El miércoles fue el cumpleaños de mi primo
Jorge, que vive en mi pueblo junto a su familia, así que lo llamé para
saludarlo y charlar un rato con él. Mi madre tuvo dos hijas mujeres y su
hermana, mi tía Estela, tuvo dos hijos varones casi simultáneamente. Esto
redundó en que, prácticamente, nos criáramos juntos. Vivíamos a la vuelta los
unos de los otros, así que nos veíamos considerablemente seguido, cuando no a
diario. Llamé a mi primo por su
cumpleaños sí, pero había estado pensando en él desde el día anterior y por
otra cosa completamente diferente. Había recolectado unos cuantos recuerdos de
la infancia y, por supuesto, él estaba en la gran mayoría y en rutilante primer
plano.
Mi primo y yo solíamos pasar mucho tiempo en
la casa de mi abuela. Nos quedábamos allí bastante seguido, más que nada porque
se nos permitía hacer lo que nos viniera en gana sin demasiadas consecuencias.
Mi abuela nos tenía una paciencia infinita. Era solo cuando llegaba mi abuelo,
que las cosas marchaban derecho. Pero, como estaba la mayor parte del día
afuera, el asunto estaba bastante relajado para nosotros por unas cuantas
horas.
A eso de las cinco, mi abuela nos preparaba
la leche. Hacía unas tostadas tamaño familiar que acompañaba con sendos cafés
con leche, en esas tazas enormes de cerámica barata que siempre tienen las
abuelas, y que sacan cuando vienen los
nietos para que no les rompan la vajilla fina.
Quedábamos llenos como piojos de manteca, dulce de leche y pan, y nos
echábamos al coleto los tazones mientras mirábamos, enajenados, los dibujitos. A mi primo y a mí nos encantaba el plan. En
esa época, mi abuela tenía el mejor televisor que se podía tener: uno de esos
Grundig gigantescos que se suponía que lo tenían todo. Recuerdo que venía con
un control remoto tan pesado que si se te caía en el pie probablemente te lo fracturaba.
Una especie de ladrillo lleno de botones, al que se le tenía un respeto
desproporcionado. Estaba absolutamente programado y guay de joder con eso
porque entonces las cosas se iban a poner ásperas con el abuelo. Pero, con normas y todo, no había tele mejor
por aquellos días para ver Mazinger Z
y Robotech.
En esa época, disfrutábamos de total
impunidad. A nadie se le había ocurrido la idea de controlar los contenidos de
violencia de los dibujitos, así que estábamos a nuestras anchas viendo cómo se
re cagaban a tiros. Robotech tenía
escenas prácticamente condicionadas, pero ni por un segundo, ningún adulto se
detenía a ver qué carajo estábamos viendo. Y ojo, nuestros padres eran padres
presentes y muy responsables, pero en aquellos días a nadie se le pasaba por la
mente que nada que estuviera en dibujitos pudiera ser “perturbador” para los
niños. Mucho menos, si el contenido era presentado por el títere peludo de
turno, en el programa de entretenimientos de moda, a las cinco de la tarde. Qué puedo decir, en lo de mi abuela el sonido
era prácticamente surround así que, ni Magoya nos desatornillaba de la silla.
Nos quedábamos allí, con los ojos tan cuadrados como aquel televisor, hasta que
todo hubiere acabado y un rato más también.
Es justo decir que yo disfrutaba muchísimo de
esos dibujitos por entonces. Eso sí, fue de mucho más grande que aprendí a
ponderarlos verdaderamente. Pero el caso de mi primo, ya en la infancia, era un
poco más severo. Él los amaba
fervientemente. Creo que no exagero cuando digo que tenía una verdadera
obsesión por ellos. Estaba realmente
enloquecido, sobre todo con Mazinger Z. Supongo
que no era extraño y que casi todos los varones de su edad lo estarían. Pero lo
que llamaba particularmente la atención sobre su caso, eran las maravillosas
ilustraciones que realizaba mientras los veía. Hacía dibujos magníficos de Mazinger, de Koji,
de Afrodita A y de toda la sarta de personajes estrambóticos que tenía el
anime. Algunos estaban realizados en
lápiz y otros, cuando llevábamos los útiles a lo de la abuela, se desplegaban
refulgentes con todos sus colores. Mi
primo dibujaba muy bien. O, por lo menos así lo recuerdo yo, que no era ni soy
capaz de realizar con éxito un mísero palote. Creo que un par de veces intentó enseñarme,
pero no tardé en frustrarlo con mi
sobrenatural inoperancia.
Todos estos recuerdos se me abrieron en la
mente como una flor perfumada, el martes
pasado cuando, con la boca desmesuradamente abierta, disfruté de cabo a rabo Titanes del Pacífico.
Sí, es verdad, el guion se queda un poco
corto pero a quién le importa. El portento de la película es absoluto. Los
efectos tienen una calidad tan impresionante y rayana en la alucinación que uno
no puede más que suspirar agradecido. Está tan claro que Guillermo del Toro adora el
género de manera devota, que es por eso que este homenaje es tan suculento,
como verdadero y justo. La película es
magnífica y abreva en esa imaginería tan amada y anhelada por todos nosotros,
de manera contundente y veraz.
Esos monstruos de acero gigantes a los que
queríamos fielmente y conferíamos un alma mucho más allá de la del piloto que
los gobernaba, están aquí. Se yerguen
monumentales. También están aquí los legendarios bichos descomunales que
arrasaban con cuanto edificio había a su paso. Están aquí los líderes
carismáticos, los antagonistas narcisistas y las mujeres sensibles y bellas que
poseen tanto poder y determinación como los hombres, pero no escatiman en
fragilidad. Están aquí los lazos
fraternales indestructibles, están aquí las mascotas con carácter, están aquí las lluvias incesantes, las noches
de neón, los mares indómitos y los
paraguas enormes, oscuros, que cubren siluetas misteriosas. Todo está aquí. Si me preguntan qué falta,
tal vez les diga que extrañé algo de desnudez y de sexo, pero eso tampoco
importa. Lo demás lo compensa perfectamente. Ni siquiera los hoyos de guion me
molestaron ni por un segundo. Todo era un sueño de la infancia hecho realidad.
Todo era diseño, belleza, poder y acero. Y música por supuesto. La banda original es IMPRESIONANTE.
Salí del cine tratando de procesar lo que
había visto, porque era demasiado. De hecho, volveré a verla este fin de semana
para degustarla más tranquila. Pero les
digo sin empacho a todos los seguidores de Mazinger
Z, Fuerza Voltron, Robotech o, inclusive los propios Transformers: ¡NO PUEDEN PERDERSE ESTE TANQUE DEL INFIERNO! No sé, aprovechen las vacaciones y lleven a
los chicos, lleven a las suegras, arreglen con bombones a las boleteras,
lleguen a las seis de la mañana para hacer la cola… En fin, hagan lo que puedan, pero no se la pierdan.
Tiene un olorcito a infancia tan fuerte, mirá
lo que te digo…
Esta
columna está dedicada a mi primo Jorgito.