A Sala Llena

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DOSSIER

Roma en la Condesa. Pocas nueces y falsas polémicas

El fenómeno

Voy a ser sincero porque es de las pocas cosas que nos quedan. Yo quería ver Roma. Tenía expectativas desde que hace meses vi una de las primeras sinopsis: un plano fijo de un minuto entero durante el cual pasaba el agua con jabón hasta irse por una coladera en cuyo reflejo se veía un avión atravesar el cuadro. Era un ejercicio estéticamente hermoso y sensitivo. Una pinturita. Disfruté ese minuto y me mantuve a la espera. Desde ese día pasaron más de seis meses sin escuchar noticias de Roma, hasta que la semana pasada reapareció por todas partes. 

Primero el boca a boca del mundito cultural, después los carteles en la calle, después la polémica Netflix-Cinépolis, y finalmente, el mini-boom de las pocas salas en las que se iba a proyectar.

La polémica Netflix-Cinépolis, para los que no están en México y no la conocen, es la siguiente: la cadena Cinépolis, monstruo del cine masivo y comercial, se negaba a proyectar la película si Netflix, el monstruo del cine masivo y comercial de la gente que no quiere salir de su casa ni para ir al cine, no retrasaba la fecha de estreno, 14 de diciembre, a fines de tener un plazo suficiente de pantalla y por tanto de recaudación, antes de que se superpusiera con el estreno en interné y la gente pudiera verla tiradota en su sillón, en calzoncillos y con cuarto kilo de helado de chocolate y sambayón. Netflix se negó y la peli fue estrenada en algunas pocas salas no comerciales.

Hasta ese momento yo formaba parte del fenómeno Cuarón, feliz como perro con dos colas. Conseguí entradas para verla y me dirigí alegre como abeja a la flor, a verla a un cine en la Condesa. Una vez en la puerta esperando para entrar, algo me empezó a hacer ruido. Tanta gente deseosa, tantas ganas de estar ahí, de ver esa película, me comenzaban a dar señales de que algo ajeno a la propia película estaba sucediendo. Me empezó a dar la sensación, así de sopetón, de que ahí lo que había no era una peli sino un ejercicio de pertenencia. De pronto, de un momento a otro y sin previo aviso, justo un minuto antes de entrar a la sala pensé en Zama de Martel. Hasta ese momento todo iba bien, pero la visión del demonio Zama fue una iluminación divina. “Era obvio  -pensé-, cómo no me había dado cuenta antes, qué iluso que soy”. Cuarón es el Martel mexicano y todos nosotros, ahí fuera de la sala, mirándonos entre nosotros, somos los aspirantes a ser la crème de la crème de la Roma. La Roma es un barrio de la Ciudad de México, en el cual sucede la película y que vendría siendo algo así como una especie de Palermo. No se si Soho, Hollywood, o cual, pero cargado, seguro, de pretenciosas pretensiones.

En ese instante mis expectativas se derrumbaron como castillo de naipes. Tuve dudas, miedos, náuseas, sudor y lágrimas. Me sentí un iluso y supe que todo lo que estaba a punto de suceder era culpa únicamente mía. Nadie me había obligado a formar parte del culturismo vanguardista del buen gusto universal. Nadie me había obligado a formar parte del fenómeno Roma. Quise huir, pero ya era demasiado tarde. Mientras subía las escaleras pensaba, “Sebastian no jodas más, te estás inventando un fantasma gratuito, déjate de prejuicios y disfruta la peli”.

Los recursos

Empezó la película y todo iba viento en popa. La foto increíble, bellísima; los personajes, interesantes; la locación, indiscutible; la música, ideal; la recreación de época, insuperable; los guiños a la infancia, enternecedores; los paneos, los travelings, las grúas, los primeros planos, los cortes, logradísimos; los planos y las capas de sonido, creando múltiples ambientes en la misma escena, fenomenales. Hasta ahí todo iba bien. La cosa fluía y mis prejuicios se difuminaban. El fantasma de Martel empezaba, poco a poco, a desaparecer.

En la secuencia siguiente seguía todo igual. La foto, los colores, los escenarios, los travelings, los paneos, el sonido. Y la siguiente lo mismo. La foto, los colores, los escenarios, los travelings, los paneos, el sonido. Todo era técnicamente insuperable. Nadie en esa sala podía dudar ni por un segundo de las capacidades técnicas de su realización. Solo faltaba algo, un pequeño detalle: la historia. Detrás de esa genialidad técnica no había nada, absolutamente nada. Cuarón nos había dejado claro su poder de producción y nos había demostrado que tenía los recursos necesarios para hacer lo que le diera la gana, que no había capricho que no pudiera o pudiese alcanzar. Sin embargo, en esa sala, el frío helaba la sangre. Había utilizado todos los recursos inventados en el cine menos uno, el de contar una historia. Justo ese, el que nos hace humanos. A mí, para ser sincero, el único sentimiento que me generó fue ganas de irme y comerme unos tacos de suadero (una especie de vacío desmenuzado y convertido en fritanga) que había visto antes de entrar, justo en la esquina al doblar por la Avenida Insurgentes. Al cabo de la mitad de la película alguna gente sensata comenzó a abandonar la sala y yo solo pensaba que cuando saliera de ahí, de ese suplicio snob, iban a estar todos comiéndose mis tacos.

La distinción

Cuarón quería demostrar que era el mejor y sabía que en el mundo del cine sobraban instancias donde el valor técnico de la obra era suficiente para que los jurados se regocijasen en su amor propio, expresado, claro está, en forma de amor a la belleza lograda por Cuarón.

La distinción es una dimensión fundamental en las agrupaciones humanas. Diferenciarse del resto e incluirse en grupos determinados es inevitablemente humano. Es una forma de generar espacios de pertenencia y adscribirse a grupos con integrantes similares a uno mismo. Algunos son millonarios y lo demuestran comprándose mansiones y Ferraris en Miami, otros son progres y de la elite cultural y lo demuestran diciendo que les encantó Roma. Cuarón lo sabía y actuó en consecuencia. Pero no solo eso, también fue políticamente correcto y apeló a los sentimientos progresistas y buenaondistas de su circulo, y eligió a las mujeres y las empleadas domesticas indígenas como tema de su obra maestra, carente de empatía y sentimiento.

La polémica

Cuarón es un genio y todo lo que hizo le salió perfecto, incluso inventarse una polémica. La polémica entre Netflix y Cinépolis fue, sin duda, su gran obra de arte. Por un lado, pareció desafiar al emporio de las grandes salas comerciales y abrir el abanico del escenario de las formas de distribución. Sin embargo, lo que sucedió fue más simple y más brillante que eso: hizo pasar una película no comercial, susceptible de cuotas muy bajas de público en sala, por una película de gusto masivo, cuyo público no iba a poder verla en las grandes salas por culpa de la avaricia capitalista. Un espejismo total. El público mexicano no es el de Nueva York, que llena las salas para ver la ganadora del León de Oro. El público promedio mexicano, como todos los públicos promedios del mundo mundial, entre los cuales me incluyo, no saben qué es el León de Oro, más bien esperan el estreno de la nueva versión de El Rey León.

Cuarón, el genio que quiere ser artista, mató muchos pájaros de un tiro: no solo quedó como un progre que se enfrenta a los gigantes sino que, al vender la peli a Netflix, se salvó del fracaso en taquilla que se le venía encima y aprovechó, para más inri –me encanta escribir “para más inri”- el capricho de Cinépolis para hacernos ir en masa a todos los progres a ver su peli en la primera semana. Un Cinépolis, por cierto, que sabe que no pierde nada, porque el dinero se lo dan Los Increíbles 2, Iron Man 4 o Chucky 7, no Roma, pero que de cualquier manera tenía que marcar su lugar en el terreno y mear su arbolito. Así, gracias a la falsa polémica, Cuarón llenó las salas progres la primera semana y disimuló el vacío de las salas comerciales el resto de las siguientes semanas que nunca existirán.

© Sebastian Kohan Esquenazi, 2018 

Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.

https://www.youtube.com/watch?v=wM_TFwLRQAY

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