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CRÍTICAS - CINE

Medianeras, Según Larisa Rivarola

Medianeras es el primer largometraje de Gustavo Taretto, quien en la última década ha realizado cuatro cortometrajes de gran éxito, uno de ellos homónimo y generador de este largo. En este trabajo la anécdota está protagonizada por Mariana y Martín, quienes son vecinos pero no se conocen. Él, abandonado por su novia y en proceso de recuperación del padecimiento de diversos trastornos como ser problemas para comunicarse, falta de deseo, depresión, neurosis, ataques de pánico, contracturas, inseguridad, estrés y sedentarismo. Ella, luego de cuatro años de pareja, fue la que abandonó y en su angustia se cuelan la claustrofobia y una inseguridad que le impide ejercer su profesión. A través de los protagonistas nos adentramos en la soledad urbana. Miles de personas que a pesar de la inmediatez geográfica con el otro se sienten solas, viven encerradas en un muro de tecnología comunicacional que falsamente promete mayor contacto, pero son incapaces de vincularse cara a cara.

Medianeras no es una historia de amor, es el intersticio entre una y otra. Es el proceso de angustia, desolación, recomposición, equivocación, prueba, desorientación, miedo, ánimo y vuelta a probar que a veces transitan los sujetos entre sus diferentes experiencias, entre la desilusión y el nuevo intento que nos caracteriza, fobias más fobias menos, suerte más, suerte menos. Es ese pasaje entre la desilusión total y la nueva perspectiva que nos hace revivir, y aunque golpeados volvamos a desear, lo que nos propone el novel director.

Hasta aquí la historia, por demás interesante y contemporánea. Ahora pasemos a nuestro metier, hablemos del relato, porque es a través del lenguaje cinematográfico que Taretto expresa de manera profunda y delicada lo anteriormente planteado.

Las imágenes fluyen, a través del dinamismo que les da el montaje por corte directo, del mismo modo que nuestros actos. Uno tras otro, casi sin pensar, sin entender por qué hacemos lo que hacemos en nuestras relaciones. La ciudad toma el lugar de expreso protagonista a través de una multiplicidad de planos generales y detalle; representada con una brillante fotografía e iluminación la redescubrimos mientras seguimos a Mariana y a Martín en su cotideaneidad, logrando un efecto de simbiosis entre ciudad y personas que habla por si solo. Las imágenes de la ciudad no ilustran el conflicto, lo desarrollan, se adhieren a él como las partes al todo. Personas y edificios parecieran establecer una danza, un constante movimientos ininterrumpido al compás de un vals (maravillosa elección musical) cuyos acordes parecieran persistir aún cuando no se los oye. Esto último refiere al ritmo del film que acompaña una progresión constante.

Diversos recursos son utilizados para la construcción de la historia así como para crear los lugares en los que se mueven nuestros protagonistas; voces en off que luego se transformarán en voz over, animación, el juego con la música que aparenta no pertenecer a la diégesis y en un brillante gag se descubre parte de ella, animación, comicidad sutil, entre ellos; lejos de atentar contra la obra por la cantidad, colabora en la construcción narrativa, sumando nuevas posibilidades de expresión al relato.

El juego de cruces sin saberse cerca, entre Mariana y Martín, la vida privada de cada uno, los encuentros eventuales que tienen con terceros, sus actividades, trabajos, se muestran a través de una cámara cuya ubicuidad se evidencia en los diferentes tamaños de planos utilizados, en la cercanía o distancia en que se coloca en relación a lo observado, en la presencia en cada momento por más trivial que parezca. Una evidencia en el sujeto de la enunciación que a través de un cuidadoso encuadre muestra un gran respeto y gusto por la imagen, pero no una imagen que inerte, sólo se distingue como bella postal; sino una imagen que es lenguaje, y que como parte del mismo es utilizada para comunicar.

Párrafo aparte merece la dirección de actores. Javier Drolas y Pilar López de Ayala encarnan a Martín y Mariana; Rafael Ferro, Adrián Navarro, Inés Efrón y Carla Peterson acompañan. En la dupla central, Javier Drolas realiza una actuación impecable, tan medida como profunda: sencillas miradas, sutiles movimientos de cejas, y una sonrisa que intenta asomar pero que no llega a esbozarse transmite cada uno de sus estados a la perfección; su compañera trabaja desde la misma sencillez y así se desenvuelven en la misma sintonía. El resto del elenco se desempeña del mismo modo; permítaseme resaltar aquí la hermosa escena de la breve cita entre Lucas (Rafael Ferro) y Mariana. El lento acercamiento de él, su mirada, una mano que busca y otra que se deja acariciar provocan mucho más sentimiento que el beso más apasionado. En el plano detalle de aquellas manos y miradas se transmite, en silencio, el deseo tímido que arremete y se anima. Un sujeto que busca a otro, un encuentro posible. No hace falta más.

En una ciudad (tal vez síntesis de un mundo) en la que pareciera casi imposible trabar relación, mirarse a los ojos, tocarse (los únicos encuentros sexuales concretados fallan, pues el sujeto falla ante la sencilla posibilidad de dar libertad a su deseo más genuino, el cuerpo del otro) Gustavo Taretto propone un universo fracturado, complejo pero con ansias de revivir. Tal vez la metáfora más elocuente de medianeras sea aquel momento en que Mariana y Martín se cruzan en un chat y ante el inminente intercambio telefónico, se produce un corte de luz total. A continuación, exterior, noche, kiosco. Se produce la gran contravención a cualquier código de comunicación actual, sin celulares ni notebook, se produce el encuentro. Así, frente a frente se cruzan bajo la penumbra del negocio al que llegan en busca de velas. Y no reparan en el otro. Pero bastará ese momento para que empiecen a abrir ese hueco en la vida que les permita obtener luz.

Decía Won Kar Wai a través de 2046: “El amor es una cuestión de coordenadas”, tal vez sea simplemente cuestión de abandonar el GPS y dejar que el instinto nos empiece a llevar

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