Si saben que existe una película llamada Velvet Goldmine, en cuyo título se haya encriptada impúdicamente –con perdón del oxímoron– una alusión a la mitad del nombre de una banda de rock que hizo del rock no tanto una frontera metafórica a trascender a golpes de pentagramas machacados una y otra vez, sino un punto de partida para la demolición de sus incipientes postulados formales, sino directamente estructurales, hablando de la totémica y estelar por partida doble, por haber sido estrella y por haber dejado estela, The Velvet Underground. Si saben esto, sabrán que aquella película es muy buena porque no habla de la banda, ni indirecta ni directamente (ni remotamente), sino que despliega y organiza los modos estéticos pertinentes para delinear el contexto de la banda con los bordes del intratiempo maleable característico del cine, el mismo intratiempo que abre las compuertas de la elipsis cuando se la necesita.
Si saben todo esto, de alguna manera también sabrán que el documental o rockumental que se haga sobre esa banda de rock debería caer en manos del mismo director, aunque sea por un acto de la única justicia que aún funciona si se la alienta, la poética. Así pasó porque todavía existen las buenas noticias: alguien allá arriba –me refiero a Hollywood en sus oficinas llenas de trajes, donde se materializan los milagros verdaderos, no al Cielo, que, como sabemos gracias a Ernst Lubitsch y a Buck Henry, no sólo no puede esperar sino que te devuelve al mundo terrenal antes de concederte un milagro y te vende eso como un milagro–, alguien que comparte nuestro anhelo de ver las paralelas de la melomanía roquera de Todd Haynes cruzarse unas con otras, alguien así trazó el mismo pensamiento deductivo y lo llevó a una concreción acelerada y, por ello, bienvenida para las huestes que añoraban desde hace rato una película que documente con seriedad la vida y la obra de la mítica y fundacional The Velvet Underground, una de las pocas bandas emergentes de la década de los sesenta que no pensó en The Beatles más que para destruirlos (desde la admiración, tal como desliza John Cale cuando cuenta que estaba loco por la adultez de las letras de Lennon-McCartney), y por eso se la respeta con la adoración atemporal de los incondicionales y se la considera digna heredera occidental de los orientales kamikazes japoneses, ya que, como los sheriffs en los westerns más violentos y fronterizos (“los westerns más violentos son los fronterizos”, decía Ángel Fernández-Santos), la Velvet no iba por ninguna de las veredas de moda porque caminaban desafiantemente por el medio de la calle. La Velvet tenía calle, de hecho; más allá de haber sido creados frankensteinianamente por Andy Warhol y haber sido curtidos en vivo entre las paredes de ágapes y lofts exclusivos, nada de shows familiares en plazas diurnas, sus miembros, ningunos nenes de pecho, curtían la bohemia más dark y experimental de la época, esquivando agujas y vómitos en callejones de ladrillo visto, aunque entre las arterias de este cuarteto circulaba algo de sangre galesa genuina, cortesía de John Cale.
“La música comprende el cielo”. Con esta frase de Baudelaire, sobre negro, empieza la película. Se diluye la frase y sobre el mismo negro escuchamos un estruendo estremecedor y disonante. Es la Velvet. Una banda que fue única. Que lo sigue siendo, que sigue redefiniendo su penetración experimental con los años. Mientras que la simiente del rock nació con el amparo del sonido de la garganta de aulladores escindidos del blues originario como Little Richard, un satélite estrambótico como The Velvet Underground continuó la línea genética, intelectual y musicalmente, de los silencios desconcertantes que proponía la intermitencia sonora en las actuaciones públicas del cuasi-homónimo de John Cale, John Cage, cuyas tesis eran aplastantemente comprobadas por su arritmia consciente. Con el nombre más popular del experimentalismo underground de Nueva York, Andy Warhol, como padrino y faro, como enamorado de Lou Reed, la Velvet pudo concretar su primer disco con la tapa dibujada por aquél y la promesa de que Nico se vería así de linda siempre en los shows en vivo. Reed asegura que sin Nico no hubiera existido el primer contrato discográfico.
Pero como todo movimiento cultural es intrínsecamente plural y pluralista, el director de este documental abrió las puertas de su reservorio pop para proponer que a esta película la dirijan varios, incluso algunos muertos; que con él en la dirección la cosa puede llegar a buen puerto. Haynes divide la pantalla y usa el blanco y negro, hay más zonas negras que colores. A la derecha de la pantalla vemos un primer plano de Lou Reed que dura más de tres minutos, mientras a su lado otras imágenes completan el sentido, pero un claro sentido poético, no un vano sentido narrativo. Al Lou loopeado como un GIF se consecuencia un Cale loopeado, también a la mitad derecha de cuadro, para narrar su infancia, que se hermanó a la de Reed muchos años antes de conocerse por la pura soledad y el abandono emocional de ambos. El brujo Todd Haynes dio con los secretos de una alquimia fantasmagórica al aprovecharse de los primeros planos de Reed a una velocidad claramente más lenta de lo normal, probablemente, el equivalente digital a los 16 cuadros por segundo que tenían el corto The Kiss, el equivalente al tiempo-Warhol.
En The Velvet Underground pervive también un estudio profundo de cada elemento constitutivo de la banda y un hincapié psicologista en la introspección innata de cada uno de sus miembros. No es un documental convencional porque la subordinación a la convención fue demolida a hachazos como en un happening ultraviolento y sustituida por una búsqueda analítica de la estirpe del ensayo documental o del documental poético. Si The Velvet Underground atravesó el canon de la canción pop con la purga existencialista de la bohemia desahuciada y fronteriza de la Generación Beat, “The Velvet Underground” es claramente una película dirigida por alguien que pudo haber visto El gran escape de John Sturges, así como cualquier otro clásico de aquella época, pero que decidió quedarse con las máximas conceptuales de un mentor a la distancia del tiempo, el citadino Andy Warhol, cuya elocuencia minimalista, cuyo encuadre ritualista, cuyo poder de distanciación son un eco reversible del pasado.
Más curiosidades atrapantes. El padrinazgo post mortem de la sonrisa del Jonas Mekas más crepuscular, no el medular de la contemporaneidad del origen de la Velvet, ilustra un fragmento de una canción antes que sobre la misma el propio Mekas nos cuente proverbialmente, con su enérgica voz temblequeante, que mientras los cineastas de la Nouvelle Vague tenían la Cinemateca Francesa, ellos, los colonos del New American Cinema, tenían la Calle 42, donde había entre 15 y 20 salas de cine, una de las cuales exhibía westerns las veinticuatro horas del día. Estamos en el corazón de un caleidoscopio del art-pop de la Nueva York irrepetible de los swinging sixties, digamos. Y la pantalla ya está dividida en ocho. Y luego se divide en dieciséis. Y así.
Lou Reed escribía letras realistas sobre sus experiencias homosexuales entre mingitorios de baños públicos en la época que algunos estados oscurantistas del país, soberanos en sus legislaciones, todavía condenaban la unión sensual de la carne entre personas del mismo sexo por ir “en contra de la naturaleza”. Recordemos, y la película de Haynes lo recuerda, que The Velvet Underground tocaba en bares nocturnos del circuito gay de Nueva York porque a Lou Reed simplemente le parecían más amables las lesbianas, las travestis y los homosexuales, y a esto también lo recuerda la película. (Acotemos que el gesto de Reed hoy sería considerado discriminación positiva, lo que subterráneamente implicaría que la corrección política actual predominante es una cáscara de huevo que no sabe qué hacer con la yema ni con la clara).
La simultaneidad de voces en The Velvet Underground se completa con una anciana Maureen Tucker, quien rememora su parte en este mejunje cultural y nos emociona con viejas fotos de sus pocos centímetros de estatura dándole una paliza a la batería velvetiana. Haynes no nos privó de ningún artilugio viviente memorabílico. Como sentar ante cámara a la gran Mary Woronov, que fue parte de la troupe warholiana que parió específicamente a la Velvet antes de subirse a otra troupe, la financieramente suicida pero rentable de Roger Corman. La insistencia en reafirmar a Warhol como líder espiritual y al mismo tiempo pragmático del grupo martilla sobre caliente la supremacía del concepto de “hecho cultural hijo de un contexto” sobre el de “banda de rock a partir de un contexto” que fue la Velvet.
Silencios y zonas de oscuridad atraviesan este documental; todo lo que está bien en el cine: la contrapartida del ruido en exceso y la luz ubicua. Sucio y desprolijo como la música avant-punk de la Velvet, The Velvet Underground es un documental epónimo porque no hay nada más importante que el nombre mismo de la banda si van a hablar de ella. También se alía a una estructuración dispersiva y conmemorativa que se arroga ser un mosaico de voces y rostros cuya participación conduce a un cuello de botella por el que se cuela el aceite esencial de un espíritu de época y lugar, ya lo dijimos con otras palabras, y con esto es más que suficiente.
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(Estados Unidos, 2021)
Guion, dirección: Todd Haynes. Duración: 120 minutos.