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CRÍTICAS - CINE

Un Hombre Serio, Según Rodolfo Weisskirch

 

“Agradecemos a la industria cinematográfica por dejarnos jugar en la esquina del arenero”

Joel & Ethan Coen, cuando ganaron el Oscar por Sin Lugar para los Débiles

 

La ley de la incertidumbre. Todo es incierto. No hay respuestas. No hay verdades. No hay seguridad. No se puede confiar en el prójimo. No se puede “creer”. No se puede tener fe.

Básicamente, los hermanos Coen han desplegado durante toda su carrera un tono visualmente surrealista y narrativamente pesimista, patético, nihilista, miserable. Una mirada cruel, anárquica de la humanidad, donde solo una mujer policía embarazada, es la única, en su mundo, capaz de salir indemne, de la crítica feroz, que los hermanos han desarrollado durante toda su filmografía… y cada vez están peores…

Porque los Coen son expertos, ya sean agregando una cuota mayor o menor de comedia, drama, o suspenso en destrozar a sus personajes, avergonzarlos, humillarlos, estupidizarlos al extremo de la incomodidad. Convertirlos en víctimas de una estupidez aún mayor, que es la raza humana.

Y posiblemente me quedo corto. En Mar del Plata, dije que necesitaba extenderme un poco más en el análisis de esta genial obra. Acá va el porqué.

En Un Hombre Serio, los Coen introducen a un personaje identificable, querible pero tan patético, contradictorio y obsesivo como Barton Fink o Ed Crane (Billy Bob Thorton en El Hombre que Nunca Estuvo, junto a la película en cuestión, los mejores trabajos de los directores en opinión de este “crítico”).

Larry Gopnik es un hombre serio. O por lo menos eso pretende ser. Profesor de física, pero que nunca ha cuestionado las tradiciones judías, hasta que empieza a ver, como su mundo y sus creencias empiezan a venirse abajo: la mujer lo abandona por un amigo, que le habla en tono conciliador y racional, completamente odioso y soberbio; un alumno coreano y su padre intentan sobornarlo y chantajearlo a la vez, su hermano es un enfermo jugador compulsivo y redactor de absurdas teorías matemáticas, y su hijo tiene sus propios problemas a medida que se aproxima su Bar Mitzvah.

Pero lo que realmente le molesta a Larry es no conseguir respuestas. No puede resolver sus problemas por medio religioso, porque las respuestas de los rabinos son contradictorias. Se basan en cuentos sin moraleja definida, que no responden los cuestionamientos existencialistas de Larry. La matemática y física que explica dan millones de vueltas para terminar siendo… inciertas. No se puede confiar en la familia, no se puede confiar en los amigos, ni en los vecinos… El amor no existe siquiera en el mundo de Larry.

Los Coen, no solamente crean un ensayo cínico, malicioso, irónico sobre la incertidumbre, sino que además crean narrativamente la película como un gran rompecabezas, una incertidumbre de guión. Larry no consigue respuestas, el espectador tampoco. ¿Por qué el film empieza con un cuento sobre una familia tradicionalista y supersticiosa en la Rusia del siglo XIX? Uno puede crear hipótesis relacionadas con la manera en que los mitos y la ambigüedad siguen presentes en la tradición judía, pero ciertamente es que los Coen, en la estética e inclusive en la adaptación de formatos de la pantalla quisieron diferenciar el corto de la película en sí.

Cuando vi la película en Mar del Plata, los espectadores creían que era problema del proyector, sin embargo en una segunda visión en Buenos Aires, he notado el mismo problema. Bueno, no lo es. Los Coen hicieron una película con dos formatos de pantalla: 4:3 (pantalla cuadrada) a 16:9 (pantalla rectangular).  La meticulosidad de creación del film permite apreciar que nada es azaroso en el mundo Coen: la letra de la canción de Jefferson Airplane, “Somebody to Love” termina teniendo participación diegética en la trama (prestar mucha atención a las palabras del último rabino al final).

La corrupción de la moral ha sido un tema preferido de los directores estadounidenses. A veces banalizado, a veces solemnizado. Los Coen prefieren reírse de ello. Lo toman como una variable absoluta. Todos terminamos moralmente corrompidos a fin de nuestros propósitos o de beneficiar nuestro entorno. La desgracias se convierten en beneplácito y agradecemos por ello. Los Coen no respetan la vida ni la muerte, las tradiciones ni las creencias.

Un Hombre Serio probablemente es su película más personal y autobiográfica con respecto a sus infancias, pero también es ideológicamente la obra en que mayor vomitan toda su paranoia y culpa (judía?). Tratan de alejarse de su tradicional estética, no por eso, cada plano, cada cuadro, es extremadamente cuidadoso, planificado, pero esta vez no hay grandes angulares, no hay lentes que exageran el rostro de sus personajes. No los necesitan. Todos los personajes son exagerados de por sí, pero creíbles, a pesar de todo. Odiosamente creíbles. Si en Quémese Después de Leerse, la estupidez de sus personajes era tan obvia y subrayada, al punto de que parecen sacados de una película de los hermanos Marx, el naturalismo de los personajes (y el excelente elenco prácticamente desconocido, donde se destaca Stuhlbarg y Richard Kind) de Un Hombre Serio benefician a que el espectador no se quede afuera. O sea, como siempre los Coen son mucho más inteligentes que el espectador, los personajes, y por supuesto lo hacen notar a cada segundo. 

Los ayudantes tradicionales de los Coen, Carter Burdwell en la banda sonora y Roger Deakins en la fotografía (no incluyo a Roderick Haynes como montajista, porque es el seudónimo de los directores) aportan a crear esta atmósfera depresiva, fría, casi psicodélica, propia de los suburbios de los ‘60s.

Los Coen son fieles a la narración tradicionalista judía, pero la trangiversan a su piacere. Si los cuentos morales judíos, buscan respuestas en historias de personas comunes a las que les suceden eventos extraordinarios, o en sueños, que en forma simbólica, representan las acciones que las personas deben tomar para seguir su vida (hay que buscar la semiosis en la historia de José, de la Biblia), Joel y Ethan deciden con los respectivos relatos y sueños confundir más al protagonista y aumentar la paranoia general. En ese sentido, ni Woody Allen,  un ateo confeso, se ha animado a cuestionar tantos preceptos y tradiciones. Ambos utilizan el humor, pero mientras que Allen es suave y superficial, los Coen son incisivos y molestos.

Sin demasiadas pretensiones, los directores, construyen una obra redonda, pero abierta a múltiples discusiones, reflexiones sobre el sentido de la vida, con un final extraordinariamente agnostico, pero creyente. Al igual que los Monty Pythons, les interesa poco y nada, dar respuestas a ello.

Básicamente, siguen siendo los molestos chicos que juegan en la esquina del arenero. Solo que, esta vez, desde su rinconcito, han creado un monumental castillo, una obra maestra… apenas con un puñado de arena y buenas ideas.

 

 

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