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CRÍTICAS - CINE

Crítica: Ready Player One: Comienza el Juego (Ready Player One), por Jaime Pena

(Estados Unidos, 2018)

Dirección: Steven Spielberg. Guión: Zak Penn, Ernest Cline. Elenco: Tyle Sheridan, Olivia Cooke, Ben Mendelsohn, Lena Waithe, Simon Pegg, Mark Rylance. Fotografía: Janusz Kaminski. Edición: Michael Kahn, Sarah Broshar. Música: Alan Silvestri. Producción: Donald De Line, Dan Farah, Kristie Macosko Krieger, Steven Spielberg. Distribuidora: Warner Bros. Duración: 140 minutos.

HUEVOS DE PASCUA

En Columbus Kogonada retrataba la utópica urbe de Indiana que ha logrado constituirse en una especie de meca de la arquitectura moderna, una suerte de paraíso en el que el urbanismo y las artes en general se han integrado en perfecta armonía con la naturaleza. En Ready Player One Steven Spielberg se traslada 300 kilómetros al este y se adentra casi 30 años en el futuro para retratar una distópica Columbus, en el vecino estado de Ohio, ciudad en la que vive Wade Watts (Tye Sheridan), huérfano de 18 años, habitante de un barrio marginal, las Torres, en el que los pequeños habitáculos se han desarrollado en altura, conformando una colmena que sería la pesadilla de cualquier urbanista.

Casey, la protagonista de Columbus, estaba atada a su ciudad por un lazo umbilical, un sentimiento de apego y responsabilidad hacia su madre que le impedía escapar y progresar en su vida académica o profesional. Wade, como toda su generación, ha encontrado una vía de escape en la realidad virtual, en concreto en un videojuego llamado OASIS en el que él o su avatar, Parzival, puede aspirar a heredar toda la fortuna de su creador, James Halliday (Mark Rylance), si supera distintas pruebas y finalmente, gracias más a la astucia que a la habilidad o a la valentía, descubre el Easter Egg que se encuentra escondido en el corazón del videojuego.

Si OASIS es un mundo alternativo que conjuga las características de un avanzado videojuego con las de una red social tipo Facebook, la realidad no es más que un trasunto prosaico de ese mundo virtual: en OASIS se explicitan las batallas que en el mundo real se libran de manera subterránea, de ahí que una voraz empresa financiera, IOI, quiera hacerse con el control de OASIS, al fin y al cabo controlar OASIS podría significar controlar el mundo. La gran paradoja de Ready Player One es que ese mundo global es en realidad glocal: tanto la empresa como todos y cada uno de los personajes residen en Columbus, Ohio, lo que en realidad contradeciría la promesa de las redes sociales (y de Internet) de un universo ilimitado en el que habrían desaparecido las distancias.

IOI pretende convertir a todas las personas en clientes, lo que en su argot quiere decir algo así como rehenes hipotecarios, esclavos que han de sacrificar su libertad para trabajar para los intereses de dicha corporación. Esta crítica a las entidades financieras y al capitalismo corporativo no es muy sutil, nunca lo fue en este tipo de distopías y las metáforas políticas no son la principal virtud del cine de Steven Spielberg (los sucesivos finales de The Post, recalcando el discurso sobre la libertad de prensa, como ejemplo más reciente). Y en este caso, además, resulta un tanto contradictoria, pues el premio final no es otro que la propiedad de la empresa más valiosa, es decir, hacerse multimillonario. Ready Player One no crítica a las grandes corporaciones, sino su modelo de gestión: el cómo y no el qué.

Muchas películas se han servido de esta dicotomía entre la realidad y una realidad paralela o alternativa, fundamentalmente en el campo del fantástico y la ciencia ficción, desde The Matrix a Jumanji, pasando por Avatar o buena parte del anime japonés. Sin embargo, la particularidad de Ready Player One, tanto de la novela original de Ernest Cline como de la película, reside en esas pruebas que ha de superar su protagonista, que no son otra cosa que una traslación de los gustos de su creador, Halliday, su particular isla desierta, un universo referencial que bebe de la cultura pop de los setenta, ochenta y noventa: los primeros videojuegos, el cine de esos años, la música de finales de los setenta y principios de los ochenta.

Una discusión entre Wade y el malvado presidente de IOI, Nolan Sorrento (Ben Mendelsohn) (me gustaría pensar que el nombre esconde una referencia a Christopher Nolan y Paolo Sorrentino, cineastas malvados per se, pero ya figuraba tal cual en la novela de Cline), puede versar en torno a las películas de John Hughes, una de las pruebas les obliga a adentrarse en el hotel Overlook de El resplandor, además de en los personajes y la trama de la propia película de Kubrick, mientras que en un discoteca sonarán, sin solución de continuidad, Blue Monday y Stayin’ Alive y a Samantha (Olivia Cooke) se la presenta con una camiseta con la portada de Unknown Pleasures (las referencias a videojuegos son incluso mayores, pero, más allá de las evidentes, se me escapan: soy de esa generación que aún se resistió a esa moda en los ochenta y luego ya no supo cómo subirse al carro). La acumulación de citas y el virtuosismo con el que se integran en el relato provocarían la envidia de un Tarantino, pero en realidad, más que citas, son el pavimento que permite que el relato avance, los huevos de Pascua que los espectadores (los personajes) van descubriendo como si se tratase de una novela en clave en la que el conocimiento de la materia (los guiños entre conocedores) son directamente proporcionales al disfrute de la trama.

Desde los tiempos de Sherlock Jr., la pantalla de cine en el marco de una película siempre ha sido un espacio de evasión, un mundo fantasioso en el que los personajes de la ficción dejaban atrás los problemas de una realidad mucho más sórdida. Salvo en Pierrot le fou, en la que Belmondo recomendaba ver por tercera vez Johnny Guitar para así educarse, lo habitual es que los personajes de las películas que entran en un cine lo hagan para evadirse y buscar un lugar en el que los sueños se puedan hacer realidad, aunque solo sea virtual o imaginariamente (último ejemplo: La forma del agua), es decir, como los propios espectadores de esa ficción. Buena parte de la filmografía de Spielberg se ha sustentado sobre esta búsqueda del placer, de un ideal que entendía el cine como la plasmación material, aunque fuese sobre una pantalla bidimensional, de mundos imposibles (¿qué es sino Jurassic Park?).

Esta sería también la función que cumplirían la realidad virtual y los videojuegos en Ready Player One. Pero en esta ocasión Spielberg se topa con una imposibilidad conceptual. El cine nos propone siempre un relato unidireccional, un trayecto decidido de antemano por su creador en el que los atajos o las derivas para buscar posible huevos de Pascua están prohibidos. Los videojuegos se sustentan en la interacción, entre varios jugadores o entre el jugador y el propio juego, en la posibilidad, siempre contemplada, de que nunca se llegue hasta el final. Ready Player One, como cualquier película sobre videojuegos, aunque en este caso se trate de una película que adapta una novela, no un videojuego, requiere de espectadores, no de jugadores, por lo tanto de un destinatario pasivo y no proactivo que nunca podrá ser partícipe de la experiencia de sus personajes. Hacer una película sobre un videojuego es como escribir sobre música o bailar sobre arquitectura.

 

 

© Jaime Pena, 2018 | @jj_pena

Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.

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