A Sala Llena

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Té en Huinca, pero con Mussolini

Té en Huinca, pero con Mussolini

Esta columna la escribo desde mi pueblo lejano, desde mi pueblo familiar. De hecho, estoy sentada a la mesa del desayuno, mientras mi vieja levanta las tazas y los restos de tostadas.

Hoy me levanté bien temprano para concentrarme en la columna, pero enseguida se despertaron todos  y nos pusimos a charlar. Acá en el pueblo los ritmos son profundamente diferentes a los de Buenos Aires. A veces, cuando paso mucho tiempo sin volver, me olvido de esas cosas y, una vez que  las tengo enfrente, las disfruto de nuevo casi con sorpresa.

Acá todo el mundo se conoce, todo el mundo es famoso, célebre;  y nadie tiene una vida demasiado privada que digamos. La gente pasa cerca del mediodía a tomar mates y a charlar un rato, vienen a saludar porque estoy de visita, me hacen tortas, me cuentan chimentos picantes,  me ponen al corriente de sus vidas y me miman de manera cariñosa, mientras mi vieja pone facturas o masas secas en la mesa.  Mi cuñado hace asado para todos y se prolongan las cenas hasta las mil y quinientas hablando de bueyes perdidos, contando anécdotas, tomando whisky, cagándose de risa de cosas viejas,  recordando a los muertos, discutiendo de política y la mar en coche.  Se come rico y abundante, se traga la tierra que el viento mueve de manera tan permanente como molesta, se tiene frío, se dan vueltas en auto y se saluda a troche y moche.

Hoy, cuando se despertaron todos en casa, dije que tenía que escribir la columna, así que necesitaba enfocarme y no tenía mucho tiempo para nada. Ahí nomás mi viejo puso unas tostadas  y se sentó a la mesa conmigo. Mi marido bajó unos minutos más tarde y, para ese entonces, ya mi vieja se había levantado y había hecho jugo de naranjas y café. Por esas cosas de dormidos, nos pusimos a hablar del Martín Fierro. Y qué Martin Fierro esto y que Martin Fierro el otro y “que la ley es como una tela de araña”  o “como telaraña” y que las “campanas de palo” y que, casualmente, la copia de mi vieja estaba a la mano junto con el cuento de Borges y patatín y patatán.  A leer las dos cosas,  y que la muerte de Martín Fierro y que las tradiciones y que Felipe Pigna y que Huinca y que el Oriente (bar al que mi viejo asiste todos los días de su vida, llueva, truene o vengan degollando) y que las pilchas gauchas, y que Laura tiene que escribir y que despejemos  y que me voy al banco un toque y que chau y que ya vengo.

Así que, finalmente estoy casi sola, escribiendo esta columna.

En el pueblo muchos saben que la escribo.  Las amigas de mi vieja sospechaban que, entre ayer y hoy ya tendría que  entregarla, así que no tardaron en sugerirme películas y en encorajinarme a escribir. Justamente, el martes mismo, una de ellas (Cristina) junto a su hija Inés (cinéfila de corta edad pero de añeja y sesuda pasión) me trajeron una copia de Té con Mussolini”  de Franco Zeffirelli.  En el 99, cuando se estrenó, la pasé por alto un poco desalentada por las críticas. Pero  me había quedado con la sangre en el ojo, así que acepté de muy buena gana la idea de verla para incluirla en la columna de esta semana. En el peor de los casos, me daría una buena panzada de Toscana italiana, magistralmente fotografiada. 

Ayer miércoles, a la hora de la siesta, subí con todo y computadora, me tapé hasta la nariz y me puse a verla mientras mi chuchi roncaba a mi lado, con entusiasmo renovado por el descanso pulenta de las mini vacaciones.

Té con Mussolini, es una cinta con dejos de autobiografía que Zeffirelli elige contar de manera inocente y sin ahondar demasiado en los horrores de la guerra.  Centrando la atención en un grupo de mujeres inglesas residentes en Florencia entre el 32 y el 45,  apasionadas por el arte y la cultura, que se hacen cargo por breve tiempo, de la educación de un niño ilegítimo huérfano de madre y abandonado por su padre.  Este niño, Luca, es quien encarna de manera metafórica al realizador italiano. Zefirelli narra las aventuras, vejaciones y peripecias que las protagonistas atraviesan, con la adición de una actriz americana millonaria, merced al régimen fascista de Mussolini y la coyuntura europea en medio de la guerra.  

La película, como le gusta al director italiano, está espectacularmente fotografiada por la mano maestra de David Watkin (ganador de un premio de la academia por África Mía) y la recreación de época es, en verdad, remarcable.  Pero el film, aún cuando es increíblemente bello visualmente, hace agua por todas partes.  Zeffirelli sabe elegir elencos excelentes y esta no es la excepción. De hecho, son las actuaciones memorables de Maggie Smith, Judi Dench, Joan Plowright y Cher, las que hacen de esta cinta un material digno de ver, a pesar de sus falencias argumentativas,  de guión y de montaje. Maggie Smith es, sin lugar a dudas, una de las actrices más talentosas que he visto en pantalla y, llamativamente, la indiscutible versión femenina del genial Michael Caine. La gestual, la mirada, los ojos misteriosamente expresivos, un prodigio de hermandad interpretativa… Su Lady Hester Random, viuda de un embajador, mujer paquetérrima y en poco contacto con la realidad de las cosas, se vuelve tan entrañable, dulce, inocente y graciosa que es imposible no quererla como a una especie de abuela gagá, que pulula por todos lados cometiendo errores garrafales y enunciando tonterías.  Éste es, dentro del relato, el único personaje que llega a tener verdadera carne dramática. Los demás, aún cuando son brillantemente actuados, quedan desdibujados por la falta de desarrollo y profundidad de la trama.  La  cuasi antagonista de Lady Random dentro del film, la americana decadente y desprejuiciada Elsa Strauss Almersson, interpretada excepcionalmente por Cher, es maravillosa gracias a la actriz que le da vida, pero su historia se queda corta debido a falencias importantes de guión. La historia de Elsa y su amante traidor Vittorio Fanffani, pudiendo ser poderosa, apasionada y carnal, se queda en la periferia de las cosas, diluyendo inclusive las razones dramáticas de la película. Los personajes no llegan a mostrar sus colores completos, tal vez porque la cinta está contada a través de los ojos inocentes de un niño. Pero, es mi humilde opinión, que esos ojos se pasaron de ingenuos.  La película carece inclusive de la malicia necesaria para que el espectador se relacione humanamente con los personajes y es por eso, que el de la Smith, es el más maravilloso de todos. La humanidad completa está contenida en ella. La miseria, el altruismo, la estupidez, la tristeza, el miedo, el valor, la rabia, la impotencia, la maldad y la inocencia. Maggie, sin dudas, se llevó el premio gordo de la trama, mientras sus compañeras de elenco, hicieron milagros con lo que les tocó.  Eso sí, y que mis palabras no los distraigan de la idea, las actuaciones son de absoluta visión obligada. Esta cinta contiene performances de categoría memorable, aún cuando en sí misma, la película no lo sea.

Es ideal para una siesta de pueblo, en la que el viento sopla levantando polvareda y uno imagina la torta de naranja de los mates merenderos mientras la boca se le hace agua.

Zeffirelli es, como cineasta, cuanto menos polémico y esta película se enmarca dentro su filmografía más representativa. La película falla pero conmueve,  se va deshaciendo pero llega al final pivoteando en escenas tan entrañables que se hace imposible pensar en abandonarla.  Es tan peculiarmente paradójica, que no puedo dejar de recomendarla, por lo menos para la observación de esta especie fenómeno que esconde encriptado dentro de una estructura que amenaza con desparramarse todo el tiempo.  No es fácil sacársela de la cabeza. Todas las razones parecen apuntar a la nada y, sin embargo, la película deja un sabor de boca no del todo lamentable y bastante duradero.  Si me aventuro a buscar una razón, tal vez pueda esgrimir la naturaleza femenina del relato, pero no me atrevo del todo. No hay suficiente humanidad sobre los huesos de esta cinta, como para calificarla de femenina. Es casi un relato de fantasía para la hora de dormir y para que los niños no tengan miedo en la noche. Una sucesión de postales maravillosas, que esbozan la naturaleza de los seres que las habitan, pero que no llegan a plasmarla en su totalidad y, por eso, ven disminuida su fuerza expresiva sin dejar siquiera que el misterio obre alguna maravilla. Aún así, las postales son de belleza soberbia y vale la pena repasarlas, solo para recrear la vista.

Mis queridos lectores, amigos, compañeros mal entretenidos y afines incondicionales de esta columna, sin dar más vueltas les dejo este film para que lo amen o lo odien y me voy a cambiar la yerba.  Ya llegó alguien a charlar con la vieja y, supongo, habrá por lo menos una media luna a la que hincarle el diente, mientras deshojamos chismes y tragedias. Porque así son las cosas por Huinca y si no agarrás el paso, te quedas afuera de la fiesta.

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