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CRÍTICAS - CINE

Oppenheimer

ASTUCIA Y BANALIDAD

Hay películas malas y películas malas. La peor clase de películas malas son las que se pretenden buenas y Oppenheimer es una de ellas. Director megalómano que pasa por sucesor de Kubrick (bueno, Kubrick también lo era), Christopher Nolan anda diciendo que se inspira en Borges (lo que no merece otro comentario más que sobre la tontería de quienes lo repiten) y que las escenas en blanco y negro de su película son “objetivas”, mientras que las de color son “subjetivas”, cuando el cine no tiene manera de distinguir entre ambas. Aunque es cierto que hay algunas escenas en Oppenheimer que se diferencian de las demás y tienen que ver con visiones, sueños o alucinaciones del protagonista: en ellas, vemos la cara de Cillian Murphy (uno de esos actores demasiado ostensibles que pasan por geniales, como Daniel Day Lewis) alternar con planos de fuego (se supone que estamos viendo el interior del átomo en estado de fisión) o con planos de las víctimas de la bomba atómica o los menos macabros de Murphy con la atractiva Florence Pugh desnuda haciéndole el amor frente a la comisión que debe decidir si al físico le renuevan la autorización para acceder a los secretos de estado ligados a la energía atómica. 

Oppenheimer se sitúa en el corazón cronológico y político del siglo XX: abarca desde la nueva física al macartismo pasando por la Segunda Guerra y el desarrollo de la bomba atómica. Su protagonista funciona como una especie de Forrest Gump, aunque habla varios idiomas y su IQ es altísimo. Si algo se puede decir con seguridad de Oppenheimer (y la película hace todo lo posible por no tener un punto de vista propio sobre el personaje) es que siempre estuvo ahí: estudiando en Harvard y Cambridge, conociendo a Max Born, Niels Bohr, Albert Einstein y Wener Heisenberg, enseñando física cuántica en Caltech y Berkeley mientras estudiaba los textos védicos, en la cercanía del partido comunista en los 30 y en la nómina militar en los 40, en las discusiones sobre la carrera armamentista y su alcance, en la cama de unas cuantas mujeres propias o ajenas y, ante todo, a la cabeza del proyecto Manhattan y del laboratorio de Los Álamos, la planicie del desierto de Nuevo México en el que se fabricaron las primeras bombas atómicas, las únicas que se usaron hasta hoy: un trabajo colosal, un desafío para las grandes mentes científicas de la época y para la capacidad logística del ejército norteamericano. 

El hecho de que la bomba atómica no se haya vuelto a emplear es el más feliz de los acontecimientos negativos de la historia reciente. Los americanos llegaron antes que los alemanes pero con el tiempo fueron alcanzados por los rusos y ese extraño desarrollo de los hechos sigue siendo el eje de los debates sobre estrategia militar global: no es lo mismo bombardear a los casi rendidos japoneses que a los pujantes soviéticos de posguerra, cada vez más capaces de una respuesta masiva. La singularidad de la doble explosión de Hirosima y Nagasaki (la discusión sobre los motivos para tirar dos bombas y no una sola es un momento interesante de la película) es una de las razones por las que las dudas de Oppenheimer entre belicismo y pacifismo, entre escalada nuclear y acuerdos restrictivos siguen siendo debates actuales, así como su oscilación entre la simpatía por los comunistas y la delación a sus colaboradores. Oppenheimer, la película, se ocupa de estas cuestiones, pero las utiliza como telón de fondo de un espectáculo que presupone un público al que no le interesan demasiado esas cuestiones más o menos abstractas, ni siquiera la morbosa belleza de la paradoja por la cual la oposición de Oppenheimer a la construcción de bombas cada vez más poderosas, haya sido desoída por la administración de Truman y sus sucesores pero su lógica de los beneficios del equilibrio terminara imponiéndose a la larga. Ese público supuesto, que en el fondo no existe más que como dialecto de la industria de Hollywood y como elemento de marketing (es curiosa, acaso nueva, la presión para ver Oppenheimer junto con Barbie), exige elementos más ostensiblemente dramáticos, ya sea el impresionismo de las imágenes o un relato convencional, que se pueda seguir como la intrigas por una herencia en una miniserie.

Y Nolan hace todo lo necesario para que el espectáculo no defraude a ese público inventado en un laboratorio. Por un lado, incluye todas las imágenes impresionistas, decorativas y ampulosas que hagan falta, ya sean sinfonías en rojo, cadáveres o desnudos. Por el otro, recurre a uno de los trucos de guión más empleados en la historia del cine americano: la de resolver el conflicto dramático en un juicio. Aunque no contento con un juicio, Nolan usa dos. En realidad (y eso se repite en los diálogos) no son exactamente juicios, ya que no se trata de probar nada, sino de testimonios frente a distintos cuerpos de la administración. Es sabido que el la carrera de Oppenheimer como funcionario quedó trunca y su vida sufrió un gran golpe porque nunca le renovaron la famosa autorización de seguridad debido a las acusaciones que pendían sobre él a partir de sus viejas relaciones con los comunistas. Así es como un fiscal se encarga de humillarlo frente a un comité de la Comisión de Energía Atómica. Pero terminar la película con esa derrota hubiera entristecido al público y la película se inventa así una suerte de segundo final, un final feliz. No porque a Oppenheimer lo rehabiliten sino porque consigue una venganza indirecta contra su gran enemigo, el contraalmirante Lewis Strauss, un halcón que hizo delatar a Oppenheimer ante el FBI de Hoover movido al parecer por la derrota en una discusión administrativa y preparó el interrogatorio que lo descalificó. La película se toma mucho tiempo con Strauss, hasta convertir a este personaje muy secundario en uno esencial. Si Oppenheimer se mantiene hasta el final como un enigma, Strauss (interpretado por Robert Downey Jr.) se va haciendo transparente como villano (como ocurre en el cine más convencional) y termina revelando su naturaleza de psicópata hasta llegar a una escena que recuerda a Jack Nicholson en A Few Good Men, haciendo del coronel que justifica la tortura de sus propios soldados. Oppenheimer dura más de tres horas porque estira el papel de Strauss y, así como deja en la oscuridad varios episodios de la vida de Oppenheimer e incluso pasa al costado de temas laterales mucho más interesantes (como la mayoritaria simpatía por los comunistas entre los científicos de Berkeley o la existencia efectiva de espías soviéticos en Los Alamos), se concentra en la rivalidad entre Oppenheimer y Strauss, quien años más tarde de liquidar el futuro de Oppenheimer pierde ante el Senado la nominación para ser Secretario de Comercio de Eisenhower gracias al rencor de los científicos que lo acusan de ser un manipulador. Esta zona de la película es fallida y Nolan acentúa la tendencia de combinar lo excesivo con lo irrelevante.

Mucho más lograda está la historia de la construcción de la bomba y el suspenso  de su testeo en Los Álamos, que incluye una escena nocturna bajo la lluvia entre Oppenheimer y el general Groves y recuerda el clásico momento de Tiburón antes de la cacería. En esa parte, la elaboración de la película se asemeja a lo que cuenta: es un intenso esfuerzo colectivo a cargo de un personal muy calificado. Pero esa épica, la típica épica cinematográfica del logro en equipo, esta rodeada de burocracia, de zonas oscuras y de objetivos espurios como el propio film, perdido en su necesidad de lograr demasiados objetivos a la vez.

Nolan, como Oppenheimer, está dispuesto a todo, incluso a que la pequeña historia de una rivalidad personal se apodere de la película y desdibuje su contexto histórico. En otro truco muy discutible (aunque algún gran cineasta lo haya utilizado), Nolan filma un falso plano. Cuando al principio de la película, en una escena que transcurre después de la guerra, Oppenheimer se cruza con Einstein al borde de un lago en Princeton, da la impresión de que este no lo saluda. Al final, sabremos que no es así, que los dos científicos retoman un diálogo anterior en el que Oppenheimer, en pleno desarrollo de la bomba, consulta a Einstein sobre la posibilidad de que la reacción en cadena provocada por la fisión del átomo no se detenga,  llegue a la atmósfera y termine con la vida en el planeta (la hipótesis resulta falsa). En este segundo encuentro, Einstein utiliza una de esas típicas frases inventadas por los guionistas y le dice: “¿se acuerda de la pregunta que me hizo, si el mundo se podía ir al demonio? Bueno, eso es lo que está pasando”. Se refiere a la fabricación de la bomba de hidrógeno y otros dispositivos cada vez más potentes, con los que ambos están en desacuerdo. Pero cuando Strauss se cruza con un ensimismado Einstein deduce que este no lo saluda porque Oppenheimer le estuvo hablando mal de él. Esta minucia arbitraria, mantenida en secreto gracias al plano falso, desencadena la venganza de Strauss sobre Oppenheimer y demanda una buena hora de Oppenheimer. 

Quienes hacen las películas hoy en día son gente inteligente y preparada. El equipo de investigación que hay detrás de Oppenheimer leyó American Prometheus el libro original de Kai Bird y Martin Sherwood (cuyo título grandilocuente prepara la película de Nolan) y consultó muchas otras fuentes. Son gente que hace los deberes y, si se permiten alguna alteración de la historia, es con fines narrativos y va en la dirección en que la que comunidad de Hollywood está dispuesta a distorsionar los hechos (por ejemplo, que el personaje de Truman se resuelva en una caricatura de político ignorante y brutal, pero de Roosevelt se hable con el mayor respeto y se incluya una forzada mención a J. F. Kennedy). 

Pero esa gente que hace películas también maneja la tecnología actualizada de los guiones, en los que no hay héroes sino superhéroes o antihéroes y por eso en Oppenheimer, a diferencia de los viejos biopics solo hay personajes turbios. No hay un personaje noble en la película, con la posible excepción del general Groves que hace Matt Damon, posiblemente porque Damon no puede con la cara de bueno: todos tienen dobleces, todos traicionan, todos tienen secretos en el placar, todos tienen cara de que sus vidas terminarán en tragedia. Es lo que dictan las convenciones sobre una película que se ocupa de la bomba atómica, algo que contamina a los protagonistas y los deja a todos con sangre en las manos, pero sin que esta salpique nunca al espectador. Para sostener esa idea cómoda, Nolan necesita que entre tantos malos haya un supermalo y que ese supermalo sea castigado como se merece. Oppenheimer es un himno a la astucia, pero también a la banalidad. 

(Reino Unido, Estados Unidos, 2023)

Guion, dirección: Christopher Nolan. Elenco: Cillian Murphy, Emily Blunt, Robert Downey Jr., Alden Ehrenreich, Tony Goldwyn,Kenneth Brannagh, Florence Pugh, Matt Damon, Gary Oldman. Producción: Christopher Nolan, Charles Roven, Emma Thomas. Duración: 180 minutos.

1 comentario en “Oppenheimer”

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