Cobertura exclusiva desde San Sebastián, por David Garrido Bazán
The Dead and the Living
No profanar el sueño de los muertos (y menos sí son del Holocausto)
Desayunarse en el festival con una primera película que toca aunque sea de pasada el bonito tema del holocausto es siempre un aliciente. Así ya te vas haciendo una somera idea de lo que te espera en la jornada. La película austriaca Die Lebenden empieza poco menos que donde terminaba aquella película de Costa Gavras de Mucho más que un Crimen (Music Box) donde Jessica Lange acababa por las malas de tomar conciencia del oscuro pasado que ocultaba su amado padre y su papel en los campos de concentración. Aquí es una joven de 25 años un tanto rebelde y un mucho desubicada , Sita, quien se entera un día como por casualidad que su abuelo tiene ese mismo pasado oscuro y desenterrando, desenterrando, acaba por llegar a Auschwitz. Sita cuenta con la oposición de su padre, un hombre que ha dedicado toda su vida a negar y huir de ese pasado y con su propio caos emocional, acrecentado por el hecho de que justo antes de empezar a desenterrar el pasado nazi de su familia pasa una noche loca con un joven encantador… que resulta ser israelí. Claro, digamos que el timing como que no es el más apropiado, no.
La película de Barbara Albert podría haber resultado interesante si a) no existieran unos cuantos precedentes más o menos ilustres de películas sobre esqueletos nazis en el armario familiar cuyos pecados recaen sobre los hijos, que solo se reconciliarán con la vida cuando acepten esa realidad y b) si estuviera realizada de una forma mucho más dinámica. Uno tiene la misma sensación que comerse un kilo de polvorones en pleno mes de agosto con el calor: cuesta pasar la bola. Mientras Sita vagabundea de Berlin a Viena y de Varsovia a Rumanía haciendo averiguaciones y desentrañando los secretos de su pasado familiar, la morosidad narrativa de la película, que se toma mucho más tiempo del que sería razonable para desvelar cosas que uno anticipa desde bastante antes que sucedan, es capaz de aburrir al más dispuesto. Por otro, pese al estimable trabajo de Anna Fisher al frente del reparto, no existen tampoco demasiados alicientes en este campo a los que poder agarrarse. Todo de lo más correcto, todo de lo más plano, todo narrado con eficacia cerebral germánica… y una lamentable ausencia de emociones que hace que, básicamente, te importe más bien poco lo que descubra o le pase a esta chica confusa y perdida.
Sin embargo, hay un par de cosas salvables en la propuesta. La primera es una vieja grabación en video del abuelo de la protagonista en la que, en un estilo muy deudor de la narración de Lanzmann en Shoah, se hacen unas cuantas revelaciones sobre la condición humana de esas de poner los pelos de punta, mucho más impactantes que cualquier imagen. Uno diría que la directora encontró esas imágenes y armó su película alrededor de ellas, construyendo la historia desde ese punto, consciente de la fuerza de las mismas. Por desgracia para cuando llegan en el metraje, es bastante posible que el espectador ya se haya desconectado de la película. Lo otro tiene que ver con un par de detalles curiosos de guión, que aun siendo previsibles en su funcionalidad, no por ello dejan de ser efectivos: la evolución de esa difícil relación padre-hija, la necesidad de ésta que tiene más que ver con una pura intuición que con la certeza de que servirá para algo o el encuentro fortuito con una descendiente de un prisionero… en Auschwitz. Una película correcta sobre un tema ya sobado. Poco más.
The Attack
Vueltas de tuerca
Mucho, muchísimo más interés suscitó la tercera película del director libanés Zaid Doueiri, autor de West Beirut y Lila Dit Ça, que a diferencia de la anterior sí que conseguía plenamente su objetivo de enmarcar su relato en un conflicto muy visitado por el cine y ofrecer una perspectiva sino insólita del mismo sí lo bastante original como para resultar novedosa. El Atentado (The Attack), basada en el best seller del mismo título de Yasmina Khadra narra la historia de Amin, un prestigioso cirujano de pasaporte israelí pero nacido en Palestina que tras recibir un premio por su exitosa carrera se enfrenta a un dilema moral difícil de asimilar: alguien se ha volado con un cinturón de explosivos en un restaurante de la ciudad provocando la muerte de 17 personas, 11 de las cuales eran niños. Y todos los indicios parecen apuntar que la terrorista suicida no es otra que su esposa, cristiana y en teoría alejada de todo ese fundamentalismo integrista que ánima a convertirse en mártir por el supuesto bien de los territorios ocupados.
La perplejidad en la que se sume Amin es seguida por la frustración, la incomprensión y la ira, pues asumir que la persona con la que compartes la vida, tu compañera de viaje, sea capaz de un acto tan atroz que va en contra de tus convicciones más íntimas y, por lo que sabías hasta ahora, de las suyas, es algo nada fácil de asumir. Tras el inevitable interrogatorio policial y la pérdida de casi todo el crédito ganado con años de duro trabajo dentro de la sociedad israelí la que pertenece como parte de esa minoría de musulmanes con pasaporte, Amin hace lo único que puede hacer: viajar en busca de respuestas que le permitan entender lo que ha ocurrido.
La película de Zaid Doueiri es tan inteligente como interesante. Nunca antes que yo recuerde se había enfocado el inacabable conflicto palestino-israelí desde tan insólito punto de vista, el de la pareja de aquel que pudiera haber cometido un acto atroz. Si a eso le sumamos que la fe que profesaba su esposa no era la islámica sino la cristiana – aunque gracias a películas como Vals Con Bashir e Incendies ya sabemos que la forma de entender la religión cristiana por aquellos pagos no resulta precisamente muy caritativa que digamos sino que está mucho más en línea con el Dios vengativo y cruel del Antiguo Testamento – la cosa aun resulta más interesante aun si cabe. Doueiri maneja con habilidad e inteligencia los elementos que tiene a su disposición y genera en el espectador una incomodidad constante no solo por la enormidad del dilema moral al que ha de enfrentarse su protagonista – un estupendo Ali Suliman – sino por el evidente peligro que corre el protagonista por el solo hecho de atreverse a realizar las preguntas que usted o yo nos haríamos a gente que, por supuesto, no resulta nada recomendable hacérselas.
Doueiri consigue así darle una vuelta de tuerca de lo más interesante a un tema tan inabarcable como inacabable parece ser el conflicto que lo genera. No es ya solo el tema de la eterna disputa entre israelíes y palestinos, es una película que genera preguntas acerca de la identidad, de la confianza, de la importancia de las raíces de lo que se puede llegar a confiar o no en la familia y en la pareja, de cuando ese conflicto se enrosca en lo más íntimo de tu ser y no te deja respirar incluso cuando de manera completamente consciente no has hecho otra cosa que querer alejarte del mismo y vivir tu vida al margen. La ovación enorme que recibió en el Kursaal era merecida. Es otra firme candidata a no irse de vacío en el Palmarés. Y van…