A Sala Llena

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Muchachos en tanga

Muchachos en tanga

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Hoy me gustaría hablarles de una peli que vi hace poquito y que acá va a estrenarse pronto. Es que, en realidad necesito compartir esta experiencia, porque todavía no sé muy bien qué rayos me pasó con la película. Es decir, no estoy del todo segura de lo que me haya causado. De hecho, desde que decidí escribir la columna de esta semana sobre ella, estoy intentando, infructuosamente, darle algo de forma a mis ideas, nociones y emociones sobre la cinta. Digamos entonces, que esta columna es un intento más de ese calibre.

Ayer vino a casa a trabajar, mi querido amigo y compañero de A Sala Llena Rodolfo Weisskirch y, rápidamente, nos pusimos a charlar acerca del film en cuestión. Se trata de Magic Mike de Steven Soderbergh. Me interesaba devanarle los sesos a Rodo en vivo y en directo, y ver qué le había pasado cuando la vio, para después volver sobre la crítica que él mismo escribió en la página y ver si colaboraba en ordenar mis pensamientos. Debo decir que me ayudó bastante, aun cuando no concuerdo del todo con la visión que tiene Rodo respecto del cine de Soderbergh, ya que yo me hallo entre las admiradoras (no acaloradas) pero si fuertemente simpatizantes. Rodo me contaba (y después lo confirmé leyendo su crítica) que a él la película le había resultado pretenciosa, superficial y plagada de clisés. Me dijo que la narrativa no logró conmoverlo y le pareció forzada. Si bien me sentí tentada casi a opinar lo mismo, una parte de mí se reveló y terminé por disentir vaya a saber por qué. Entiendo perfectamente los puntos que especifica Rodolfo pero, por alguna razón que podría relacionarse más con la fe que con otra cosa, no pude coincidir redondamente. Algo en mí no me dejaba.

Para continuar con mi labor, eché mano del teléfono y llamé a mi amiga Luján, allegada archiconocida de esta columna. La interrumpí mientras hablaba con su marido de una remodelación en la casa y la obligué a que me contara con pelos y señales qué le había parecido la película. Creí que ella aportaría una visión diferente. Qué puedo decir, me equivoqué de cabo a rabo. Coincidía redondamente con Rodo y resumió todo en una palabra punzante: “La película es PEDORRA” me dijo. Y después ahondó en cómo no le había resultado para nada interesante y en cómo sintió que se había quedado corta en más de un sentido. Me comentó que si no fuera por Channing Tatum, todo el asunto se caería a pedazos y me dijo que solo le interesaron las partes en las que él aparecía. Sobre todo sus secuencias de baile. Y mientras hablaba con ella, se me prendió la lamparita y supe qué es lo que me resultaba estrepitosamente fallido, y también por qué yo no me decidía a detestarla. Algo la salvaba.

Pero repasemos un poco la trama del film: un muchacho de unos veintipico o treinta, stripper de profesión, está juntando dinero para iniciar un negocio de diseño de muebles. Como es un bailarín excelente y además está más bueno que comer pollo con la mano, le va la mar de bien en lo que hace y cosecha sendos billetes en su tanguita cada noche. Vive muy cómodamente, garcha a diestra y siniestra, pero los bancos no le dan crédito para arrancar con su emprendimiento. Esto último, más que nada debido a su oficio, cosa que lo que lo frustra profundamente y lo estrella a cada rato con la realidad de las cosas. Por vueltas de la vida, conoce a un pibe de diecinueve años que anda medio en banda y  lo inicia en el negocio del strip. En el ínterin, se enamora de la hermana del muchacho, quien le da poca bola porque también entra en conflicto con todo ese tema de sacarse la pilcha. El pupilo la pasa bomba. Aunque, más tarde, se le empieza a ir un poco la mano con la diversión cuando arranca a traficar pastillas y a portarse medio como el culo, lo que termina obligando al maestro a salvarle las papas a costa de su propio bienestar. No pasa nada trágico, la película no va por ahí, pero si pasa algo injusto y, tal vez sea esto, lo único realmente “carnal” de toda la historia. Y eso ya es mucho decir, sobre todo en un film donde nos la pasamos viendo carne en pantalla. Por suerte, los cortes que se ven son de prima.

Ahora bien, teniendo en cuenta lo que Rodolfo me dijo y volviendo sobre lo que declaró Luján, la conclusión a la que arribé fue la siguiente: el error más groso que comete Soderbergh en este asunto, en mi modestísima opinión, es duplicar el punto de vista de la historia. Es que, verán, el director cuenta su cuentito dividido entre Mike (Tatum, mentor) y Adam (Alex Pettyfer, pupilo). Por supuesto, la dinámica entre ellos es de amigos y es el villano de la película (Mathew McConaghey) en una digna interpretación, quien parece en principio ser el guía o gurú. Pero la realidad es que, en definitiva, el verdadero mentor casi paternal en la narrativa, es Tatum, tanto por superioridad moral, como por cariño verdadero.

Lo que molesta es que, para contar la anécdota, el director elige verla a través de dos pares de ojos, los de Mike y los de Adam y, lamentablemente, a nadie termina jamás de interesarle el pobrecito Adam. No baila bien, no es carismático, no termina de ser gracioso y no es ni cerca todo lo exótico, sensual y explosivo que es Mike. Eso solo por un lado porque, además, jamás entra en verdadero contacto con lo que está haciendo, extrayendo cualquier tipo de componente humano y consistente a toda la ecuación. Soderbergh justifica esto dentro del guión, diciendo que solo tiene 19 años, por boca de Mike. Pero termina a las claras, fracasando. Adam queda en las medias tintas bobas y acaba siendo la pata más endeble y superficial de todo el asunto. Y eso es grave,  por el hecho de que es él quien aporta la cuota “verdadera” de la historia, encarnando la porción biográfica traída al guión por Tatum y sus anécdotas como stripper.

Lo cierto es que, lo único que querés ver durante toda la película es a Mike, ya sea bailando, cogiendo o mirando afuera de cuadro. Lo demás resulta tedioso, forzado y sobrante. Si el director hubiera confiado más en su estrella y hubiera dejado que se cargara al hombro toda la película, la cosa hubiera tenido otro peso y color. Tatum le otorga a su “Magic Mike” una interpretación sensible, dulce y bien encarnada. Lo vuelve vulnerable e interesante y, como espectadora, solo pude empatar con él y con nadie más, en toda la extensión de la aventura. Pero me quedé con ganas de ver más, de entrar más, de saber más, de que sucediera algo que fuera del todo significativo y verdadero. Me dejaron con las ganas. Pero lo que hizo que me quedara atornillada a la butaca, fue el virtuosismo de Tatum que es un demonio del infierno. Baila como un animal y se recorta de la pantalla con un vigor sexual que te vuela la boina. Cada vez que sale a escena, te para todos los pelos de la nuca y de otras partes más secretas del cuerpo. Te deja regulando. Rescata la cinta y la vuelve entretenida, llevadera y sanguínea, a la par de cierto lenguaje recuperado del director, que se acerca un poco a Sexo, Mentiras y Video y que deja a los admiradores con cierta tibieza en el corazón, aun cuando la historia en sí, no termina de calentarse nunca.

En fin, les recomiendo que la vean y saquen sus propias conclusiones. Por mi parte, cuando se estrene en los cines argentinos, me mandaré de cabeza a verla. Porque, más allá de lo que se diga, siempre es bueno para el espíritu, ver muchachos en tanga. Sobre todo ahora que es veranito y una puede andar sin corpiño.

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