A Sala Llena

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DOSSIER

Recuerdos de una tarde fría: La esperanza y la gloria

El film al que hace referencia el título de la presente nota es uno que personalmente recuerdo con mucha satisfacción, como también el hecho de haberlo visto en las desaparecidas salas Maxi a los 11 años. Hoy lo revisito, y me acuerdo del cortador de entradas con sombrero y traje, indicándole a mi tía: “No señora, la película para chicos la damos en la Sala 2”. En la Sala 1 se exhibía La Esperanza y la Gloria. Dirigida por el británico John Boorman (el mismo de otras joyas como Deliverance), data de 1987, año de estreno de otra gema que retrataba la Segunda Guerra Mundial a través de los ojos de un niño: El Imperio del Sol.

La Esperanza y la Gloria comienza al son de In the Mood, de Glenn Miller, añorando una era dorada, como la que vive un apartado pueblo en las cercanías de Londres. En tanto, Billy juega con muñecos de Merlín y del Rey Arturo (guiño a Excalibur, obra llevada al cine seis años atrás por el mismo director). La mirada de Billy indica que algo no está bien y el pequeño aprovecha un capricho cualquiera para demostrar incomodidad con la situación. La Segunda Guerra está a punto de comenzar.

No importa que los días sean hermosos y soleados. Las sirenas de posibles ataques aéreos resuenan y hacen que todos los niños salgan de la escuela como si se tratase de un recreo. Gustosos, todos salen y corren, pero esto no es siquiera un simulacro, sino un posible y eventual bombardeo a cargo del régimen nazi. El ámbito familiar queda rezagado a juntarse y escuchar los informativos de la radio, ya que en esa época (no tan distante a la actual), era la única tecnología que permitía enterarse de lo que ocurría en el mundo, costumbre ya perdida para buenas o malas. Un artefacto electrónico de onda permitía acercarnos unos a otros sin importar las distancias, los continentes, los países e inclusive las diferencias familiares.

El padre de familia se alista en el ejército, así prueba unas últimas tiradas y atrapadas de bola de béisbol con su hijo. Comparte el momento porque sabe que este puede ser el último que posean juntos, y así aprovecha para darle un consejo: “Un buen bateador detecta el pase, como un buen mentiroso detecta una mentira” […] “No olvides lo que te dije, marcando bien el quiebre del último lanzamiento”. Una calle vacía y llega el plano de su eventual partida.

El niño, que todavía no comprende la situación, echa culpa como caprichoso, recriminando, como si de eso se tratase: ver aviones, tirar bombas, ser valiente y matar a todo el mundo. La “guerra” recién comienza, al igual que su “infancia”, distinta a la de los demás, solitaria y tan particular. Cubiertos bajo un refugio, el clan familiar cuenta las bombas que van cayendo cerca, aproximándose y pensando que la próxima será la que tocará su hogar. Al salir al porche, la calle Southampton ya no es la misma. La geografía ha cambiado: cuerpos de bomberos, luces tintineando y reflectores antiaéreos se apoderan del barrio como si un gran espectáculo estuviese aconteciendo.

Ya las sirenas tocan en las escuelas, que son evacuadas, como alguna vez soñamos de chicos que los recreos lleguen antes de tiempo, pero las calles están vacías, destruidas y repletas de municiones que quedaron en el camino. La guerra se afianza entre un grupo de niños y como una suerte de travesía (a lo Cuenta Conmigo), las mejores anécdotas sobre hacer confesar a alguien emulan a un pequeño ejército -valga la redundancia- de pequeños. Con In the Mood nuevamente entonada, se da lugar a una ruptura en el film, indicando que la guerra para un menor también puede resultar divertida. Un campo o taller destruido puede servir para quitar todo el enojo, romper con palos todo lo que esté al alcance, sacar toda esa ira implícita a través de un objeto, e ir al cine y ver los noticieros de guerra, esperando desde las calles.

Avistar un avión real se convierte en todo un acontecimiento. Casi como Ballard lo describía en la fascinación de Jim en El Imperio del Sol. Como agregado a todas estas maravillas que cuenta La Esperanza y la Gloria, está la escena donde vemos caer a un paracaidista como si fuese un extraterrestre. Éste saca tranquilamente un cigarrillo de su caja de tabaco y lo arma para luego levantar las manos y rendirse. “Tú, prisionero de guerra”, le dice un policía que no sabe cómo cornos actuar, como si el alemán entendiese algo del inglés. La cámara, inclusive suspicaz, comienza a revelar los primeros indicios de sexualidad dentro de la trama, cuando el paracaidista tuerce la mirada para ver a la rubiecita más linda del barrio, la hermana de Billy.

Billy tiene pesadillas con ser un aviador y estrellarse. Vive la guerra como si fuera una aventura entre las faldas de las mujeres que quedaron en casa, mientras los dirigibles tipo zepelín circunvalan la diversión sexual de su hermana, quien ve despertar una nueva etapa ante la oposición de su madre melancólica. La escena queda magistralmente mostrada por Boorman con humor, incluso al permitir que el grupo de chicos le tire piedras a un joven soldado mientras éste está cogiendo con una rubia. Recordemos el diálogo de remate de esta escena: “Creen que pueden venir y tomar a nuestras mujeres; ¿no es esa tu hermana, Billy?”.

Billy ve detrás de los barrotes de la escalera, cual si fuera un confesionario, cómo su madre alecciona a  su hermana. Tampoco es que sea una ninfómana: parece que no había mucho más para hacer en aquellas tardes frías y aburridas. La poca diversión se ve reducida a la caída del zepelín, otra gran escena y otro quiebre a partir del cual el film se hace eco.

La ida al campo, mientras las viejas comen masas y Billy juega al críquet (otro juego inentendible para nuestras latitudes, al igual que el béisbol), lo acerca a una figura masculina en reemplazo del padre que la guerra se ha llevado. Hasta la experiencia de pescar gracias a la caída de una bomba perdida establece que todo lo malo algo bueno puede traer. Y es así cómo Boorman, con esta autobiografía de su infancia, deslumbró en La Esperanza y la Gloria.

 

Por José Luis De Lorenzo

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