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CRÍTICAS - CINE

Crítica: Yo soy Simón (Love, Simon), por Daniel Nuñez

(Estados Unidos, 2018)

Dirección: Greg Berlanti. Guion: Isaac Aptaker, Elizabeth Berger. Basada en Simon vs The Homo Sapiens Agenda, de Becky Albertalli. Elenco: Nick Robinson, Josh Duhamel, Jennifer Garner. Producción: Marty Bowen, Wyck Godfrey, Isaac Klausner, Pouya Shahbazian. Distribuidora: Fox. Duración: 110 minutos.

Simon Spier es un adolescente común y corriente. Vive con su familia integrada por su padre Jack, su madre Emily y su hermana menor Nora. El entorno de apariencia idílica es interrumpido por una confesión personal: es gay. No porque esto suponga una ruptura con los valores culturales, familiares e institucionales, sino porque, como todo secreto, responde a la dominación total de los miedos personales del sujeto. Salir del closet es en definitiva toda una epopeya para Simon. Lo deja bien claro cuando cuenta que un alumno de la escuela donde asiste reveló su homosexualidad a los 9 años, acentuando su valentía.

Un día Simon se entera de que un estudiante confesó en línea su homosexualidad, pero sin revelar su identidad y escondiéndose bajo el seudónimo de “blue”. Tras este acto Simon corresponde íntimamente al misterioso personaje y, luego de una conexión instantánea, comienzan un romance. El conflicto se entabla cuando su amigo Martin descubre los correos y lo chantajea para conseguir una cita con Abby, una de las mejores amigas de Simon. El joven accede a dicha demanda creando una enorme falacia, manipulando a su entorno sin medir las consecuencias.

Yo soy Simón (Love, Simon; un título más acertado sería Con amor, Simon) parte de un universo cinematográfico particular ya que evade eficazmente los parámetros que suele exhibir el cine con temáticas de homosexualidad. En ella hay mucho de la mejor tradición de la Nueva Comedia Americana (Ligeramente Embarazada, Virgen a los 40, Adventureland), dejando en claro el tono en solfa que esgrime sin resaltar las solemnes tragedias humanas que narran este tipo de films (como sucede en Moonlight o en Secreto en la Montaña).

Simon afirma constantemente que todo en él y su entorno familiar es de paso, perfectamente normal como el de cualquier otro, salvo (y ese “salvo” es lo particular a resaltar) por su secreto: el protagonista no se avergüenza de ser homosexual, y dentro de su ser lo expresa libremente, sin hacer culpógena la estadía del espectador en su mundo, aunque teniendo en cuenta las repercusiones que conlleva. El secreto solo se aplica a los seres que lo rodean y no al espectador cómplice de sus peripecias, de su carrera entre la verdad y la mentira y del suspenso que ello implica. Un barniz casi de aventura que, sabemos, no experimentará vueltas de tuerca sorprendentes sino más bien el goce por ver cómo ese joven de caminar medio tosco resuelve la tragedia invisible que lo estremece. Una tragedia ligada a los miedos de la revelación; el peso de la carga sobre la inseguridad como estigma funcional a la pubertad avanzada. Ese es su verdadero enemigo.

Yo soy Simón es un coming of age sobre la transición de un adolescente (y la adolescencia en general) hacia la joven adultez, con sutiles cargas sexuales y la inocencia que puede revestir un muchacho de 16 nacido bajo un seno familiar casi perfecto (su familia parece cercana al progresismo sin demandas por la derecha o la izquierda). Un relato de superación clásico que arrastra la costumbre de aquellas comedias románticas juveniles de los 80. No se puede soslayar la influencia de John Hughes, realizador de El Club de los Cinco (1985) y Se Busca Novio (1984), donde los dramas existenciales de la adolescencia aparecen por obra del entorno familiar y escolar bajo signos de tempana angustia.

Desde lo formal el film orquesta una suerte de mirada sobre el cine de manera inconsciente ya que enfatiza la importancia de una puesta en escena -la que lleva a cavo Simon protegiendo su secreto- si lo que se quiere es engañar (no por nada en el colegio montan una obra de teatro sobre el film Cabaret). Simon se convierte en una especie de director que maneja a gusto a sus amigos y familiares, generando situaciones y decidiendo por la suerte de cada uno, construyendo el relato bajo su puesta en escena. Ese mundo se transforma entonces en su película, que existe por obra y gracia de sus demandas emocionales y psicológicas. El cine es ante todo un engaño al ojo y a las percepciones del espectador: el arte de saber manipular.

Por momentos la película engaña al espectador ya que puede ser más arriesgada de lo que parece. Ejemplo: en una escena Simon se disfraza de John Lennon (a quien frecuentemente se le adjudicaban tendencias homosexuales) para una fiesta. Lo más interesante es el metalenguaje que se genera a partir de un chiste cuando sus amigos no reconocen el personaje, confundiéndolo con Jesús. Más adelante, como una especie de Neo-Jesús, Simon renacerá y será otro, liberado y liberando involuntariamente a quienes no se animaban a salir del closet.

Yo soy Simón genera una enorme camaradería para con el espectador, pues la construcción de personajes –criaturas profundas, ambiguas, misteriosas, inseguras, simpáticas, contradictorias- nos ancla definitivamente en un relato donde las emociones priman sin la necesidad del temible golpe bajo y sin cuestiones moralistas sobre la sociedad o la cultura norteamericana. Nick Robinson como Simon emana una seducción elocuente, convirtiéndose en protagonista total sin desbordes ni derroches.

Imaginen lo arriesgado que puede ser y el tono con que se cuentan los hechos que la humorada sobre el final, en la cual Simon aguarda a su amor en el parque, parece (y lo es) políticamente incorrecta a niveles hiperbólicos. Simon parecía ser un bodrio cuasi televisivo, con enseñanza y mensaje alegórico moralista y maniqueo incluido; pero no, a mí también me engañó. Touché.

 

 

© Daniel Nuñez, 2018 

Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.

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