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CRÍTICAS - STREAMING

Brian Wilson: Long Promised Road

El toque de genio, esa genialidad en bruto que se ofrece de canal transmisor con el Cosmos salvó la vida de Brian Wilson, un estadounidense sencillo y terrenal (el apellido Wilson es uno de los más populares en los Estados Unidos), californiano voluminoso amante de la música y de la playa, aunque nunca surfeó. Wilson es un ser amable pero elusivo y oculta un alma hipersensible, lo que mancomunado a su porte físico nos remite a la expresión anglosajona “gentle giant”, nuestra “grandote bonachón”. Artista atormentado, introvertido e ingenuamente humilde –o sea, humilde por naturaleza–, de una americanidad insoslayable a simple vista, calificada tanto en su porte de jugador de fútbol americano con flequillo ladeado a-lo-lector-de-revista-Archie, como en su manera práctica y expeditiva de comunicarse verbalmente: ni una palabra de más.

Wilson parece en sí mismo un personaje descartado de la película American Graffiti, la elegía que elegía George Lucas para llorar sobre los hombros de los idílicos, industriales, automovilistas y americanistas años cincuenta.

En la escala de apreciación pública de sus colegas, Wilson es el único artista musical al que Paul McCartney le dedicó ditirambos casi al punto de compararlo con él mismo (je, el ego de Macca), tras admitir que, si bien “Pet Sounds” existe porque existió antes “Rubber Soul” (“‘Rubber Soul’ me hizo escribir ‘Pet Sounds’”, dice Wilson en el documental, aunque lo dijo siempre), “Sgt. Pepper’s Lonely Heart Band” es consecuencia directa de la estupefacción armónica que fermentó en McCartney tras escuchar los surcos vinílicos de “Pet Sounds”, enervando su espíritu competitivo al máximo, un tipo de competitividad centrada en la autosuperación profesional que al Arte siempre agradece.

Hay un aspecto admirable en este documental biográfico, que peca en exceso de convencionalismo y reverencias –los autores podrán embestirse de hagiógrafos con plena coherencia, y serán aceptados–: con alternancia más que aceptable, Brian Wilson: Long Promised Road logra escaparse de la ruta principal del relato, asfaltada y armónica, consensuada y autorizada, familiera y hitera, para desviarse por una calle de tierra llena de baches en la que toma el volante el propio Wilson, con la mirada vidriosa ensombrecida por los yacimientos de dolor del pasado. Wilson, con una calma de espíritu que obedece no tanto a las toxinas de su medicación como a su temple habitualmente sereno –el material de archivo lo atestigua rotundamente–, ofrece un recuento honesto de las turbulencias de su frondosa vida psíquica. En este trip retro es guiado por el coprotagonista de la película, el editor de Rolling Stone Jason Fine. Fine es amigo personal de Wilson, un hombre de confianza en su entorno. Pero Fine es también inteligente y no le da la palabra a Wilson sentado en su living con un caniche en la falda. 

No. 

Wilson, envejecido y feliz, pensativo y modesto, habla –a veces pareciera que simplemente va a titubear–, habla mucho y en primera persona, en primer plano o en plano medio, con todas sus prerrogativas médicas y desventajas de salud a cuestas, con asistentes que lo ayudan a caminar de la mano, y casi siempre morfando algo hipercalórico como una copa helada. El detalle de las manos entrelazadas de amigos y asistentes ayudándolo a bajar de un auto o a simplemente a girar sobre sus pies, lejos de entroncar con la sordidez del aspecto sensacionalista de la vida de un paciente médico crónico que le haría caer la baba a E! Entertainment, tizna de ternura situaciones que se desarrollan en un ámbito implacable como el del rock, en el que los viejos son dejados atrás para que mueran solos yendo rengueando al cementerio de elefantes.

Brian Wilson es un genio, claro, pero también podría tratarse de una extraña entidad corpórea henchida de luz interior a punto de explotar por la imposibilidad de contenerla a toda. Cuando alguna vez toda esta luz fue mal contenida y explotó, le diagnosticaron un desorden psicoafectivo grave, que rige sus horarios y rutinas al día de hoy, orbitando todo el orbe Wilson a su alrededor. 

Como el logo animado de El enigma de otro mundo de John Carpenter, el original The Thing que se resquebraja, dejando filtrar por sus grietas rayos de luz enceguecedora, decíamos, Wilson sigue entre nosotros componiendo música y mirando todo a su alrededor como si lo viera por primera vez con sus ojos azules de surfer sin surf; es que, si la vieran, a la película, verían que la mirada de Wilson es una película documental aparte, un spin-off ocular de revelaciones místicas constantes en la medida que nuestro grandote bonachón observa todo lo que pasa a su alrededor con la capacidad de maravillarse de un bebé hipertrófico rodeado de estímulos. La boca de Wilson, por su parte, se ladea hacia la izquierda, casi con la elongación de una parálisis facial. La izquierda es nuestro hemisferio femenino, la Madre. Pero el documental nos deja esa espina sin quitar; no habla de la madre, una sombra argumental que no deja de ser elocuente en la vida de un chico humillado por un padre atroz. Sé que ahora están todos ocupados con The Beatles: Get Back, de Peter Jackson, el evento audiovisual del año, pero este trabajo revela algo que merece la misma revelación.

Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.

(Estados Unidos, 2021)

Dirección: Brent Wilson. Guion: Brent Wilson, Jason Fine, Kevin Klauber. Duración: 92 minutos.

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