A Sala Llena

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Con el corazón en la garganta…

Con el corazón en la garganta…

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Pocas cosas tan narcóticas, tan poderosas, tan consumidoras de la mente, el espíritu y el cuerpo, como el sentimiento de anticipación. Esa especie de frenesí que nos asalta a la hora de tener que esperar un acontecimiento que deseamos de manera portentosa. Esos hechos por los que aguardamos al salto por un bizcocho y que, se supone, van a sucedernos a no ser que algo inesperado, impensado, espantoso y sorpresivo nos ocurra. A nadie se le ha pasado por la mente nunca que, el cumpleaños que hemos estado organizando durante meses, o el casamiento, o el viaje tan anhelado por Tanganica por el que ahorramos hasta el último peso, pueda llegar a suspenderse porque hemos ganado la lotería. Para que un evento de tal magnitud e importancia en nuestra vida quede suspendido, generalmente lo que ocurren son cosas malas, cosas de mierda. Y uno lo sabe, sabe perfectamente que es factible que algo nos cague el pastel justo antes de comerlo y es por eso que nos anticipamos tanto y nos excitamos tanto, mientras el tiempo de la espera nos consume.

Recuerdo la primera vez que vi la cola de Episodio Uno: La Amenaza Fantasma. Creo que alguna vez se los conté, pero cabe traerlo ahora a la memoria: mi esposo y yo estábamos en los viejos cines de El Solar de la Abadía, ahora ya no existen por lo que no ofendo a nadie cuando digo que las salas eran bastante pedorras, pero muy cómodas. No iba demasiada gente y uno se sentía muy a gusto con las viejas de peinado hongo y los chicos que se hacían la rata al colegio. Nos sentamos para ver Dios sabe qué película en aquel momento y de golpe, el logo de Lucas Films, apareció en la pantalla. Dios mío, no puedo ni empezar a explicarles la euforia terrible que se apoderó de mi. Estaba genuinamente angustiada, excitada y feliz. Se me saltaban las lágrimas de los ojos y el corazón me latía  en el pecho, amenazando con infartarme en cualquier momento. Recuerdo que el tráiler terminaba con la voz (tan característica) del tipo que narra casi todos los adelantos, diciendo con eco: “Episode One”, y terminaba con la pantalla negra. Todavía hoy siento el poder de esa voz en mis oídos y en mi estómago. Cada tanto, si me tengo que poner las pilas para algo y me está costando, me miro en el espejo, imposto la voz y me digo: “Episode one, Laurita, Episode One”. Cuando, por fin, después de meses de esperarlo con el alma en vilo, el film se estrenó y estaba haciendo la cola para verlo, el terror de morir antes me consumió la cabeza. Es decir, todos esos meses lo había sentido, pero ahora era más horrible que nunca. Sé que suena increíblemente loco, pero era así. Había esperado tanto tiempo, tenía tanto deseo acumulado, tantas dudas, tanta ansiedad, tanta infancia, tanto cine… Era un acontecimiento remarcable en mi vida, algo que no olvidaría nunca y estaba a punto de suceder. Pero todavía no estaba sucediendo. Fue solo cuando la sala estuvo a oscuras y por fin empezó la película, que recién pude sentirme a salvo. Ya la estaba viendo, ya estaba allí. Estaba pasando. Cosas parecidas me sucedieron con mi cumpleaños de quince, mi ida a la universidad, mi casamiento, mis rodajes y mis viajes. Pero una vez que estaba allí, el miedo se retraía, se replegaba y me envolvía esa extraña necesidad de dejarme llevar, de entregarme al devenir del universo. Me pregunto qué me pasará ahora cuando, después de esperarla con una ansiedad feroz, me meta a un cine para ver Batman: El Caballero de la Noche Asciende.

Hace mucho tiempo que esperábamos esta película. Probablemente, para algunos ese tiempo se haya vuelto demasiado. Su antecesora, El Caballero de la Noche, había sido tan espectacularmente buena, que no podíamos menos que comernos los codos mientras se nos venía encima esta tercera entrega de la saga de Nolan, un director que, sin lugar a dudas, está en categoría “prodigio” desde hace ya un tiempo más que considerable. Sabíamos que iba a ser buena, que iba a ser una de esas películas que jamás olvidaríamos.  Hasta ahí, el cuento de hadas de nuestra vigilia iba por “había una vez”.

A veces, para que se comprendiera la estructura clásica de un guión (introducción, primer punto de giro, punto medio, segundo punto de giro y desenlace) a mi profesor Lito Espinosa, le gustaba usar la plantilla del cuento de hadas clásico. Así, un guión podía formularse de la siguiente manera:  Había una vez, una princesa que vivía en un reino muy feliz (introducción). Pero un día, una malvada bruja llegó y quiso sacarle los ojos con una cuchara (primer punto de giro). La princesa huyó por el bosque y, con la ayuda de un leñador enano, se quedó a vivir en la casa de unos osos amigables. Allí creyó que podía ser feliz (punto medio). Pero la malvada bruja la buscó tanto que, para su desgracia, la encontró (segundo punto de giro). Y entonces la princesa no tuvo más que defenderse para salvar el pellejo y, tomando una enorme bazooka de la pared de la casita de los osos, le voló las verrugas a la vieja, que desapareció de la faz de la tierra dejando solo sus horribles zapatos. Y así fue que la princesa, pudo vivir por fin feliz y comiendo perdiz (desenlace). Si me lo preguntan a mí, yo estoy paradita exactamente en el segundo punto de giro de la historia: Había una vez una muchacha que se salía de la vaina por ir a ver Batman: El Caballero de la noche Asciende, había esperado muchísimo para hacerlo y parecía que por fin sucedería. Pero un día, un maldito hijo de re mil putas, loco de mierda, entró a un cine de Denver y mató a una docena de personas.

Si, lo de este imbécil nos sacudió a todos, nos despeinó nuestro sueñito de seguridad, de amparo y de tranquilidad dentro de una sala de cine. Basta ver las declaraciones de Christopher Nolan solamente, para poder mensurar lo que se nos ha arrebatado con este episodio tan repudiable y sangriento.  Se violó un espacio sagrado que, para muchos, representa la misma paz, el mismo goce, la misma introspección, el mismo refugio que un templo. Y eso es imperdonable, porque cuando uno está frente a una pantalla de cine, se sume en un estado de inocencia tal, que redunda en la más absoluta de las indefensiones. Estamos con los muros abajo, volvemos a ser seres capaces de maravillarnos, de sorprendernos, de creer lo que se nos cuenta con ingenuidad devota. Relajamos nuestra frente, perdemos nuestros prejuicios, nos dejamos entibiar por la butaca y casi no recordamos que hay una vida a la que salir, después de que termine la película. Es como volver a la niñez. De alguna manera, ser asesinado en un cine, con la guardia tan baja, es como ser asesinado en la infancia. Es por eso que lo que sucedió es tan inexplicable y absurdo, como execrable y difícil de creer.

El primer miedo que tuve cuando escuchamos la noticia (egoísta y estúpida de mí) fue que se suspendiera el estreno. Nada más difícil que ponerse en el lugar de los muertos. Siempre es más sencillo desviarse por el camino del capricho, de la puteada vacía y de las distracciones que permite el hecho de estar lejos del dolor verdadero. Pero, después, con la cabeza y el corazón más despiertos, no pude más que imaginarme lo horroroso de todo aquello y quedé inconsolable. Cuantos sacrilegios fueron cometidos ese día. Cuanta mierda fue desparramada. Cuanto espanto. Nuestro refugio en el mundo, mancillado con sangre.

No podía escribir esta columna acerca de ninguna otra cosa, por más que este espacio sea generalmente ocupado por el humor y la alegría de hablar de cine en lenguaje corriente. Lo que ha sucedido nos deja desnudos y pone en peligro una de las fuentes más valiosas de educación, reflexión, esparcimiento y sublimación que tenemos como seres humanos, por lo menos en occidente. Entrar con miedo a una sala de cine, es sinónimo de no entrar. Defendámonos, no dejemos que eso ocurra nunca más. No permitamos que ese lugar maravilloso en el que recuperamos nuestra inocencia, en el que nos sentimos fuertes y nos abrimos a todas las posibilidades de la vida, sea ultrajado nuevamente con el horror y el asesinato.

En algún momento tuve dudas acerca de ir a la función del jueves, me entró pánico. Empecé a dar vueltas, a elucubrar teorías y a sentirme terriblemente en peligro. Pero me di cuenta que la única batalla que nos queda por librar para recuperar este domo sagrado que es la sala de cine, es en contra del miedo. Alguien me dijo que Batman: El Caballero de la Noche Asciende, es la película de la década, que es tan emocionante que deja la belleza marcada en la piel.  Y yo no me la quiero perder, aunque haga la cola con el corazón en la garganta.

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