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CRÍTICAS - CINE

Los Abrazos Rotos, según Florencia Gasparini Rey

Hay conceptos que, siendo estudiante de cine, no puedo evitar.

La característica principal del cine postmoderno es el entrecruzamiento de géneros. Casi de memoria y sin racionalización ni sentimiento alguno se nos repite que los máximos exponentes de este movimiento (por llamarlo de alguna manera) son Lynch, Almodóvar y Tarantino.

Afortunadamente, este fue el año en el que dos de estos grandes se encontraron en las pantallas argentinas; y con el fresco y maravilloso recuerdo de Bastardos sin gloria, no puedo evitar, como ya dije, el concepto que me obliga al paralelismo, pero sí puedo sentirlo y disfrutarlo como nunca antes.

Almodóvar, al igual que Tarantino, son maestros del cine porque lo aman, son cinéfilos de pura cepa y no temen plasmarlo en cada una de sus películas, a riesgo de no ser comprendidos o criticados por los “no-instruidos” en la materia.

Y los que amamos el cine tanto como ellos no podemos hacer más que regocijarnos en su pasión. Sí, esa es la clave de sus películas. Almodóvar es pasional, en sus argumentos, en sus personajes, en sus colores, en sus encuadres. Sus películas son calientes, en el sentido más amplio de la palabra.

Porque Los abrazos rotos puede no ser su mejor película, pero reúne todo lo que sus seguidores esperamos. Penélope Cruz, su nueva chica fetiche, deslumbra en un papel que requiere de una gran versatilidad y demuestra que lo suyo con el director manchego es una perfecta y deliciosa simbiosis. Almodóvar hace brillar el máximo potencial de Cruz, y ella se luce y confirma que Hollywood es un amante generoso, pero su verdadero amor es Madrid y su lengua natal.

Una marca del cine de Almodóvar son sus metarrelatos. En la mayoría de sus films, hay pequeñas películas insertadas dentro de la suya propia. Por lo general, una historia que, indirectamente, viene a reforzar el argumento mayor de la película. Lo curioso de ésta, en particular, es que esa “micropelícula” es un autohomenaje a su clásico Mujeres al borde de un ataque de nervios. Con este gesto, “don Pedro” demuestra que es consciente de que forma parte de la historia del cine y no espera que con los años venga un novato a homenajearlo, sino que decide, sin modestia pero con elegancia, rendirle tributo a una de sus películas más recordadas y preferida por muchos. Y lo hace con todos los lujos… y le sale bien, porque él mejor que nadie puede hacerlo.

Al igual que en el final de la nunca-bien-ponderada La mala educación, donde Almodóvar adjudica datos prácticamente autobiográficos a su protagonista, aquí lo pone a Harry Cane o Mateo Blanco –una soberbia actuación de Lluís Homar– diciendo una frase emocionante, casi como si fuera el mismísimo director hablando en primera persona, expresando sin reparos su profundo amor por su profesión. Otra coincidencia con Bastardos sin gloria, que fue oportunamente mencionada cuando se escribió sobre ella en esta sección.

Sin dudas, hay que verla.

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