractivo, misterioso, con la dosis exacta de hambre, elegancia y músculo, Tom es, más que cualquier otra cosa, un animal de cine.  Y le da a la franquicia Misión: Imposible, la máscara más artificial de todas: la de una saga cinematográfica.

La mejor para mí de las películas es la 2.  La de John Woo. Allí vuelan las máscaras a troche y moche, sin explicación, sin lógica, sin argumentaciones bananeras. El glamour y el erotismo conquistan la pantalla y la acción está por fuera del planeta sin miramientos. Y si le sumamos la música de Hans Zimmer que te humedece la bombachita, obtenemos esa magnificencia anapologética (¿inventé la palabra?) a la que solo el cine en su más pura sangre puede llegar.

Estamos al borde de una nueva entrega de la saga. Iré a verla porque mi novio Henry Cavill la co protagoniza, y va a enojarse muchísimo si no aparezco por la sala. Con él uso la máscara “monstruo de baba”. Espero verlos por alguna función, va por cuenta de ustedes la máscara que elijan para saludarme.

© Laura Dariomerlo, 2018 | @lauradariomerlo

Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.

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