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CRÍTICAS - CINE

La Piel que Habito, según Julián Tonelli

La piel del deseo.

La Piel que Habito adapta, si bien no de manera muy fiel, la novela Tarántula, de Thierry Jonquet. Almodóvar, como era de esperarse, hizo el libro suyo. El resultado es una extraña mezcla de film noir, ciencia ficción y melodrama, con los infaltables toques de humor que caracterizan al cineasta manchego. La vida de Robert Ledgar (Antonio Banderas) está atravesada por la obsesión cronenbergiana de crear una piel humana más fuerte que la natural, resistente a picaduras y quemaduras. No es casual: tal invento hubiera salvado a su mujer, quien años atrás, luego de un tremendo accidente de auto, se arrojó por la ventana al ver su rostro desfigurado en el espejo.

Ajeno a cualquier límite ético o legal, Ledgar experimenta con todo lo que tiene a su alcance, incluida la transgénesis. Ya desde el comienzo se nos deja vislumbrar lo retorcido y necrófilo de su naturaleza. Indudablemente, algo siniestro sobrevuela el apacible cigarral donde instaló su hogar y su clínica. Banderas brilla como nunca, o, mejor dicho, como cada vez que se pone a las órdenes de Almodóvar, algo que no hacía desde ¡Átame!, hace 20 años. Su presencia en la pantalla acrecienta instantáneamente la tensión narrativa del film.

En el interior de la mansión Ledgar mantiene cautiva a una bella joven, Vera (Elena Anaya), que es algo así como su conejilla de indias. Encerrada en su habitación y vestida con una ceñida maya, la prisionera escribe en las paredes y espera. Su relación con el captor parece seguir las coordenadas de un perfecto síndrome de Estocolmo. No sabemos por qué llegó ahí. No sabemos por qué el doctor no la libera. La madre de éste (Marisa Paredes), que a la vez es su ama de llaves, sabe que algo anda mal y desconfía. En el seno de estas acciones el relato cambia de enfoque para presentarnos al joven empleado de una boutique, Vicente (Jan Cornet), cuya primera impresión no sugiere vínculo alguno con el resto de los personajes, aunque si hay algo que muta aquí, precisamente, son las apariencias.

No es difícil encontrar en todo esto las pruebas del ADN almodovariano. Los elementos kitch, cachondos y melodramáticos que caracterizaban los primeros éxitos del director han sido refinados y madurados en la última década, basta con ver películas como La Mala Educación o Los Abrazos Rotos para advertir tal cualidad. Estamos ante una de las piezas más álgidas y elegantes de quien no sólo es uno de los cuatro grandes maestros ibéricos (los otros son Berlanga, Buñuel y Saura) sino también un cinéfilo hecho y derecho, por cuanto La Piel que Habito exhibe numerosas referencias al noir más puro, desde Los Ojos sin Rostro de Franju hasta Vértigo de Hitchcock.

Con la excepción de Kika, creo que no existen películas malas en el repertorio más conocido del gran Pedro. Ese amplio espectro, que oscila entre lo bueno (¡Átame!, Tacones Lejanos, La Flor de Mi Secreto), lo muy bueno (La Ley del Deseo, Carne Trémula, Hable con Ella) y lo excelente (¿Qué He Hecho Yo Para Merecer Esto?, Matador, Mujeres al Borde de un Ataque de Nervios, Todo Sobre Mi Madre, Volver, La Mala Educación, Los Abrazos Rotos), su nueva gema se adscribe sin inconvenientes a este último grupo. Si hay un director que se vuelve cada vez brillante con los años, ése, sin dudas, es Almodóvar.

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