A Sala Llena

0
0
Subtotal: $0,00
No products in the cart.

Un viaje… con amigos.

Un viaje… con amigos.

Qué cosa los viajes… Para
algunas personas no constituyen absolutamente nada, no representan más asunto
que el mero traslado de un lugar otro, o la visita a lugares conocidos y
desconocidos. Para otros, en cambio (entre los que me encuentro),  son nada más y nada menos que el sentido de la
vida.   Para ese tipo de gente, los “viajeros de
alma”, los viajes son todo. Y digo que los viajes son todo, porque el “viajero
de alma” vive viajando, desde que se desliza por el canal de parto. Nosotros
sabemos de qué la vamos desde que vemos la luz y, suceda lo que suceda, nada
altera nuestra naturaleza.



Todos sabemos que hay muchas
maneras de viajar. Por supuesto, dada la oportunidad, todos los de nuestra
casta nos inclinamos por viajar en el plano carnal. Es decir, trasladarnos
cuerpo, mente y espíritu a algún destino maravilloso que nos quite el sueño por
los días que sean.  Y cuando esa
posibilidad se yergue ante nosotros, nos volvemos seres solo tratables por los
de nuestra casta. Vale decir que, para los demás, nos convertimos en entidades
verdaderamente insoportables.  Algunos
amigos o familiares, de hecho, especulan con clavarnos una estaca en el corazón
o pegarnos un balazo de plata en la frente. Porque, literalmente, nos transformamos.
 Vamos por la vida repartiendo
serotonina, somos el alma exagerada de las fiestas y perdemos el empacho para
todo. De esa forma nos podés ver un minuto comprando tickets para las 500
millas de Indianápolis, y al minuto siguiente mangueando a toda la familia. El
“viajero de alma” no tiene rostro o lo tiene de piedra.  Esa condición se desarrolla a fuerza de
viajar con la cabeza, con el estómago, con el sexo, con los ojos, con la boca,
con los oídos y hasta, por qué no decirlo, con el culo. Para el “viajero…”
hasta mover el intestino es un viaje.  Y
es por eso que, a veces, somos mortalmente incomprendidos e, inclusive,
tratados como aprovechadores, garroneros y oportunistas. Porque, en nuestro
afán de desplazamiento, nos convertimos en termitas insaciables que (¡y gracias
a Dios!) no se detienen ante nada.  Y por
supuesto, si hay algún condimento para acicatear todo el asunto, ese es sin
lugar a dudas, el cine…

Ver una película es un viaje
que, parafraseando a Homero, funciona en varios niveles.  Por supuesto, el primero, es el film en sí
mismo. De esa manera, apenas nos sentamos frente a la pantalla, experimentamos
el primer desplazamiento.  Pero ya
inmersos en el ritual, ya metidos hasta la médula en todo el asunto,
experimentamos algunos viajes más.  Y la
mente comienza a vagabundear  por lugares
tanto internos como externos, permitiéndonos abrir dentro de nosotros un millar
de puertas diferentes.

Mi mente, como ustedes ya
saben, es más bien inflamable.  Y a eso
hay poco que agregar, entonces imaginarán que, para mí, el cine significa la
apertura casi infinita de posibilidades de viaje.  Y tanto mientras estoy frente a la pantalla,
como después, mi espíritu se conmueve  de
tal manera, que es casi imposible no cambiar mi vida a penas pongo un pie fuera
del cine.

Las películas originan
viajes, modifican la estructura vital del “viajero de alma”  y eso se convierte en una especie de as en la
manga que, en la jugada, le permite al corazón expandirse, ensancharse y
crecer. Y hace que la mente se enriquezca, aprenda, se alimente, se adorne y se
incendie de perspectiva y maravilla.  Escuché
por ahí que viajar es vivir dos veces, yo
creo que es cierto. Viajando se viven muchas vidas y se conocen muchas gentes
que, a la vez, están viviendo muchas vidas. Es como un caleidoscopio.
Transitamos rutas que van tejiéndose y que va conformando el punto mismísimo de
nuestra existencia.  Y, a la vez, van
mezclándose en el tejido de los otros y modificando su estructura. Jamás somos
tan móviles y fluidos, como cuando viajamos. 
 Y si tenemos compañero de viaje,
la cosa se pone mucho mejor todavía.

Los amigos son compañeros de
viaje, y viajar con un amigo, es como viajar con un lingote. No es lo mismo
viajar solo. Aun cuando sea inevitable tener que hacerlo algunas veces, porque
la vida es así y así se aprende, viajar con un compañero es mejor. Uno puede ir
al cine solo y volverse loco. Me ha pasado y muchas veces. Pero tener al lado a
un compañero con quien reventar de júbilo, es casi una experiencia religiosa,
como un viaje iniciático.  Encontrar en
los ojos de otro esa idea que se está buscando, ese suspiro, nos pone en
armonía con el universo y, por algunos segundos, entendemos sus secretos, sus
planes y sus propósitos.

Los compañeros de viaje
tienen una sola forma, y esa forma es la de un amigo.

Los amigos pueden ser
románticos o sexuales, pueden ser paternales o fraternales, pueden ser
compañeros o compañeras de la vida. Pero cualquiera sea la categoría en que
caigan, son almas cercanas, almas que buscan, almas que encuentran alguna
respuesta en nosotros. Y cuando eso sucede, la muerte se aleja y pierde poder.
La vida se abre paso con toda su contundencia, con todo su sentido, con toda su
fuerza. Y escapamos de nuestro destino de tierra y gusanos o, mejor, lo
abrazamos y lo amamos porque eso somos y eso nos hace perfectos, iluminados,
sublimes y fuertes…  sobre todo fuertes.

Los amigos son el cauce y el
río.

Los “viajeros de alma”
encontramos en nuestros compañeros de ruta, el vehículo ideal para transportar
las ilusiones y el poder que deviene de eso es infinito. Somos el espejo y son
el espejo. Somos alimento y son alimento. Somos aprendizaje y son aprendizaje.
Y salimos al camino o nos sentamos frente a la pantalla, esperando sostener una
mano que nos conecte con el amor y con la alegría.  Nos abrimos ávidos y nos damos con ingenuidad
luminosa e infantil.  

Y los que no entienden,
quedan atrás, rezagados, dormidos…

Viajar o ir al cine con un
amigo, es la misma cosa. Y en este DÍA DEL AMIGO, me salgo de la vaina, no
puedo esperar,  para hacer las dos cosas.

Abrazo para todos.

Also you can read...

Recibe las últimas novedades

Suscríbete a nuestro Newsletter