Y se nos murió Mandela.
Se nos murió a todos. Se nos
murió a los hombres, a las mujeres, a los niños, a las plantas, a los insectos,
a las amebas, a las flores, a los pájaros, a los tiburones, a los dragones y a
las luciérnagas. Y el mundo lo llora y se llora a sí mismo, y llora su muerte y
llora la muerte. Y sabemos que será eterno, pero queríamos que fueran eternos también sus
huesos, y su sonrisa. Y vive en nosotros
y vivimos en él, tanto como vivimos en el aire y en Dios.
Y todos nos sentimos
tentados a escribir poesía, y a descorchar botellas de brebajes mágicos, y a
afirmar que cambiaremos nuestra vida. Y a los que nos angustia la muerte, nos
renace la tentación falaz de encontrarle un sentido a las cosas. ¡Pobres gentes
nosotros, que nos quedamos una y otra vez sin padre!
Y viene el llanto, y viene
el terror, y viene la paz, y viene la angustia y viene esa certeza sofocante y
oscura, liberadora y brillante. Y las preguntas se agolpan una a una en las
mentes afiebradas, con renovado ímpetu. Pero hay un canto por encima de ellas,
una ración de fe, una limosna suculenta que el universo nos libera: Se puede
vivir señores, se puede vivir. Y si se
puede vivir, se puede devorar, se puede amar, se puede entregar, se puede
biengastar hasta la última gota de sangre que corre por las venas.
Y entonces, la pulsión de
existir se abre paso a mordiscones, junto con el llanto, la sonrisa y el sol en
su cénit. Y en medio de todo eso, está
el cine, ese espejo en que los hombres se pueden reflejar inmortales.
La muerte de Mandela se dio
a conocer durante el estreno de Mandela:
Long walk to Freedom, la nueva película que reconstruye su vida. En la
premiere estaban presentes, paradójicamente, los duques de Cambridge, con sus
galas fulgurantes y sus saluditos de propaganda de Colgate. No tengo nada
contra ellos, absolutamente nada. Pero no puedo más que notar la ironía de todo
el asunto. Luego de ver la cinta y enterarse de la triste noticia, salieron a
expresar sus condolencias, circunspectos, elegantes y pletóricos de estilo. Una
portentosa y reveladora muestra del poder de ilustración de la vida. Todo raro,
todo circular, todo bizarro… El hombre
enorme muere y lo lloran, rebosantes de carisma, aquellos que todavía no le
llegan ni a los talones, pero cuya opinión es replicada y replicada hasta el
hartazgo, por cuanto medio de comunicación se yergue sobre la faz de la Tierra.
Y en las calles de Sudáfrica, el pueblo anónimo y punzante, lo llora con
honesta y genuina angustia, con verdadera desolación y orfandad.
Pero los muchachos de la
realeza, salían de ver una película y el cine, una vez más, se transformaba en
esa maravilla que nos hace reverenciarlo tan profundamente y con tan calurosa
devoción.
A este arte glorioso le
gusta nutrirse golosamente de la vida completa. Pero rara vez brilla tanto,
como cuando se encuentra cara a cara con la existencia regia de un hombre o una
mujer. Es ahí, cuando la magnífica
cualidad de servicio que también posee, se despliega del todo en favor de los
hombres. Y la condición humana es
entonces, reverenciada en toda su adivinada, intuida e imaginada extensión. No hay nada más poderoso que el cine, para
dejar bien en claro en dónde se encuentra la real majestad de las personas. Y
no hay nada más poderoso que el cine, para que esa real majestad no
desaparezca, no se extinga y no nos abandone nunca más.
El cine sea así tal vez, y
lo digo mil veces, la aproximación más acabada a la máquina del tiempo que el
hombre haya inventado jamás.
Mandela ha sido retratado muchas veces en la gran pantalla: Mandela and De Klerk, Adiós Bafana e Invictus, sean tal vez los títulos que
vienen más rápido a nuestra memoria. La
épica de su vida es, sin dudas, un maravilloso catalizador dramático. Y
seguramente fatigaremos estas y otras
muchas más cintas por estos días, peleando con uñas y dientes para recuperar
ese espíritu inquebrantable que es legado de Mandela. Ese que está allí,
batallando siempre dentro de nosotros, aunque insistamos en adormecerlo, en
narcotizarlo a fuerza de televisión, hamburguesas y carozos de aceituna. El
alma que arremete contra viento y marea, con la fuerza imparable de las causas justas.
“Soy
el amo de mi destino
Soy
el capitán de mi alma…”