STAR WARS – Episodio III
LA PÉRDIDA DEL REINO
Lo ignoro todo de Star Wars. Vi solamente algunas de las películas y es poco lo que recuerdo de cada una. Identifico algunos personajes y tramas, pero eso es menos resultado de la memoria que de estar expuesto a la cultura ambiente. Esto me deja al margen de las discusiones de fans y críticos: no sé si Episodio III es de las mejores o de las peores, si se trata de una de una película muy querida por el público o si es de las odiadas por los seguidores duros con argumentos que solo ellos entienden.
Pasan apenas unos minutos de La venganza de los Sith y uno tiene la sensación de estar viendo un artefacto de otra era: la película se hizo hace quince años, pero todo bien podría pertenecer a un pasado mucho más remoto. Hay una batalla: los Jedi dirigen una misión de rescate y se enfrentan a una nube de enemigos. Obi-Wan Kenobi y Anakin conversan cada uno desde su nave: el intercambio de one-liners que puntúa la acción tiene una candidez infrecuente. Toda la escena discurre en ese tono encantador, como si la película suscribiera explícitamente a los códigos de un cine ya olvidado, uno que todavía podía permitirse esas inocencias. El mapa moral se traza apenas en unos diálogos: el bien y el mal son reconocidos enseguida, lo mismo que su disputa por el alma del protagonista. Los héroes son prístinos, sin segundas intenciones, capaces de sobreponerse a cualquier adversidad y de conducirse con elegancia y distensión ante los peligros más terribles. En ese reparto de roles no hay casi matices: George Lucas quiere contar una fantasía sin mala fe, que pueda vivir sola y más allá de las interpretaciones políticas. La única nota discordante es el personaje de Windu, que en más de una ocasión propone soluciones autoritarias que los demás Jedi desaprueban (se ve que después, con el personaje de Nick Fury, Samuel Jackson se transformó en algo así como un especialista en esto de componer a líderes de grupos de elite en busca de un poder mayor. Un encasillamiento raro y feliz).
Volviendo al comienzo, cuando los protagonistas alternan remates en el medio del combate, es imposible no observar también un anacronismo visual: los efectos especiales siempre de punta de Lucas, seguramente de lo más avanzado para el momento, no alcanzan todavía a borrar el rastro físico de la filmación. Todo esto produce un desfase muy agradable: la diferencia entre registro y creación digital es más o menos ostensible y eso, lejos de atentar contra el mundo de la película, lo vuelve más interesante, más robusto, más tangible. Hoy, una película así tendría hasta el último de sus rincones retocado con CGI: esa convivencia de actores de carne y hueso y de objetos materiales con diseño digital sería imposible.
La película abre un mar de diferencias con el cine actual: la distancia es de quince años pero se siente como un abismo, como si habláramos de dos etapas o dos tiempos incompatibles. No sé qué tan fiable sea la hipótesis, pero es conocida la explicación que ubica a la primera Star Wars como uno de los agentes responsables de la caída definitiva del New Hollywood: un cine independiente, adulto y poco complaciente era barrido por el retorno de las superproducciones escapistas del viejo cine clásico que infantilizaban al espectador (el maniqueísmo no me pertenece, viene ya con la hipótesis). Hoy, el escenario es distinto: el cine popular abandonó el modelo de la aventura simple, transparente, sin dobleces. Hasta las películas de superhéroes, que en el presente ocupan el lugar de eso que la gente que desconfía del placer llama escapismo (o pasatismo), necesitan pasar por oscuras, violentas, densas. Todo cambió y ahora es el cine que representaba Star Wars el que parece no tener más un lugar. El desparpajo lúdico de Episodio III es hoy un anacronismo o un lujo.
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