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CRÍTICAS

O W (Oscar Wilde)

 

O W (Oscar Wilde)

Dramaturgia y dirección: Julio Ordano. Escenografía y Vestuario: Alberto Bellatti. Música original: Sergio Vainikoff. Elenco: Enrique Dacal, Edgardo Moreira, Enrique Papatino, Roberto Ponce, Nilda Raggi, Hernán Vázquez. Prensa: Simkin & Franco.

Juez y Parte

“All the world´s a stage and all de men and women merely players”

Shakespeare

As you like it (Acto II Escena VII) 

Si el mundo es un escenario y hombres y mujeres meros actores, ¿por cuál crimen juzgar a los hombres y con qué sentidos contemplar a los actores? Acuden teatros y tribunales a intentar dirimir esta cuestión. La puerta dice “Teatro”. Creemos, así, estar a salvo. Ingresamos, livianos, a encontrarnos con una visión de la vida de un gran escritor, un excelso escritor, artista con todas las letras, con más letras que las que porta el concepto mismo. Entramos a rasgarnos las vestiduras por la injusticia de un tiempo que no fue capaz de observar su genialidad y elevarlo a las esferas del éxito, una época que no supo más que hundirlo en las tinieblas de la oscuridad y del oprobio. ¡Qué sencillez la de juzgar una época desde la lejanía! Acusar desde la obra de quien solo nosotros creemos poder comprender. Nosotros que quizás ni hayamos rozado sus piezas, nosotros que, habiéndolas rozado, no hemos podido conmovernos por sus letras. Nosotros que bien podríamos habernos ganado su acusación de plebe ignorante. Nosotros que igualmente lo elevamos por obra y gracia de la consagración histórica. Nosotros, libres de toda culpa, libres de todo mal, amplios y  condescendientes desde la impunidad de la distancia. Nosotros, grandes defensores de la libertad, que negamos vivir en un mundo en el que ni siquiera el placer mutuo de dos seres de idénticos cromosomas se acepta libremente. Nosotros, entonces, seres bienpensantes miembros de una burguesía que jamás ha variado su esencia, nos disponemos a representar nuestro papel e ingresamos al teatro.

Oscar Wilde y su excentricidad, maravillosa, propia del artista que nos permitimos aplaudir aunque secretamente sabemos que jamás le presentaríamos a nuestro primogénito, por más conversación inteligente que pudiera compartirle el ilustre caballero. Oscar Wilde, el artista de las respuestas brillantes, sobradoras y picarescas. Nosotros, festejando cada acto de justicia del artista frente a quien, de toga, pretende ejercerla, aplaudiendo a carcajadas cada respuesta pedante que reduce a su adversario a poco menos que ese vulgo al que nuestro artista dice despreciar. Él, el juez, inmaculado en su papel de garante de la justicia. Él, el fiscal, sumergido en un papel que ejerce con pasión arrolladora, el único consciente de su rol histórico, de su labor como vocero de una sociedad que repugna las prácticas del acusado, las repugna de tal manera que no puede ni nombrarlas. “Sodomía”, se susurra. “Usted alardea de sodomita”, enuncian elípticamente los acusadores. Y por propio pudor e incapacidad, buscan demostrar la veracidad de tal alarde en las piezas del literato. Mencionan sus actos, claro, pero solapados detrás de las obras públicas de Wilde, quien elije defenderse desde su misma condición. Burlándose de un tribunal que –sabe, cree- está lejos de poder comprenderlo, explica que un artista “carece de simpatía ética”, sus obras no pueden servirle de pruebas a un tribunal por poseer ambas instancias –la de creación y la de juicio- reglas, postulados y, sobre todo, objetos dispares. “Cuanto más distante está el tema tratado, más libertad tiene el artista para llevarlo a cabo”. No interfieren virtud ni maldad, ni puede pedírsele al artista una postura frente a ellas. “Confundir al artista –entonces- con el tema que trata” es un equívoco propio de ignorantes.

Le toca a nuestro Wilde representar un papel del que no gusta. No considera a tal tribunal digno de juzgar sus actos. Quizás sea -se considere, lo consideremos- demasiado elevado para someterse a un acto tan pedestre que, finalmente, se arroja –le arroja, le arrojamos- el derecho de decidir la suerte de su cuerpo. Y de su mente. Cuerpo y mente como partes indisociables de un mismo todo constituyente del ser. Quizás no considere digno a ningún humano para tal fin y quizás no debiéramos considerarlo ninguno, pero acá estamos. Cada uno representando un papel.

“¡Los actores son tan afortunados! Pueden elegir entre aparecer en tragedias o en comedias, sufrir o divertirse, reír o llorar. Pero en la vida real es diferente. La mayoría de los hombres y las mujeres están forzados a actuar en papeles para los cuales no tienen ninguna aptitud. Nuestros Guilderteins representan a Hamlet y nuestros Hamlets deben bromear como el príncipe Hal. El mundo es un escenario pero a la obra le asignaron mal el reparto.” Qué mejor cita que la del mismo protagonista para narrar su propia existencia. Y, porqué no, la de todos nosotros.

Estamos sumergidos en el tribunal que juzga a Oscar Wilde en su calidad de hombre, y que incluye como pruebas de sus supuestos delitos, a su propia obra. Obra por la que ha pasado a la posteridad. Estamos ante un Wilde que se ríe, mientras puede, de tamaña fantochada, representando papel semejante al de su propia vida; la soberbia, excéntrica, desfachatada por la que también lo recordamos.

Un trueno raja la tierra, en lo que sentimos, una más de las atinadísimas herramientas con las que el director de la puesta nos zambulle en la trama, luego otro y tras él una llovizna constante que nos hace dudar del artificio, que nos cuestiona la serenidad de la butaca, amenazándonos con el riesgo, con el golpe húmedo y certero que nos aguarda a la salida del contenedor espacio teatral. Pero no. Quizás la lluvia tronante provenga de las profundidades de Pere Lachaise y aún así, la templanza de un elenco que derrocha oficio vuelve a fundirnos en la ficción.

Ficción en la que un Wilde pagado de sí mismo, afectado, más por sus excesos que por sus placeres, se nos presenta triunfador y vencido, superficial y profundo de la mano de Enrique Papatino; un juez adusto y solemne que raja el silencio y desafía el sonido de las gotas desde el vozarrón de Edgardo Moreira; el bufonesco fiscal representado sin fisuras por un impecable Enrique Dacal; Nilda Raggi que nos roba sonrisas y ternuras, Roberto Ponce que nos emociona en su admiración e inmutable defensa del acusado y un Hernán Vázquez que despliega versatilidad e histrionismo en la multiplicidad de roles que aborda. Todos contenidos en un texto magnífico.

De Ordano, claro. Ordano responsable de esta puesta que jamás pierde el ritmo, que busca y rebusca, que se concentra y se expande en una multiplicidad infinita. Ordano que juega con nosotros, ubicándonos ya como espectadores ya como jurados. A nuestro pesar jurados, jurados de una historia que no jugamos ni juzgamos, historia en la que no tenemos injerencia. ¿O si?

Papel, el de jurado, que dicta sentencia pese a nuestro propio juicio. Nos deja – autor y director impiadoso- una sensación de partícipes necesarios que nos incomoda. Esa alternancia, esa inversión de roles, necesariamente incomoda.

Quizás el porqué sea parte de la misma dicotomía que se vivencia a cada segundo en la sala, en la representación y en el mismo Wilde (el histórico y el representado).

Quizás Borges ilumine el trasfondo de tal incomodidad: “¿Porqué nos inquieta que don Quijote sea lector del Quijote y Hamlet espectador de Hamlet? Creo haber dado con la causa: tales inversiones sugieren que si los caracteres de una ficción pueden ser lectores o espectadores, nosotros, sus lectores o espectadores, podemos ser ficticios”

Y si el Wilde de la escena es ficción que se torna realidad al ser representada, y si el yo espectador se torna jurado y como jurado y espectador es plausible de ficción. ¿Con qué certeza vivimos?

Habrá que tener coraje para aceptar que si las certezas de un siglo son horrores para el siguiente, si las verdades del hoy serán las calamidades del mañana, jamás podremos estar seguros más que de nuestro propio devenir. 

Teatro: Actors Studio – Díaz Vélez 3842

Funciones: Sábados y Domingos 19hs

Entradas: $40 y $20.

 

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