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FESTIVALES

Una excursión a Yamagata (3)

El aprendizaje del dolor

El dolor es un asunto muy complicado para el cine. Ocuparse del dolor sin caer en el sentimentalismo ni la insensibilidad es un ejercicio casi imposible para un cineasta. Es que en el cine sobre el dolor, las imágenes distraen o emocionan pero siempre corren el peligro de ser adornos o instrumentos de tortura. El punto de partida de Living on the River Agano es el dolor, también su horizonte, pero al interrogarse tácitamente sobre la naturaleza del dolor mediante una filmación completamente atípica, la película encuentra una dignidad irrepetible delante y detrás de la cámara. Es que pocas películas se identifican de tal modo con su material, se funden con él hasta abolir la distancia que la cámara impone entre los seres humanos. Living on the River Agano está hecha sabiendo que esa distancia existe y construye una épica en torno al permiso para acortarla y entrar en la vida ajena. No es casualidad que, más de una vez, el film muestre a los protagonistas tratando de evitar ser filmados mezclando la cortesía con la coquetería para terminar aceptando a la cámara y sus operadores como amigos. Las razones invocadas por los personajes para imponer esa barrera, desde su vejez o sus dificultades motrices hasta la superstición de que cada foto que se le saca a una persona implica acortarle la vida, tienen un peso ancestral, sintetizan la desconfianza del mundo primitivo hacia la técnica y la modernidad. El desafío de los cineastas fue abolir esa distancia hasta integrarse en un mundo ajeno no solo a su medio, sino a su tiempo. Living on the River Agano es la visita a un reino invisible e impenetrable para el cine. Al mismo tiempo es un descubrimiento sobre el cine mismo, sobre sus posibilidades para lograr ese viaje en el tiempo.

Y ahora, un poco de contexto. En 1965 empezaron a aparecer a lo largo del río Agano casos de envenenamiento por mercurio que correspondían a la enfermedad de Minamata. La causa era que la compañía de fertilizantes Showa Denko venía volcando durante años desechos químicos en el agua hasta contaminar la cadena alimenticia y el ecosistema, afectando a peces, animales y humanos. La enfermedad se llama así porque había sido descubierta diez años antes en la ciudad de ese nombre a partir de otro caso de polución industrial, causada esa vez por la empresa Chisso. El mal de Ninamata afecta al sistema neurológico de un modo particularmente cruel: los pacientes pierden sensibilidad en las manos y los pies, disminuye su tono muscular y presentan dificultades para hablar, ver y oír, síntomas que, en los casos más graves, acaban en ceguera, parálisis, demencia y muerte. El envenenamiento y la enfermedad se transmiten además a los fetos, que pueden nacer con parálisis cerebral. 

La historia de la enfermedad de Minamata no fue solo un asunto médico sino también político y legal. Hasta hoy continúan los juicios por parte de las víctimas y sus familiares contra las empresas y también contra el Estado japonés, que maniobró para esconder y minimizar las consecuencias de la catástrofe y se negó a indemnizar a todos los enfermos (Hay una película de 2020, Minamata Mandala, que trata el tema). Los grupos de damnificados libraron largas batallas para lograr ser reconocidos como tales por las empresas que, sin embargo, tuvieron apoyo en las comunidades locales que prosperaron con su presencia. Japón es un país castigado por las catástrofes y los desastres ambientales son otro rubro que se agrega a las guerras, los terremotos, los tsunamis y hasta las bombas atómicas. Pero Japón es también un país de conflictos secretos y de verdades nunca reveladas del todo. La enfermedad de Minamata es uno de esos temas de los que el extranjero tiene muy poca información. Y sospecho que tampoco es fácil entender lo ocurrido en estos años para los propios japoneses (pronto hablaremos de eso en relación con otra película). 

En el caso de la enfermedad en río Agano, el gobierno solo reconoció como víctimas “oficiales” de la polución a una parte minoritaria de los afectados. Los no reconocidos lucharon durante años por cambiar esa decisión mientras proseguían con su vida como gente del río. Hacia ellos fueron Makoto Sako y los otros seis integrantes del equipo y decidieron que para representar a las víctimas, para darle presencia y voz, hacía falta algo más que registrarlas más o menos casualmente. 

Por eso compartieron sus vidas durante los tres años que duró la filmación y llegaron a participar de sus tareas cotidianas. Gracias a esa extraña alquimia, se convirtieron también en las víctimas o en sus familiares y en ese carácter hicieron la película. Esta idea es difícil de transmitir hasta que uno ve Living on the River Agano y se encuentra con una realidad de implacable intensidad, de un lacerante dolor que evoca también una noción de felicidad y de comunión con ese mundo. Ese mundo que no es el del cine. Negándose, reduciéndose, el cine alcanza su acabamiento entrando en lo que no es, mientras logra ser todo lo que puede (las imágenes son siempre maravillosas). 

La película elige a un grupo de personajes y muestra sus días de trabajadores ancianos, representantes de una economía a escala humana en tren de desaparición y de las que son de los pocos sobrevivientes, que sufren además una enfermedad terrible, como si el progreso hubiera intentado exterminarlos de un modo más que simbólico. Al minuto de película, se ven las primeras imágenes de un río particularmente caudaloso, que es bello, impresionante, salvaje. Poco después vemos al matrimonio Hasegawa dedicado al cultivo de arroz en las orillas del río, actividad de la que vivieron siempre y es de una exigencia física descomunal, pero que la enfermedad les dificulta aun más. Nos encontramos con una vida campesina que tiene un pie en eras remotas y otra en la modernidad, representada por el teléfono que comunica la casa de los Hasegawa con los hijos que migraron a la ciudad. 

Luego de ver como los protagonistas participan de sus reuniones familiares y sindicales, después de que aparezca un barquero que explica la dificultad de navegar en el Agano en el que soplan una docena de vientos que tienen cada uno su nombre (la navegación fue, durante mucho tiempo, la única vía de comunicación a lo largo del río), aparece el personaje central de la película, el señor Endo, un carpintero que fabricaba los típicos botes del Agano, un artesano excepcional que nunca quiso tener discípulos pero termina prestándole sus herramientas y enseñando su complicado oficio al equipo de filmación. Hay un momento de la película en el que Endo le ofrece té a alguien que está detrás de la cámara. Se ve entonces una mano asomarse para recibir el cuenco. Es la del director Sato, según explica su camarógrafo Kobayashi en la película sobre Komian de la que hablamos en la entrega anterior. Es un momento clave de la película, pero corresponde a la última escena filmada, cuando los cineastas van a despedirse de su amigo. La aceptación mutua es lo que esa escena testimonia de un modo particularmente conmovedor. 

El otro personaje inolvidable de la película es el pescador que atrapaba salmones sin usar redes sino con un gancho sin carnada, un modo de pesca que podría venir de la prehistoria y que se basa en la sensibilidad del pescador ante el ligero movimiento de los peces. Es otro ejemplo de una forma de vida que poco tiene que ver con el Japón actual, con el que terminó más conectado de lo deseable por culpa de la Showa Denko. Pero conviene señalar que los botes de madera que fabricaba Endo y siguen funcionando, eran botes a motor. Es como si la modernidad hubiera permitido la subsistencia de esa artesanía y de otras formas de ganarse el sustento hasta cierto punto, hasta cierto momento del siglo XX. Pero algo parecido se puede decir del cine: que tuvo acceso al mundo de lo real hasta cierto momento, para después alejarse de él. O para convertirse en parte de una nueva modalidad de la técnica. Acaso lo más notable de Living on the River Agano es que es el testimonio de un mundo que pasó, pero también de un cine que ya no puede ser, que incluso era imposible cuando se hizo. Tal vez por eso una película que nos acerca como pocas a la muerte, resulta paradójicamente tan viva.  

 

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