Como ya les comenté en la columna anterior, la cosa vino de matiné continuado y, después de que terminamos de ver 007… mi chuchi y yo salimos eyectados rumbo a otra de las salas del Multiplex de Belgrano, para ver Amanecer, la entrega final de la saga de Crepúsculo. Los que me leen hace rato, saben que he seguido la franquicia con anticipación y fidelidad y que me devoré los libros en su momento con avidez incontrolable lo que, técnicamente, me convierte en algo así como una fan, aunque no esté en el rango etario que corresponde a semejante título honorífico. Pero la realidad es que, como todos los romances que se basan en el apasionamiento insensato y la estupidez humana, este también tenía que terminar en algún momento. Y, como todos esos romances, este también terminó mal.
Ustedes saben que la mitología de vampiros es una de las favoritas de mi vida y que la he consumido de manera devota más o menos desde los trece años hasta estos días. He visto y leído muchísimo material sobre el asunto así que, sin falsas modestias, puedo decir que sé algo sobre el tema. Por supuesto, desde el vamos, los vampiros de Stephenie Meyer escapan redondamente a la mitología vampírica clásica, convirtiéndose así en algo más o, por qué no decirlo de una vez y con todas las letras, en algo menos.
Ya he perorateado hasta el cansancio, a cerca de la mojigatería espantosa que embadurna toda la saga. Pero a diferencia de lo que me sucedió cuando leí los libros esta vez, con la última película, sí que me rompieron soberanamente la paciencia. Tal vez es porque yo he cambiado, he crecido y he envejecido un poco. O tal vez sea porque la relación con la muerte va cambiando a medida que pasan los años y eso nos vuelve un poco más conscientes de nuestra propia finitud y de lo que ésta significa.
La muerte es, sin duda, el motor más grande que compele a los humanos a amar devotamente, apasionadamente y con entrega absoluta. Es la muerte también la que nos empuja a aparearnos hasta que nos salten los sesos, a perseguir el goce y el placer, a reproducirnos y a intentar cualquier forma de expresión artística o proeza aventurada que nos acerque a la grandeza o a una cierta noción de divinidad o de trascendencia. Todas estas urgencias vienen aparejadas a la idea de la muerte. Ahora, qué sucede cuando todo eso se evapora, cuando todo eso desaparece y no se yergue más como el tema central de la existencia… Bueno, parece que lo que pasa es en esos casos, es Crepúsculo…
Si me preguntan qué es lo que más disfruto de la saga, deberé contestar con total honestidad que me cuesta distinguirlo, sobre todo porque soy plenamente consciente del paupérrimo valor literario de la historia y de lo redondamente choto que fue su traspaso a la pantalla grande. Pero, aún así, me devoré los libros y fui, prolijamente, a ver cada una de las entregas de la saga, incluso con una anticipación rayana en el ataque de pánico. Al principio pensé que era por todo ese asunto de la inmortalidad y la invulnerabilidad de los vampiros: No podían morir, no podían enfermarse. Las dos cosas que representan mis temores más oscuros y mis insomnios más prolongados. En una época hasta pensé que sería maravilloso ser un vampiro y andar deambulando por los siglos de los siglos sin preocuparse por absolutamente nada. Después, vieron como son estas cosas, se te va muriendo gente amada o se te enferman amigos y parientes y entonces no sabés si estaría muy bueno esto de ir enterrando a todos los que conocés y amás y, por otra parte, ya no te resulta tan romántica la idea de convertirte en un cadáver que camina y cuyo aliento puede voltear un elefante. Por supuesto, la señora Meyer en su infinita pacatería, dota a los vampiros de un olor delicioso y muy dulce, que enmascara la realidad de lo que son: muertos que parlan.
Y eso es lo que me tiene la coronilla cuadrada…
Estaba en un dilema verdadero. No iba a encarar esta columna como una crítica cinematográfica, ya que mi compañero José Luis De Lorenzo había abordado el asunto hace semanas y de manera brillante por cierto; pero tampoco quería convertirla en una especie de queja rabiosa o pataleta inconducente. Es por eso que, echando mano a mi viejo método de llamadas telefónicas, le hice una pequeña entrevista a mi amiga María José (gran amiga de este espacio, doctora en historia, becaria de Conicet y frecuente fuente de consulta) que es una de la mujeres más inteligentes que conozco y que, a la vez, también es espectadora voraz de la saga de manera misteriosa. La pregunta que le hice fue: ¿por qué carajo nos enganchamos tanto con esto?
Enarbolamos una serie de teorías: el miedo a la muerte, lo retardado de nuestra adolescencia, el yugo de la belleza y la juventud, el terror al cambio, la subordinación a los principios religiosos con respecto de la sexualidad, la idea del príncipe azul e, incluso, barajamos la posibilidad (muy remota por cierto) de que, en realidad, sobreestimamos nuestra inteligencia y en el fondo tal vez no seamos más que dos imbéciles. Finalmente mi amiga me dijo que, para ella, no había que darle demasiadas vueltas: todavía nos atraen esos estúpidos conceptos conservadores y puritanos del sexo solo después del casamiento y el amor eterno que jamás se corrompe ni es tocado por la realidad de las cosas. Pensé que tenía razón y que es lamentable que, a esta altura del partido, sigamos colonizados por esos principios de mierda. Y lo más alarmante de todo, es que dejamos que la generación que viene se relacione a través de todos estos productos masivos, con esa sarta de nociones horrorosas, retrógradas y redondamente falaces.
El libro se quedaba corto, pero la película se queda más corta todavía. La trama está totalmente sujeta a la venida de los Volturi y deja detrás todo atisbo de suculencia. En segundo plano, casi por completo desdibujada, queda la imprimación de Jacob con la hija de Bella, un tema en el que había mucha tela para cortar pero que, por supuesto, era demasiado arriesgado a la hora de demandas por apología de la pedofilia, o de miradas sospechosas por lo riesgoso del vínculo. Por supuesto, con el éxito literario arrollador de la saga, nadie reparó en la metáfora que la imprimación conlleva ( la del matrimonio establecido desde la infancia o arreglado) atada al hecho de que toda la historia está escrita por una mujer mormona. Hasta Condon hizo la vista gorda y prefirió tratar el tema superficialmente y sin ningún tipo de compromiso. En tercerísimo plano queda el proceso del padre de Bella a la hora de asumirla vampiro y de reacomodar su realidad. Y no hay un solo lugar en toda la cinta, para los verdaderos dilemas morales que debieran tener estos personajes. Todo queda reducido a una serie de líneas de diálogos pelotudas y extremadamente livianas, que solo son redimidas por la batalla final, bien cruenta como le gusta a Condon pero que, por supuesto, es la única parte que no responde a los libros de Meyer.
Las actuaciones están verdaderamente deslucidas, salvo por un dignísimo Michael Sheen que hace lo que puede con lo que le han dado y un Taylor Lautner que muestra algo de sus dotes de comedia, los demás quedan rezagados con performances mas bien “livianitas” . Los efectos especiales dejan bastante que desear y, salvo por Bella, Edward y su vínculo de amor súper edulcorado, las demás relaciones de la historia están tratadas sin profundidad. La pregunta que subyace casi obligatoriamente es el por qué del funcionamiento masivo de la propuesta y de qué es esto síntoma. Además por supuesto, de la inevitable y poco fructífera duda, acerca de si el amor profundo y comprometido puede florecer en una existencia eterna, sin amenazas reales, sin envejecimiento y sin cambios. Meyer plantea al amor y al sexo perdurable como algo concebible solo dentro de la juventud. ¿Es eso lo que queremos? ¿Queremos leer acerca de dos tipos que van a tener 18 para siempre y que se casaron y se tuvieron el uno al otro sin alteraciones por lo que dure la eternidad? ¿ Por qué? ¿No es acaso la idea de no morir en soledad, de tener un testigo de nuestras vidas lo que nos lleva a conformar un pareja y a trabajar en ella cada día? ¿No banaliza por completo el vínculo amoroso, el hecho de circunscribirlo a la eterna juventud? ¿Preferimos ser cadáveres parlantes, tipos y minas que viven muertos, a morir como corresponde a nuestra naturaleza? O acaso el amor verdadero y sin egoísmos es concebible solo en la eternidad, cuando nadie necesita nada del otro más que su compañía y su presencia perenne…
Qué se yo…
Tal vez sean las palabras que Condon le atribuye al Volturi Marco, interpretado por Christopher Heyerdahl, cuando está a punto de ser asesinado luego de una existencia de miles y miles de años, las que nos acerquen a una respuesta genuina: “At last…” (“Por fin…”).
Y me gustaría mucho saber qué tienen que decir ustedes al respecto…