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CRÍTICAS - CINE

Maze Runner: Prueba de Fuego, según Alejandro Turdó

Los chicos del desierto.

Los productos adaptados en base a novelas YA (“young adult”, como se conoce a ese sector de consumo) suelen cargar con el estigma de ser realizaciones que alienan al público que no se encuentra dentro del rango etario al cual apunta el marketing, y al mismo tiempo no suelen dejar conformes a los fans más hardcore que aprendieron a amar la obra original antes de su llegada al mainstream. Se podría decir que el género YA dentro del séptimo arte siempre lleva las de perder.

El año pasado Maze Runner: Correr o Morir (2014) sorprendió a más de uno, porque a pesar de ser una adaptación de una trilogía literaria YA, contaba con suficientes elementos a su favor para lograr tener el visto bueno de muchos que se encontraban fuera de este subgénero. Y su final abierto daba el pie para que la historia de los chicos que lograban escapar del misterioso laberinto continuase su curso.

Es así como Maze Runner: Prueba de Fuego (2015) arranca exactamente donde termina su antecesora. Los chicos descubren que el mundo exterior dejó de existir, una epidemia practicamente borró a la humanidad de la faz de la tierra y ellos son inmunes, lo que los convierte en un ítem de mucho valor para W.C.K.D. (o “wicked”, que en español se podría traducir como tenebroso o turbio), una organización que quiere capturar a los jóvenes para poder usufructuar su don. Los chicos se juegan su suerte escapando al desierto que solía ser el mundo, volviéndose víctimas de los elementos y de aquellos infectados que han mutado y son una amenaza latente.

Esta segunda entrega se lee como un híbrido entre Soy Leyenda (2007) y la saga Resident Evil: civilización diezmada y una bioamenaza que lo consume todo y a todos. Como suele suceder cuando se sigue al pie de la letra el manual de las secuelas, este capítulo expande el universo de aquello que se introduce en el primer film, ahora se tiene una visión global de cómo la epidemia azotó el planeta. La puesta en escena es más grandilocuente, hay más sangre, más violencia y más vértigo. Una secuela mucho más oscura. Pero tanta agitación no le juega a su favor, en especial cuando se percibe una escena de acción intercalada a pocos minutos de la anterior para mantenernos al borde de la butaca, pero sin utilizarlas para crear suspenso o desarrollar el relato. Adrenalina por la adrenalina misma sin contenido, sin dirigirse a ningún lado.

Wes Ball repite su rol de director y si bien conduce sin problemas las secuencias más movidas, se extrañan los momentos de unión entre los adolescentes. Ese vínculo y cómo se retrataba en pantalla era uno de los puntos fuertes en la entrega anterior. En esta ocasión T.S. Nowlin afronta por su cuenta el trabajo de guión y tal vez la falta de otras voces no lo haya favorecido.

El final llega de forma tan abrupta como el año pasado y dejando la historia igual de abierta. Pero esta vez el golpe de efecto no es tan concreto. Más allá de un punto de giro que sorprende -no tanto para aquellos que hayan leído la novela- el impacto no es tan fuerte. Quedamos a la espera de un tercer capítulo que retome las mejores ideas de la primera y el ritmo trepidante de esta segunda.

calificacion_3

Por Alejandro Turdó

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