La primera vez que vi a Monzón fue en una fotografía en blanco y negro, junto a Susana Giménez. Era una foto en alguna revista vieja que andaría por la casa. Seguramente lo había tenido enfrente antes, pero esa fue la primera vez que realmente lo vi. Él estaba en la cama, en slip, con el torso desnudo y ella, rubia, aleonada, llevaba su cinturón de campeón del mundo puesto sobre un pantalón brillante que me pareció el paraíso. Eran dos fieras: una pantera y una leona. Yo era muy chica. Una niñita. Pero la reacción a la foto fue instantánea e inolvidable. Algo físico, que en aquel momento me resultó inexplicable y vergonzoso.
Un rubor, una sospecha.
No me extraña que la revista estuviera en la casa, a mi viejo siempre le apasionó el boxeo y a mí me contagió ese interés. Nací en Huinca Renancó, cuna de Falucho Laciar, nuestro doble campeón mundial Mosca y Supermosca, al que conozco en persona y cuyas peleas recuerdo vívidamente. Si, disfruto el box, y desde que filmé mi última película entreno pegándole a la bolsa y hago guantes con mi entrenadora. Y a menudo me sorprendo del placer que se desprende de pegar una buena piña. De desregular la ira y dejarla salir sin filtro, ni civilización.
Entiendo la envergadura de Monzon como campeón de los Medianos. Una especie de milagro: huesos huecos por el raquitismo, subalimentación, desarrollo intelectual infantoadolescente, manos débiles, rompibles, resquebrajadas. El infierno de la pobreza abyecta en su origen, una infancia sin ley, llena de abusos y atrocidades. Todo eso y pegaba como un camión de frente. El más grande boxeador de peso medio, tal vez de la historia, contra toda lógica. Un cuerpo cuyo único combustible parecía ser la furia. Porque no había otra cosa después de esa infancia en Santa Fe. Pero, ¿qué es alguien cuyo único motor es la furia?
Un asesino.
Monzón, la serie es excelente, una vez que se supera la bochornosa secuencia de títulos, copia casi fiel de la apertura de la primera temporada de True Detective. Me refiero a que hasta los acordes de la canción son un robo a mano armada. Pero supongo que la historia de un crimen debe comenzar con otro. Ahora bien, después de eso, todo es casi perfecto.
Hay dos Monzones en la narrativa: el de ida, al que es lícito admirar. Pobre, joven, hambreado, sexy, incansable, disciplinado, luchador. El campeón en el horizonte con su sangre y su misterio. Y el de la vuelta, listo para ser odiado. Soberbio, corrupto, roto, podrido, abandonado por toda inocencia. No es hasta la mitad, en el capítulo seis de la serie y después de ganarle a Benvenuti, que la trama los muda, mostrando a un Monzón en la cárcel un poco más blando y al joven campeón en toda su bestialidad.
El patriarcado que nos atraviesa y nos construye, ha tendido un puente de permiso entre la violencia y el sexo desde siempre. Así convirtió a la violación, uno de los traumas más espantosos y dolorosos a los que sobreponerse, en fantasía erótica. Y ungió al hombre capaz de atacar de manera más viciosa y contundente a los otros, doblegarlos físicamente e infligirles terror, como el alfa de la especie. Transformando así al varón violento, también en el espécimen más deseable para el apareamiento y la reproducción.
Monzón era bestial en el ring y en la vida. Y fue ese salvajismo el que lo convirtió en un hombre deseable para las mujeres, en vez de espantarlas. En vez de hacerlas huir despavoridas. Eso que yo sentí al ver aquella fotografía, Dios me libre de jamás volver a sentirlo. Y digo “Dios me libre…” con toda la literalidad de la que soy capaz.
Mauricio Paniagua encuentra ese oscuro “sex appeal” a falta de una palabra más precisa, ese puente, esa complejidad inquietante, peligrosa, mortal, y compone a Monzón desde ahí de manera excepcional. Es enorme, monumental, lo mejor de la serie. En tanto que Jorge Román solo puede reproducir la violencia, la brusquedad, la parte más espesa, sórdida y un tanto desmatizada. Si bien es una noble composición, se queda un poco en la superficie de las cosas. Como apasionada de la composición tanto adelante como atrás de las cámaras que soy, sé que es muy difícil reproducir ese intangible, ese factor. Es algo tan original, tan ligado a lo misterioso en los seres humanos, que hace casi imposible su representación ficcional.
Fabian Arenillas la rompe como Amílcar Brusa, y tiene los mejores monólogos de la serie. Diego Cremonesi nos tiene ya acostumbrados a su exquisitez y, si bien su fiscal del caso es un personaje de perfil más bajo al lado de tantas estrellas de época, vuelve a lograr esa sofisticación, esa carnalidad, esa veracidad robusta que traen los actores nobles de pura cepa. Aún cuando en los episodios de inicio tuvo choclos de texto casi indecibles, lo mismo que Soledad Silveyra, sale airoso con laureles y relajado. Sin dudas, el platense, ya está entre lo más alto de su generación.
Florencia Raggi y Gustavo Garzón, a la mitad del show se vislumbran como una dupla imparable, de gran química. Buenas y bellas composiciones de ambos, salpicadas de humor, veracidad y comprensión epocal. Una columna aparte merece Paloma Ker y su “Pelusa”, que es un tour de force en lo que a fragilidad, voluntad, sabiduría, belleza, inocencia, fuerza y compasión se refiere. Una virtuosa creación que se destaca, a dúo con Paniagua.
El relato tiene por momentos una especie de pátina faviana que lo favorece. Una dignísima puesta y muy buena dirección. Buena fotografía y buen montaje que juega con material de archivo de manera efectiva. La serie sale al aire como una especie de moraleja que, si bien en el cuerpo del relato no se hace presente para buena fortuna y calidad del show, sí aparece en su modo de exhibición. Asumiendo así además, la responsabilidad de lo que se cuenta y el servicio que esto puede prestar. La línea 144 que ofrece asistencia a las víctimas de violencia de género, aparece como enorme cartel inicial de la serie. Y Florencia Etchevez conduce un ciclo paralelo, en el que se analizan y desmenuzan los hechos, de manera consciente. Aún cuando no se puede dejar de percibir todo esto como una especie de “atajada” por parte de la producción de la serie ( lo que me alarma en términos de conductas rayanas a la censura previa), se agradece la toma de responsabilidad y la seriedad del análisis.
El show se para en dos patas fundamentales: el instinto y la cultura. Y la inconducencia peligrosa que significa negar al primero y su incapacidad de transformación, equiparada a la esperanza y la fortaleza que deviene del movimiento constante, el avance transformador y evolutivo de la segunda, aún cuando el entretejido patriarcal la fustiga permanentemente.
Por supuesto, esa evolución siempre tiene un cordero sacrificial.
Y en este caso es Alicia: su cuerpo desnudo, hilando la violencia y el sexo, las fotos en la prensa alimentando la excitación y el morbo general. Su podredumbre como espejo de la podredumbre de todos. Su despedazamiento como autopsia del cuerpo social. La mujer del campeón, muerta a manos del campeón, pagando, la asquerosa paradoja de recibir justicia, en aquel contexto histórico, casi exclusivamente por eso.
Podemos entenderlo, analizarlo, metaforizarlo, sublimarlo: pero la tierra se la tragó a ella. Víctima absoluta.
Como seres humanos a menudo corremos a esquinas, a rincones que nos dejen a salvo. Rincones que eluden el análisis de la naturaleza humana y su potencia funesta. Nos gusta ensalzarla en la grandeza y negarla en la bajeza. Por eso no soy simpatizante de las moralejas, porque nos libran del análisis, de la reflexión y de la responsabilidad que tenemos como sociedad tanto en la creación de nuestros monstruos, como en la de nuestros ídolos. Que, a menudo, son la misma cosa.
La moraleja también carga la responsabilidad sobre la víctima, sin reconocerla en su calidad y singularidad humana, y sin miramientos. Caperucita tomó el camino más largo y se detuvo a cortar flores. Alicia se enamoró, se calentó, se embelesó de un femicida. Entonces nosotros, si hacemos caso a mamá, si permanecemos en el rincón correcto, estaremos a salvo. No tendremos entonces que preguntarnos qué dispositivos traemos con nosotros y cuánto hicimos por ese enamoramiento, cuánto lo construimos, cuánto lo legitimamos. Tampoco cuánto negamos el instinto que sigue subyugándonos como si fuéramos una manada, en vez de una sociedad.
Hasta acá, Monzón, la serie parece hacerse las preguntas correctas. Con todo el corazón espero que no llegue a las respuestas fáciles. Es más, con todo el corazón espero que no llegue a respuesta alguna. Porque las respuestas tranquilizan y lo que necesitamos es estar intranquilos, angustiados y preñados de interrogantes que nos obliguen a desenmascararnos, a transformarnos y a transformarlo todo.
Agradezco mucho a mi hermana Valentina y a mi esposo, Roberto, ambos profundamente amados, por sus invaluables aportes a esta columna.
© Laura Dariomerlo, 2019 | @lauradariomerlo
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