Vitalina Varela prolonga el exilio de los personajes de Pedro Costa ya iniciado con Cavalo dinheiro cinco años atrás. Demolido el barrio de Fontainhas donde transcurrían las primeras tres películas del director, Ventura y otros caboverdianos malviven ahora en un derruido asentamiento sin nombre. A ese lugar arriba en avión Vitalina, que ya aparecía en Cavalo dinheiro: viene a encontrarse con su marido, Joaquim, que la dejó en un pueblo de Cabo Verde hace casi cuarenta años, pero llega a pocos días de la muerte y el entierro del esposo. Todos le dicen que se vaya, que no hay nada para allí para ella, pero la mujer se queda igual. El personaje de Vitalina le permite a Costa introducir el motivo de una extranjera y, con ella, una mirada nueva del lugar y sus habitantes, alguien ajeno a las comunidades de desdichados que retratan sus películas. Las anteriores mostraban a un puñado de marginales sobreviviendo con naturalidad en espacios precarios: era el espectador, en todo caso, el que irrumpía, el que observaba la escena como si todo le fuera desconocido. Ahora Vitalina oficia de medium, como si fuera ella la que mirara por primera vez y nosotros lo hiciéramos a su vez con ella.
Decir que la mirada está localizada en un personaje es como reconocer que la que mira, a fin de cuentas, es la propia película. Mira su mundo, pero también se mira a sí misma. Vitalina Varela se muestra bastante más artificial y autoconsciente que otras películas de Costa: ya los planos del comienzo anuncian que no se está en un lugar concreto, sino en un espacio confeccionado de acuerdo con las necesidades de la ficción. Las escenas siguientes lo confirman, incluso hay fondos creados con pantalla verde. Esto supone un cambio importante dentro del sistema más bien cerrado de Costa, donde cada nueva película introduce apenas pequeñas variaciones sin alterar el funcionamiento general de la máquina. Si, con un poco de maldad, alguien caracterizaba la filmografía de Visconti como estando guiada por una “estética de la cucharita”, con las películas de Pedro Costa podría hablarse de una estética del revoque gastado. Cavalo dinheiro primero, y Vitalina Varela ahora, le insuflan un nuevo aire a su filmografía y su cine respira mejor.
El nuevo espacio, controlado, diseñado a los fines de la película, le permite a Costa insistir con una idea que ya estaba presente en Cavalo dinheiro: que sus personajes, después de ser expulsados de Fontainhas, se transforman en fantasmas, espectros que se instalan en cualquier lugar abandonado y hacen de él un hogar transitorio. En Vitalina Varela esto está bastante más subrayado: el comienzo muestra un cortejo fúnebre que vuelve del cementerio y acompaña a un montón de personajes abatidos que se arrastran con dificultad por los pasajes laberínticos del barrio hacia chabolas que apenas los guarecen de la intemperie. Ventura, con temblores y dificultades para moverse, es llevado por dos personas; planos después se lo ve tirado en la calle; Costa ya no parece mirar a sus criaturas como resistentes poseedores una dignidad silenciosa, sino como derrotados que sobrellevan como pueden la miseria que les toca.
Ese comienzo sugiere que estamos en un territorio nuevo, diametralmente distinto al de la trilogía de Fontainhas y más parecido al de Cavalo dinheiro. Antes que en el realismo del pasado, Costa pareciera estar más interesado por la posibilidad de imprimirle a la película la gestualidad de los géneros: la fotografía, de un claroscuro muy marcado, remite al terror gótico y a las películas de zombies, todo pasado por el tamiz de algo que podríamos llamar caravaggismo. Las sombras de las casas operan como portales por los que los personajes entran sigilosamente o se desvanecen. Como si estuviéramos ante una película de terror que renuncia a los vértigos del relato y, en su lugar, se dedica a registrar la vida sepulcral de sus fantasmas. Una fantasía nocturna sobre los desposeídos hecha con restos de cine.
© Diego Maté, 2019 | @diegomateyo
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