(Francia / Alemania, 2016)
Guión y dirección: Bruno Dumont. Elenco: Juliette Binoche, Valeria Bruni Tedeschi, Fabrice Luchini, Angélique Vergara, Jean-Luc Vincent. Producción: Rachid Bouchareb, Jean Bréhat, Muriel Merlin. Distribuidora: Alfa. Duración: 122 minutos
La caída
La acción de La Bahía (Ma Loute, 2016) transcurre en la década del ‘10 del siglo XX, en un paraje en el norte de Francia, sitio donde se están produciendo unas extrañas desapariciones de turistas. El nombre que la película tiene en castellano habla de un lugar geográfico concreto, escenario de los hechos, donde se cruzan dos familias opuestas por clase social y costumbres. Para los Van Peteghem es el enclave elegido cada año para pasar allí las vacaciones en su casa de veraneo. Para la familia Brufort, a la que pertenece Ma Loute (nombre que lleva la película en francés) es un ámbito de crimen y supervivencia. Un personaje de cada uno de los clanes escapará por un momento de su rol: la hija menor de los Van Pateghem, la andrógina Billie (Raph) y Ma Loute (Brandon Lavieville), el mayor de los Brufort, que vivirán una extraña historia de amor. Ambos personajes son los que generan más empatía en un cuadro en el que cuesta identificarse con la mayoría de los que los rodean. Su romance atraviesa un escenario donde los vamos a ver alejarse de patrones y mandatos familiares, buscando rescatarse entre sí.
La fisicidad prepondera, los personajes de La Bahía caen o están a punto de hacerlo permanentemente, en forma accidental o buscada, como el mismo Bruno Dumont, que decide a conciencia caer en lo bizarro, proponiendo un camino que para un espectador desprevenido no es fácil de transitar, en una historia que discurre entre el surrealismo y el slapstick (citas a Laurel y Hardy en los personajes de los policías), mezclado con la antropofagia, el hiperrealismo y el delirio extremos. Lo desagradable y lo espeluznante campean a lo largo del film, en un pastiche que suma excesos.
La muerte ronda el lugar, la clase social a la que pertenecen los acomodados Van Peteghem los lleva a actuar como estatuas vivientes, con movimientos duros y desafectados, en abrazos y besos simulados. Los Brufort, fuera del mundo de las convenciones sociales, parecen haber salido del documental Tierra sin Pan (Las Hurdes, 1932), el terrible e inolvidable filme de Luis Buñuel sobre una de las tierras más pobres y olvidadas de España.
El camino de Dumont se aleja en tono y atmósfera de casi todo lo hecho anteriormente en filmes como La Humanidad (L’humanité, 1999) o Flandres (2006), acercándose a su miniserie de cuatro capítulos, P´tit Quinquin (2014). El director mezcla actores y actrices de trayectoria como Juliette Binoche, Valeria Bruni Tedeschi y Fabrice Luchini con actores no profesionales. Extraño es ver caras reconocidas caracterizadas en su costado más caricaturesco y patético. Juliette Binoche gana en la partida con un personaje que irrita más que provocarnos gracia. Mención aparte merecen los policías, meros observadores que pretenden investigar cuando las pruebas desfilan delante de sus narices, o que en el caso del más voluminoso de ellos solo puede rodar por las dunas como un tonel o hincharse hasta volar en el aire como un barrilete. La Bahía propone un disparatado viaje al absurdo, un filme que desde su superficie luminosa invita a adentrarse en los pliegues más oscuros de la condición humana.
Sergio Zadunaisky | @dalecine
Entre caníbales
El director y guionista francés Bruno Dumont lleva más de dos décadas detrás de cámara capturando situaciones cotidianas, previsibles y banales. Su elección no es casual: desde su ópera prima, La Vida de Jesús (La vie de Jésus, 1977) pone el foco en los “lugares comunes” para exhibir el feísmo e interpelar al espectador -para que reflexione- ante las normas y leyes que conforman, inherentes, la sociedad del siglo XX. Quizá por eso, muchas veces, su cine -crudo y dramático- es rechazado. Sin embargo, este año el Festival de Cannes premió su último largometraje, La Bahía (Ma Loute, 2016). Esta coproducción entre Francia y Alemania le permite a Dumont incursionar por primera vez en el género de la comedia. Se sirve de ella para mostrar el batifondo rimbombante del sistema capitalista y lo ridiculiza sin perder el ojo crítico de su exitosa miniserie El Pequeño Quinquin (P’tit Quinquin, 2014)
Todo comienza en una locación: La bahía Slack Bay. Una pequeña y deslumbrante isla paradisíaca de aguas turquesas y arena blanca, ubicada en la costa Channel, que resulta el lugar idóneo para vivir o vacacionar. Sin embargo, no todo lo que brilla es oro y la panacea se ve amenazada por las turbulentas aguas del río Slack, cuya corriente en épocas de marea alta se une con el mar y pone en peligro la vida de los habitantes que, lentamente, comienzan a desaparecer. Hasta aquí, nada nuevo; más de un centenar de películas transcurren en una isla paradisíaca cuya tranquilidad es amenazada por un fenómeno natural. Pero la mente brillante de Dumont convierte este común denominador en una interesante propuesta donde todo se mueve al son de una tribu caníbal que convierte un sitio de relax en un lugar de supervivencia. Esa es la clave del éxito: fusiona el misterio de esta práctica antropófaga con un guiño de complicidad comunista. La conjunción de estos elementos convierte al film en una comedia negra, absurda y disparatada. Este recurso ya fue visto en películas de Jean-Luc Godard. Sin embargo, lo que sumerge al espectador en esta trama surrealista y tragicómica, empapada de situaciones delirantes que transcurren en el año 1910, es la originalidad narrativa del guión y la construcción de los personajes que, anclados a una mirada marxista de clases sociales, convierten la tranquilidad de esta isla soñada en un calvario. Introduce una suerte de disputa por el territorio entre quienes habitan su suelo y quienes allí vacacionan: En la cima de la bahía se ubica la mansión de una familia burguesa (los Van Peteghem), donde anualmente vacacionan y practican la endogamia para saciar su tiempo de ocio mientras se sirven y desprecian la clase trabajadora (la familia Bréfort: una comunidad de pescadores y granjeros de ostras) que habita la agitada zona baja de la bahía, sus costas. Esta estructura sugiere que en lo alto de la bahía está la sociedad burguesa, y en lo bajo, los trabajadores. De ahí que el clan Bréfort -los proletarios en términos marxistas- desarrolle este peculiar rencor burgués y gusto por la carne humana y, lentamente, se come a los despreciables miembros de la burguesía. Literalmente. Para Marx, “la sociedad puede visualizarse como una estructura, una totalidad orgánica con dos niveles: La estructura material compuesta por el aparato material productivo, las relaciones de trabajo, el capital y la propiedad de estos medios de producción (…) y el de la superestructura que al mismo tiempo está ‘montada’ por ‘encima’ de la estructura; como otro nivel o estrato social que establece la ideología dominante”. Este es el punto de ebullición y quiebre de la historia, que gira en función al choque de estas clases sociales y los valores morales que las dividen, al tiempo que las encuentra en el constante intercambio del mundo capitalista. Pero, ¿quién es preso de quién en esta historia?, ¿Quién se sirve de quién realmente?, y sobre todo: ¿Por qué y cómo desaparecen los turistas de la playa? Estos interrogantes son los que eficazmente logra revelar el director, quien vuelve a dar en la tecla y maneja a plena conciencia lo grotesco de la antropofagia y el incesto.
Párrafo aparte para el elenco conformado por un impecable cóctel de actores debutantes (los Bréfort), donde se destaca el protagonista Ma Loute (Brandon Lavieville) -que le da nombre a la película-, en conjunción con tres de las figuras más importantes del cine francés contemporáneo: Juliette Binoche, Fabrice Luchini y Valeria Bruni Tedeschi en roles impregnados de delirio místico, represión emocional, morisquetas y griteríos milimétricamente calculados. A ellos se suman los inspectores infames que intentan descifrar/resolver el rompecabezas de las desapariciones: Machin y Malfon, que recuerdan los tiempos de Laurel y Hardy, el Gordo y el Flaco, por su apariencia y las escenas ridículas donde, al menos media docena de veces; satiriza cómo el obeso cae al suelo de costado, de frente y de espaldas, sin poder levantarse a menos que su cadete lo ayude. Este cuadro visto en P´tit Quinquin, donde una dupla de gendarmes resuelve inexplicables homicidios.
Esta nueva y desconcertante propuesta de Dumont logra desenvolver el misterio de las desapariciones con éxito y deja claro que el realizador sabe cómo interpelar al espectador alejándose del drama. Su cambio estilístico funciona a la perfección de la mano de la tragicomedia, recursos como el slapstick, fusiones entre actuaciones llevadas al extremo de la mano de una brutal música lírica y el impecable elenco, como el personaje de Fabrice Luchini. Sin embargo, hubiese sido ideal que por ser su primera experiencia con el género no fusionara tantas situaciones, dado que introduce un amorío adolescente que nace -o muere- entre Ma Loute y la hija mayor de los Van Peteghem, Billy, a quien presenta como la encarnación de la androginia que no termina de resolver. De todos modos, La Bahía cumple su objetivo y se convierte en una joyita del cine francés que se mueve al borde del delirio y la creatividad al son de la corriente de izquierda, literalmente.
Luciana Calbosa