A Sala Llena

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Para Leer Comiendo Dulce de Leche…

Para Leer Comiendo Dulce de Leche…

Como había tenido medio un fin de semana de locos, el día de ayer lo pasé tratando de relajarme. Experimenté un sábado ruidoso, condimentado con gritos y berrinches de chicos , chillidos y comentarios pedorros de viejas, y un domingo de asado, torta, vino, champagne, helado, juegos y charlas intrascendentes con la parentela al aire libre, que me dejó de souvenir una angina molesta y espinosa. No era lo suficientemente grave como para mandarme a la cama, pero tampoco me daban ganas de hacer ejercicio y muchísimo menos de laburar.

Prendí la tele para ver lo que todo el mundo estaba mirando (el rescate de los mineros chilenos) y descubrí que un vecino confianzudo (vamos a llamarlo así para no decirle chorro con todas las letras) se me había colgado del cable, lo que hacía que mi hermoso plasma solo reprodujera una imagen casi invisible, recubierta de lluvia. Para rematarla, me quedé sin conexión de Internet también, ¡sacrilegiooooooo! Estaba entre cortarme las venas y salir a comprarme pilcha, lo que me puso a pensar que, por ahí, necesitaba desconectar un poco. Además, en la noche caerían mis suegros a dormir a mi casa, lo que de seguro me pondría otra vez de la cabeza y, si no quería infartarme, era mejor descomprimir.

Decidí hacer tarde de cine (¡Dios mío que vida que llevo!) y me puse a elegir por cuál film arrancaría. Rápidamente, opté por El Diablo Viste a La Moda, la exitosísima comedia de David Frankel, protagonizada por la mejor actriz del planeta (Meryl Streep aclaro por si alguien se cayó de la cucheta y se golpeó la cabeza) y la bonita cara de vaca mascando pasto, Anne Hathaway. Pensé que el hecho de ver tanta ropa, tanto zapato y tanta cartera, me sacaría redondamente del impulso suicida y  del frenesí  consumista. Por supuesto me equivoqué. El impulso suicida me lo sacó (no escribo, mi querido lector, desde el afterlife, aunque eso estaría de pelos) el consumista no. Para eso haría falta un lavado de cerebro con esponja de acero y en tabla de madera, pero, en fin…

La película transcurrió ante mis ojos sin pena ni gloria que es, a la larga, lo que sucede en general con las buenas comedias sobre temas que están en el candelero en su época, pero que van desvaneciéndose con el tiempo. Aproveché para mirarla sin subtítulos y ejercitar mi oído en inglés, esas pavadas que uno hace cuando tiene tiempo y no está cagándose de hambre o tratando de ganarse el mango. Cuando la trama se complicó, en la parte en que se van a Paris, la cosa me cansó y saqué el dvd. Me quedé congelada, mirando la videoteca, con la mente medio nublada, las caderas echadas hacia delante y los brazos cruzados.

Vagué un poco con los ojos desparejos por el mueble lleno de películas y, de pronto, la vi. Me había olvidado que la tenía. Todavía estaba envuelta en el nylon de empaque y brillaba como un diamante: Con Animo de Amar  de Wong Kar-Wai.

Tony Leung, como “el señor Chow” y Maggie Cheung, como “la señora Chan”. Un hombre y una mujer, vecinos, que descubren que sus respectivos cónyuges son amantes y se embarcan en un affaire emocional tan intenso y salvaje, como platónico.

La película es tan poética e increíblemente provocativa, que es casi imposible no sentirse pequeño frente a ella y, si para colmo, estás como yo tratando de estrenar una película, remando en dulce de leche… dulce de leche, ese era el antojo que tenía y no podía identificar exactamente. Me fui a la heladera y saqué el tarro de cartón, selladito, pesadito, precioso, con el logo de la Abadía de San Benito, que fue donde lo compramos con mi marido, tentadísimos por la pinta que tenía. Agarré una cuchara sopera, me puse las chancletas chinas (para estar a tono con la cosa) y me senté otra vez en el sillón con las las patas arriba de la mesa de café.

Con la primer cucharada, llegaron los largos silencios y las pausas tan orientales y perfectas que hacen los personajes, separándose por completo del mundo real, con la segunda, el uso maravilloso de la composición de plano y del espacio off. Por momentos solo vemos una mano o la espalda de los personajes o un teléfono, o los pies… todo eso vuelve la cosa tan perturbadora, que te parece que la silla en la que estás sentado recibe, cada tanto, pequeñas descargas de electricidad. La dulzura de la tercera cucharada colmada de dulce chorreante, trajo la música a mis oídos, Nat King Cole y sus boleros en español y el tema de la película, angustiante, extremo, casi fatal, compuesto por Michael Galasso.  Las actuaciones, por momentos escuetas y por otros un tanto teatrales, casi grotescas, el uso del color saturado, vibrante, que cada tanto se sale fuera de la pantalla, los peinados, el maquillaje, la historia…

Con el último fotograma de la película, me engullí la última cucharada de dulce de leche, porque sentí que estaba a punto de empalagarme. Guardé el tarro de cartón en la heladera y me hice un té amargo, contemplando los créditos blancos sobre rojo furioso del final. Entonces, las ideas empezaron a desatárseme en la cabeza y a adornarme la tarde de manera bastante particular.

Empecé a pensar en la cantidad de películas que versan sobre amores clandestinos, affaires, escapadas, pirateadas, romances devoradores, locos, apasionados, salvajes, pedestres que se yerguen sobre las personas cambiándolas de manera radical y terrible.

Enumeré rápidamente una lista con las que primero me vinieron a la mente: Los Puentes de Madison, El Paciente Ingles, La Edad de la Inocencia”, Atracción Fatal, Closer, InfidelidadTodas desfilaban por mi mente con su diversidad de géneros y sus tramas intrincadas, con dos cositas en común: el amor clandestino y las consecuencias que éste acarrea.

En casi todas estas películas, por una amplia paleta de motivos, los amantes se separan y vuelven con sus cónyuges. Por supuesto, también están los que mueren o matan y, en la minoría total están los que se quedan con sus amantes. Me pregunté porqué, porqué tanto en la vida real como en el cine, el final tiende a ser siempre, mas o menos el mismo.

A ver, pensemos un poco en las películas anteriormente mencionadas, por ejemplo, Los Puentes de Madison. En este caso, la pareja no huye junta, porque la protagonista decide quedarse con su familia y criar a sus hijos. La realidad es que si bien las pautas morales y las convenciones sociales de la época influyen en el desenlace, la razón real termina siendo el hecho de que ella cree que lo que tiene con su amante acabará si permanecen juntos y lo que tiene con su marido desaparecerá si se separan. Por lo tanto, elige quedarse y escribir en sus diarios acerca de una pasión tan intensa que le dio las fuerzas para quedarse en una granja de mierda por el resto de sus días.

En La Edad de la Inocencia en cambio, los preceptos sociales separan a los protagonistas sin esperanza alguna de reconciliación. El protagonista es abandonado por su amante (prima de su esposa) al enterarse de que ésta pronto lo hará padre.

En El Paciente Ingles la chica se decide por el marido simplemente porque ya no puede sostener mas el hecho de tener un amante. Ya no puede “hacer esto” como ella misma dice, antes de enterarse de que su marido ya sabe del engaño y ha decidido estrellar su avión con ella arriba para matarse los dos. La pregunta que cabe hacerse es: ¿Por qué si la pasión es tan fulminante, no llega casi nunca a ser suficiente?

Si me preguntan a mi, disfruto muchísimo este tipo de películas, que me hacen terminar llorando a lágrima viva y gritando a cada rato “¡Qué romántico, qué romántico!” y entiendo porqué nos emocionan tanto.  El amor clandestino es tan voluptuoso, tan tentador, tan lujurioso, tan dulce y aterciopelado, que es menester de tontos, santurrones y  castrados resistírsele. Ahora bien, el hecho de que aunque nos parezca que nos está comiendo la cabeza, que nos está elevando a una experiencia religiosa, que nos está rescatando, redimiendo y sustrayendo de la rutina y el sistema pedorro de convenciones sociales rara vez optemos por quedarnos con él, tiene una simple y sencilla explicación.

Verán, en la película de Wong-Kar-Wai, todo el despilfarro de voluptuosidad que hace el director, tiene que ver con que, a la larga, los protagonistas no consumarán su amor y, por lo tanto, tiene que darle al espectador algo con que calmar la excitación de los sentidos. Es como cuando alguien sabe que no va a tener sexo en la primera cita porque la chica ya  le advirtió que tiene que irse rápido después del postre y, entonces, se pide un enorme volcán de chocolate que se le derrite en la boca de manera húmeda y caliente. El chocolate y la salsa reemplazan los verdaderos jugos deseados, calmando la ansiedad del cuerpo y de la mente.

Lo maravilloso de tener un amante es que, rara vez cumple lo que promete, pero se la pasa prometiendo, por lo tanto, la excitación que genera la espera de la concreción de esa promesa, reemplaza al hecho mismo de cumplirla. Una especie de dulzura permanente que te nubla el juicio y te narcotiza los sentidos. Algo muy parecido al dulce de leche. Eso si, siempre hay que dejarlo antes de la cucharada empalagosa, porque si no se pone muy peligroso o repugnante.

Con Animo de Amar tiene tantos colores, tanto maquillaje, tanta soledad, tanto hacinamiento, tanta pasión, tanto sufrimiento, tanta frustración, tanta música, tanta cámara lenta, tanto cigarrillo fumado en soledad que, tal vez, un fotograma mas hubiera sido una catástrofe, pero no, la última cucharada es perfecta y te deja tan increíblemente satisfecho que no podes mas que frotarte la panza. El romance termina, la vida continúa, los años pasan y el recuerdo perdura regresando a la boca ese sabor tan dulce como efímero y triste. La película debe verse y re-verse persiguiendo exactamente esa sensación. La sensación que deja un amor perdido, un amor que no se ha elegido o dejado elegir. La poesía permanente de un cine que apela directo tanto al corazón como a los genitales y a la lengua, tanto a la verdad, como a la reinvención mágica y perfecta del recuerdo.

Algo así como cuando te diste una panzada de dulce de leche y lo guardaste y te vas a dormir sabiendo que el tarro maravilloso está en la heladera esperándote, pero que, si lo abrís, ya no tendrá el mismo sabor.

Por mi parte, mis suegros se fueron esta mañana y me dejaron tranquilita y circunspecta, el hijo que me regalaron se fue a trabajar temprano y yo estoy solita. Solita, solita…

¿Habrá quedado dulce?..

Esta columna está dedicada a la minoría que se come el tarro completo. Para voz mamaza y para él.

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