Killing Ground, de Damien Power (Australia, 2017 – Competencia Internacional), por Guido Pellegrini
Un thriller emocionante, salvaje, casi demasiado intenso. Su guión está tan pulido que brillan los diálogos y todos los pequeños detalles accesorios (una navaja suiza, dos escopetas, unos cuántos jabalíes) que terminan cumpliendo distintas funciones en la narración. Se tensa el arco, minuciosamente, a través del montaje y de la estructura narrativa, y luego se larga la flecha, que destroza todo en su camino hacia un final sangriento y feroz.
Ahora bien, la película está tan bien estudiada, que se convierte en un trabajo académico sobre las convenciones del género, sin la mirada crítica de Horas de Terror (Funny Games, 1997) ni el humor de La Cabaña del Terror (Cabin in the Woods, 2012). Y lo que es peor, reproduce los errores de films anteriores, perpetúa estereotipos que ya deberían haberse sepultado. Es el problema del cine de género más ciegamente devoto: tiende a la regresión o la repetición, no a la evolución. En este caso, se retoma el peor aspecto de un clásico como Deliverance (1972) –que acá se estrenó con el atinado título de La Violencia está en Nosotros–, su trama sobre un grupo de gente bien y civilizada de la ciudad (o por lo menos de clase media o media alta) que se hunde en la barbarie de zonas pobres y rurales, donde los locales no guitarrean plácidamente frente a murmurantes fogatas sino que violan, matan, torturan y persiguen a forasteros, porque son personas rudas y animalescas.
Killing Ground (2017) respeta tanto las reglas del género, que se vuelve predecible. Su esquema narrativo es demasiado transparente. Arranca con buenas vibras y delicados conflictos familiares. Vemos a una pareja joven que acampa en un parque nacional. En medio de la naturaleza, se comprometen. Cerca de su carpa hay otra, la de una familia igual de querible: un padre intelectual que recuerda los horrores del colonialismo en Australia y las matanzas que sufrieron los pueblos originarios, una madre poco desarrollada más allá de su rol maternal, un bebé supersónico que sobrevivirá lo imposible y una adolescente taciturna que suele tener pesadillas y que está por experimentar una más que real. También conocemos a dos pueblerinos, groseros cazadores de jabalíes, que actúan de forma sospechosa, mean sobre autos ajenos y no pueden ni levantarse de la cama sin ser agresivos. Para sorpresa de nadie, resultarán ser los villanos. Establecidos los victimarios y sus víctimas, la segunda mitad de la película desplegará una brutalidad impiadosa, que se impondrá como la contracara de los pasajes idílicos del inicio, yuxtaposición tan evidente como simplona.
Así prosigue este film, que está perfectamente filmado y editado, y que desemboca en un final justo y perturbador, de esos que parecen felices hasta que los analizamos detenidamente. Damien Power, el director, sabe cómo encuadrar y coreografiar escenas de acción y cómo prolongar una secuencia para intensificar su efecto. Killing Ground no parece una ópera prima sino la obra de alguien más experimentado. El guión, que él también escribió, permite un juego fluido con los motivos y la imaginería del género, sirve de trampolín para un sinfín de persecuciones, escopetazos, jabalíes, sabuesos, gritos desconsolados y un bebé todoterreno, que merodea en el fondo de una toma, sus lloriqueos confundiéndose con el parloteo de los pájaros, y la protagonista, más cerca de la cámara, que no lo escucha ni se da vuelta para encontrarlo. Todo perfecto, pero Power se obsesiona tanto por el funcionamiento de su relojito narrativo, que la película pierde capacidad de sorpresa, salvo por su nivel de violencia.
I Tempi felici Verranno Presto, de Alessandro Comodin (Italia / Francia, 2016 – Vanguardia y Género. Por Martin Chiavarino
Lobo suelto
Dos jóvenes que escapan al bosque para vivir una vida agreste, una leyenda sobre un lobo errante que mata por rabia y pesadumbre, una mujer que se enamora de un hombre que vive como un lobo son algunas de las historias que componen el tercer largometraje del realizador italiano Alessandro Comodin. A diferencia de su anterior opus John From (2015) el director impone aquí un lenguaje metafórico y poético sobre los orígenes de las leyendas, el amor y la atracción que los bosques ejercen en la imaginación.
Las historias se suceden con un tono seco y circunspecto, se entremezclan, dejando interrogantes en el relato que se abren cada vez que aparecen nuevos personajes; y así la narración crece y la leyenda cobra vida.
I Tempi felici Verranno Presto narra historias desesperadas de personajes atraídos por el bosque que buscan allí algo desconocido, que los impulsa a adentrarse para esperar que la naturaleza se manifieste de forma inesperada.
Desgraciadamente el guión de Comodin en colaboración con Milena Magnani no construye una historia coherente, dejándose llevar por los devaneos poéticos que en lugar de darle forma al caos impiden que el relato ancle en algún punto. Los significantes se extienden y la historia cae escenas inconexas, muy bellas por cierto, con una excelente dirección de parte de Comodin y una fotografía exquisita de Tristan Bordmann, pero a la deriva, sin un guión que articule las acciones alrededor de los misterios del bosque.
A medida que el metraje transcurre, el hilo del relato se vuelve más claro y la historia cobra fuerza pero quedan en el camino demasiadas escenas innecesarias para el significado y la música que no siempre acompaña las acciones, lo que se suma a los problemas del guión. Los tiempos mejores llegaran pronto pero la obra más conspicua de Comodin hasta ahora queda en el pasado.
Certain Women, de Kelly Reichardt (Estados Unidos, 2016 – Trayectorias), por Eduardo Elechiguerra Rodríguez
¿Por qué queremos conocer la vida de estas tres mujeres que viven en un pueblo pequeño de Norteamérica? ¿Por mera curiosidad? Dicho con sencillez: por los vínculos pequeños pero resonantes entre todos los personajes y su alrededor.
Reichardt, quien adapta tres historias de Maile Meloy, pone una lupa en la geografía de este pueblo para descubrir las almas que deambulan en él. Prueba de ello es la cámara que atiende a gestos de las actrices, reacciones de lo que habla el otro como cuando Fuller (Jared Harris) habla de que no tiene privacidad en la cárcel y Laura (Laura Dern) se enjuga los labios como si deseara tener privacidad ella también. Reichardt hace que los personajes dialoguen aún cuando la respuesta es el silencio.
Así, la interacción entre todos está agudizada por momentos vívidos. Los gestos de Gina (Michelle Williams) delatan que ella quiere las piedras que están en el terreno del anciano que visitan por un interés familiar con respecto a la casa que van a construir ella y su esposo, pero una vez que logra su cometido, lo valioso es esta interacción en torno al canto de las codornices. Como si en este diálogo de lo que hablan las codornices en su canto, Reichardt indagara en el universo que rodea a los personajes, a través no sólo de la composición de planos o los diálogos, sino incluso, con los sonidos. En el caso de los sonidos, el de la radio que se escucha en la historia de “The Rancher” (Lily Gladstone) o el posterior canto de las codornices en la historia de Gina espejea la rutina de ellas y le brinda sentido.
Este universo de sonidos, palabras y silencios que configura la película sostiene a los tres personajes principales. Genera una complicidad entre ellas en torno a lo que desean y necesitan: un lugar en sus respectivos ámbitos. También genera una compensación entre las tres mujeres porque, aunque todas reciben algún tipo de decepción en mayor o menor escala, termina tranquilizándolas la certeza de un vínculo en el caso de Laura, de una alegría en el caso de Gina, y de la rutina silenciosa con los animales para “The Rancher”. Todo esto brinda un respiro que permite captar las sutilezas de este pequeño universo, incluidas la presencia tan marcada de los caninos como homenaje, más que a Lucy, a los vínculos fieles.
El Corral, de Sebastián Caulier (Argentina, 2017 – Hacerse Grande), por Matías Orta
La adolescencia es un período complicado de la vida. Algunas veces, ciertas inquietudes derivan en comportamientos oscuros. El cine supo dar una buena cantidad de jóvenes tenebrosos. Michael Haneke se preocupó por el tema en Benny’s Video (1992) y Horas de Terror (Funny Games, 1997). ¿Y cómo olvidar a Brad Renfro en El Aprendiz (Apt Pupil, 1998)? Más acá en el tiempo, con distintos enfoques, Donnie Darko (2002) y Tenemos que Hablar de Kevin (We need to talk about Kevin, 2011), y podríamos seguir. El Corral (2017) sigue a esa manada.
Formosa, 1998. Esteban (Patricio Penna) es un muchacho tímido, víctima del abuso por parte de sus compañeros, ignorado por su familia, que trata de evadirse escribiendo poesía. Su vida cambia cuando llega al colegio Gastón (Felipe Ramusio Mora), un compañero rebelde, audaz y sensual para las chicas. Ambos formarán una inesperada amistad, en la que Gastón toma la iniciativa. Y la iniciativa se relaciona con cometer hechos vandálicos contra el colegio y algunos profesores, a fin de desahogarse, de inquietar un poco a esas ovejas de corral. Sin embargo, la escalada de actos prohibidos irá en aumento, y Esteban empezará a cuestionarse los comportamientos de su amigo y de sí mismo.
En La Inocencia de la Araña (2011), su ópera prima, el director Sebastián Caulier ya había presentado a dos chicas obsesivas incursionando en episodios violentos. Aquí sigue en esa dirección, y le agrega más elementos sexuales y sangrientos. La relación entre Esteban y Gastón remite a la de Ryan Gosling y Michael Pitt en Cálculo Mortal (Murder by Numbers, 2002), donde también el rebelde arrogante ejercía su influencia sobre el más sumiso. Por supuesto, Caulier prescindió de otros puntos de vista y se centra Esteban, quien además de tener un amigo por primera vez, irá haciendo descubrimientos típicos de la edad.
La elección del elenco protagónico es uno de los puntos fuertes de la película, además de ciertos climas donde se mezcla la cotidianeidad con lo siniestro. Y aunque en determinado punto la historia se vuelve predecible, no pierde interés.
Mitad thriller, mitad historia de madurez, El Corral no deja de ser un film diferente dentro del cine argentino. Caulier confesó que es parte de una trilogía que comenzó con La Inocencia…, de manera que queda esperar un nuevo opus con psicópatas sub17.