¡Amigos, cuánta algarabía, cuánta alegría, cuánta hermandad, cuánta gloria! ¿Cómo les quedó la garganta, eh? Estamos todos locos de contentos, todos sacados, todos embebidos en el frenesí victorioso, furiosos de amor y de belleza, eufóricos de grandeza latinoamericana. Salir a las calles ayer, significaba encontrarse con gentes de todas partes, que caminaban a paso de vencedores, con los rostros transfigurados por la emoción de encontrarse con la nueva verdad de las cosas: ARGENTINA ES FINALISTA DE LA COPA DEL MUNDO. Y el festejo, no tiene fin.
Yo ayer me levanté tranquila. Por alguna razón estaba convencida de que íbamos a ganarle a Holanda, así que pensé que iba a poder ver el partido sin sobresaltos. Toda la mañana y parte de la tarde, estuvimos echados con el Chuchi, comiendo, tomando mate cocido, deglutiendo ñoquis y mirando la tv. Dos “couch potatoes” hechos y derechos. Aprovechamos para ponernos al día con algunas series, hablamos con la flía, dormitamos babosos, en fin… re feriado. Pero conforme fue pasando el tiempo y la hora del partido se acercaba, comencé a sentir mariposas en el estómago nuevamente; y para cuando, por fin, comenzó, yo ya estaba segura de que otra vez me pondría del bonete atómico.
¡Qué bárbaro, che!
Arrancó el primer tiempo, y vi que veníamos teniendo la pelota. “Estamos bien”, pensé, “vamos a ganar este partido”. Me la banqué bastante decorosamente, hasta que le pegaron el cabezazo a Masche, ahí comencé a dar vueltas alrededor de la mesa al mejor estilo Tom y Jerry. Ya me palpitaba que la cosa no me iba a ser para nada fácil de soportar.
Verme a mí frente al televisor mirando un partido de Argentina en el mundial, es como ver a DiCaprio en A quién Ama Gilbert Grape. Me muevo espasmódicamente, la respiración se me agita y sonoriza de manera llamativa, grito sin razón aparente, hago palmas en momentos arbitrarios y traídos de los pelos, me río como enajenada, canto canciones que no tienen gollete, en fin… Bastante rompe camiseta y llenadora de paciencia me pongo. Por suerte, el Chuchi me ama y hace como que me banca, pero sé que, en el fondo, se muere de ganas de que me vaya a la porra.
Promediando el primer tiempo, ya se me estaba haciendo cuesta arriba. El termómetro que uso para darme cuenta de eso, es la cantidad de veces que grito “¡foul penalty!”, sin ninguna razón que lo justifique. Es que, mi abuelo materno, en vez de decir “penal” decía “foul penalty” y a mí me causaba gracia. Vaya a saber por qué mecanismo de la mente, ahora grito eso, cada vez que me aburro, o estoy extremadamente nerviosa durante un mach futbolístico. Ponele que para el minuto treinta, ya te había metido como veinticinco “¡foul penalty!” desaforados. Cuando iba a tirar el veintiséis, me di cuenta de que estaba completamente del gorro y tenía que removerme de la ecuación, si no quería terminar “empastada a la medianoche”. Como siempre, recurrí a la única cosa que podía ayudarme en ese momento: el cine.
Diligentemente me encerré en el cuarto de manera hermética. No escuchaba nada de lo que sucedía, absolutamente nada. Aun así, las mariposas en la panza seguían haciendo de las suyas. En menor medida, la angustia estaba allí.
Me metí en Netflix y busqué entre los títulos. Me decidí por Funny Face, la película del 57 de Stanley Donen, basada en la obra de Broadway del mismo nombre, con Fred Astaire y Audrey Hepburn. Fiasco de taquilla, se reestrenó buscando una nueva chance después del éxito de Mi Bella Dama, y pudo reivindicarse.
El film arranca maravillosamente, en la redacción de una revista de modas. Con mucho glamour, con despliegue y con bastante onda y, si bien el ritmo decae un poco en el desarrollo, la innovación fotográfica, con asesoría nada menos que de Richard Avedon, (por la que recibió un premio) se disfruta dulcemente. Además, quién no quiere ver a semejantes monstruos en pantalla…
La química no los ayuda, pero eso se puede pasar redondamente por alto.
La cinta es un musical y se supone que ese es su fuerte, pero ni Fred Astaire bailando, me convenció de que no adelantara obscenamente los números de danza y canto. El nerviosismo del partido no me lo permitía. “Ya la volveré a ver más tranquila” me dije. Más allá de eso, el film es un ícono de la moda y popularizó los looks de Audrey, por sobre el tiempo y la muerte, lo que ayudó a que mi cabeza se relajara, aunque sea un poquito.
Con todo el tiempo que le adelanté, el asunto no duró más que unos sesenta minutos. Por lo que volví al living durante el primer tiempo del “ALARGAMIENTO” diría Apo, confiada en lograr quedarme un buen rato pero, nuevamente, no me lo banqué.
_ ¡Me voy a bañar!_ declaré resuelta y procedí a sacarme los calzones. Abrí el agua caliente, metí la mollera adentro y me higienicé a conciencia.
Me enjaboné unas diez veces, me hice un baño de crema en el pelo, salí casi con las patas de rana puestas, me empecé a secar y, cuando estaba en eso, el Chuchi abrió la puerta del baño y me desayunó con que íbamos a penales.
Y esa no me la podía perder…
Me envolví en la toalla y salí como centella para el living. Pegué el trasero al calefactor hasta que Holanda se posicionó para patear y, entonces, me animé a enfrentar al televisor. Loca como una polea, comencé a afirmar poseída: “¡Romerito lo ataja, Romerito lo ataja, Romerito lo ataja!”
Y Romerito lo atajó…
Uno a uno fueron sucediéndose lo penales. El Chuchi estaba con los pelos parados, completamente despeinado y comiéndose ya las yemas de los dedos, porque uñas no le quedaban. Mi toalla cada vez zozobraba más y más y amenazaba con caerse. Por fin, Rodríguez se paró frente al arquero holandés y yo empecé a cantar el gol desde que tomó carrera para patearlo. Quería asegurarme de que entraría y ese era mi inocente artilugio para convencer a la pelota a kilómetros y kilómetros de distancia.
GOLAZO.
Para ese entonces, el Chuchi y yo estábamos enfervorizados, saltando y gritando habitados por el júbilo. ¡Cuánta felicidad! Corrí hasta él y lo abracé y besé locamente, como hizo Audrey con Fred en el final de la peli. La toalla cayó y entonces fui más bien Olguita Zubarri en El Ángel Desnudo. Después de los besos me encaminé al balcón revoleando la toalla, y ahí me convertí en una especie de Lady Godiva de entrecasa. El Chuchi me gritó que no saliera, que iba a agarrar frío. Nada de “los vecinos van a verte desnuda” solo “te vas a agarrar un resfrío machazo piba”; el espíritu orgiástico ya lo había alcanzado. Le hice caso y permanecí del lado de adentro de la puerta ventana, pero sin renunciar a la desnudez. Había que arrancar a lo grande el festejo y yo me sentía como una gladiadora, como uno de los primeros atletas olímpicos. Era en verdad vigorizante y sensual. Podría, en ese momento, haberme trenzado en una pelopincho llena de lodo con la más pintada, mirá lo que te digo. Los vecinos estaban descontrolados. Incluso los colombianos del piso 19, festejaban con locura argentina y cantaban locamente. Todo era color, brillo y sonido. Y abajo, en la esquina, la gente ya se estaba juntando. La felicidad era plena y profundamente audiovisual.
Más tarde, cuando iba a la radio para hacer el ya legendario Día de la Marmota, me crucé con todas esas miradas y esas sonrisas llenas de bondad y camaradería.
Lo único que pude pensar fue: “Yo tengo que filmar esto”.