UN PSICÓPATA PROFESIONAL
Hace ya siete años, Luc Besson visitó Argentina. En el marco del estreno de la (muy) fallida Valerian, el director brindó un par de entrevistas públicas, una de ellas en la Usina del Arte. Ante un público impaciente por escuchar lo que tenía para decir el autor de películas como El quinto elemento o El perfecto asesino, Besson habló cerca de dos horas sobre un mundo que, ante su incredulidad, no existía más; en ese utópico presente su cine podía llegar a ser popular y trascendente y las ideas que esbozaba en la charla, coherentes. Un universo donde Besson seguía siendo un sinónimo de inquietud por lo novedoso y un ejemplo de desobediencia ante cualquier regla que limita lo que se puede hacer o no en el cine. El francés no intuía -o no quería aceptar- lo que estaba pasando. Años después, Besson sigue buscando adentrarse en ese sistema que lo margina y en esos loables intentos, de vez en cuando, surge una película interesante.
Dogman podría pensarse en dos partes. Una en la que, a fuerza de flashbacks, conocemos a Douglas, un joven postrado en una silla de ruedas que se gana la vida siendo drag queen en un club nocturno. Aquí somos testigos de los grandes momentos de la película que, no azarosamente, coinciden con los más luminosos: las interpretaciones de Shakespeare en un refugio para chicos abandonados, las secuencias musicales o las interacciones con sus compañeras de trabajo. Pero en la segunda parte de la película se enrarece, sumergiendo al protagonista en un universo sombrío y violento; en él conocemos a otro Douglas, uno al que los malos tratos recibidos durante toda la vida lo llevaron a convertirse en una especie de antihéroe (o villano, los límites son cada vez más difusos) que controla a los perros para robar joyas o amedrentar a enemigos.
Lo que hace que Dogman no sea una excelente película es el propio Luc Besson, quien pierde la oportunidad de haber inquietado al espectador con una manera elíptica de brindar información; al contrario, todo lo que cuenta el torturado personaje debe ser visto en pantalla: desde los abyectos maltratos del padre, hasta una serie de anécdotas que sólo están allí para dar cuenta de lo mal que la pasó Douglas a lo largo de toda su vida. La película esquiva todo intento de sutileza en pos de crear una intimidad necesaria que sólo parece habitable para el personaje y nuestra empatía hacia él. Cuando logra quitarse de encima estas construcciones débiles, Besson retoma lo que lo convirtió en un nombre propio: un cine que busca con insistencia formas que le permitan, a través de la acción y el género, criticar a un mundo que lo deja al margen. Al igual que a su protagonista, se permite mirar hacia atrás para intentar comprender lo que está pasando (y le está pasando a él) en el presente. Ante la incertidumbre que el porvenir parece traer, el pasado le habla. Y lo provoca, sacándole lo mejor de sí.
Pero Dogman es una película de Caleb Landry Jones. Los mejores actores merecen un director que los confronte y no dejen que sus desmesuras se apropien de su trabajo. Claramente Besson no pudo con Caleb, lo que convierte a Dogman en una película marcada más por la política de los actores, como definiría Luc Moullet, que la de los autores. El compromiso físico y el exceso interpretativo son aquí aún más imprescindibles que un encuadre propicio: tanto actor como director saben muy bien que en Dogman no hay espacio para la sobriedad actoral y Caleb lleva al límite esa decisión hasta límites más allá de lo humano. Sólo así es posible un trabajo como el que le da vida a Douglas, una especie de Joker más cercano al de los comics de Geoff Johns que a los que soportamos en el cine: un psicópata altamente funcional con frases demasiado certeras. Y, afortunadamente, un personaje cinematográfico hipnótico.
(Francia, 2023)
Guion, dirección: Luc Besson. Elenco: Caleb Landry Jones, Jojo T. Gibbs, Christopher Denham, Clemens Schick, Grace Palma, Marisa Berenson. Producción: Steve Rabineau. Duración: 113 minutos.