La película que inauguró la Quincena de los Realizadores, Ouistreham, la dirige el escritor Emmanuel Carrère y está basada en un libro de Florence Aubenas. No sé hasta qué punto el libro, ambientado en el puerto de Ouistreham, parte de la experiencia que se narra en la película, en la que una escritora, Marianne (Juliette Binoche), se hace pasar por una recién divorciada que debe encontrar su primer trabajo y acepta uno como limpiadora en los ferries que cruzan el Canal hasta Portsmouth. Por el medio ha de falsear su verdadera condición y establecer unas relaciones de amistad, si no falsas, sí interesadas, al servicio de su investigación. Carrère llega hasta ahí, enuncia el dilema y lo deja sobre la mesa. Su película es tan irreprochable como pulcra, una película de guionista. Lo mismo sucede con Tout s’est bien passé, la película dirigida por François Ozon a partir de un libro autobiográfico de Emmanuèle Bernheim en el que relata la muerte de su padre y que está incluida en la competencia del Festival de Cannes. Sophie Marceau interpreta a Emmanuèle en la película y André Dussollier a su padre que, tras sufrir un ictus, pide a sus hijas que le ayuden a morir. El debate sobre la eutanasia se pone también sobre la mesa, de nuevo con pulcritud, pero sin demasiada convicción. La película refleja las dudas de las hijas, las que habrán de ayudar a morir a su padre, y se pierde en flash-backs y tramas paralelas que poco aportan al conflicto central, a veces con algunos apuntes de comedia que tienen algo de involuntario, como si Ozon no controlase el material que le ha proporcionado la escritora a la que adapta. En el mejor de los casos podríamos decir que estamos ante otra película de guionista. (Y, por si alguien preguntase, efectivamente, Mar adentro era mucho mejor, sobre todo a la hora de posicionarse a favor de la eutanasia).
Las de Carrère y Ozon son películas de tesis, películas que sugieren temas que los espectadores pueden debatir abiertamente a la salida de la sesión, posicionándose a favor o en contra, de la tesis de la película, que no de la película de tesis. Justo lo contrario que nos plantea Nadav Lapid en Ha’berech (Le genou d’Ahed) (Competencia oficial), puro agit prop, una película que es algo así como el reverso de su anterior, Synonyms, ambientada ahora en Israel, pero de la que conserva su misma energía y furia. Su mensaje no deja lugar a dudas, se expone sin ambages, sin darle al espectador la posibilidad de posicionarse en ningún sentido. Y lo hace a través de una puesta en escena portentosa, que desafía una y otra vez la mirada del espectador, cambiando de registro, poniendo a prueba la capacidad física de sus actores. El Ahed del título es Ahed Tamimi, una joven activista palestina que abofeteó a un soldado israelí y para quien un diputado pidió que le destrozasen la rodilla para que así nunca volviese a salir de su casa. En la película de Lapid, un cineasta, Y. (Avshalom Pollak), que está realizando un casting para buscar a su Ahed para un proyecto en el que está trabajando, es invitado a presentar una de sus películas anteriores en un remoto pueblo del Golan. Allí conoce a una funcionaria del gobierno, Yahalom (Nur Fibak), encargada del servicio de bibliotecas y una ingenua defensora de las tesis gubernamentales. Y. no es más que un (otro) trasunto del propio Lapid, como ya lo era el protagonista de su película anterior, un artista comprometido que no acepta los posicionamientos políticos de su país y que, inevitablemente, se ve inmerso en múltiples contradicciones, la primera, ¿la defensa de sus ideas le faculta para atacar y humillar a Yahalom?
Como Lapid, el protagonista de su película también perdió a su madre recientemente, que era además su colaboradora (en la escritura en el caso de la película, en el montaje, en la vida real). Esa pérdida planea sobre toda la historia, sobre el carácter irascible de Y., y con ella comparte la bella imagen final de la película, de un Israel desde encima de las nubes. Una imagen que bien podría enlazar con el tono de Cahiers noirs, una película de tres horas y media que el catálogo del festival no deja muy claro si son dos películas o una película dividida en dos partes. Como sea, se trata de una gran película, el homenaje que el cineasta israelí Shlomi Elkabetz le dedica a su hermana, Ronit Elkabetz, actriz protagonista de los cuatro largometrajes que codirigieron juntos. Ronit falleció en 2016, después del estreno de Gett, The Trial of Vivianne Amsalem, la película que les dio más fama. Elkabetz reconstruye sus años como cineastas, desde su primera película, To Take a Wife (2004), alternando sus imágenes, con su fuerte contenido autobiográfico (pues está inspirada en un conflicto sentimental que estuvo a punto de romper el matrimonio de sus padres), con grabaciones familiares en las que intervienen también los propios progenitores. Unas y otras establecen un diálogo que se va haciendo más sombrío a medida que la enfermedad de Ronit avanza, cuando parece ya inevitable que se cumpla la profecía del vidente marroquí que había pronosticado la muerte de su hermana. Sus imágenes finales con la cabeza rapada impresionan, pero más aún lo hacen sus extraordinarias capacidades como actriz, en los ensayos o en las distintas tomas y repeticiones del rodaje de Gett.
Me gustaría relacionar de algún modo esta película entre hermanos con otra entre una hija y su madre, pero Jane par Charlotte, esto es, Jane Birkin retratada por su hija Charlotte Gainsbourg, es una película amateur que, en su inanidad, nunca debería haber traspasado los círculos familiares. No, no era el día del cine francés.
© Jaime Pena, 2021 | @jj_pena
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