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CRÍTICAS - CINE

Mi Primera Boda, según Damián Hoffman

La primera crisis matrimonial

Ariel Winograd sorprendió hace cinco años con una película que narraba con certeza científica cómo eran los countries judíos de la década del 90, en pleno menemismo y con las hormonas de los púberes en lo alto del cielo. De esta manera, el director consiguió una notoriedad importantísima en el ambiente artístico argentino.

Luego de ese clásico, quedó abierta la posibilidad de una segunda parte, ya que en principio el proyecto se había gestado como una trilogía. No sucedió al menos por ahora.

Sin embargo, con estreno de Mi Primera Boda, que de Cara de Queso tiene a Martín Piroyansky, los efectivos guiños de “la cole” y pocas cosas más, llega una comedia original, con algo de melodrama, bien construida y con un elenco que traspasa todas las generaciones y estilos de actores (desde “Les Luthiers” hasta Gino Renni).

Los protagonistas son Daniel Hendler y Natalia Oreiro, que interpretan a una pareja mixta entre un judío ateo y una católica poco creyente. Deciden casarse con una gran fiesta. En una estancia, al aire libre, con músicos, muchos invitados y hasta show de stand up. Pero por torpeza del novio, uno de los anillos se pierde en el campo y la ceremonia corre peligro. Y el matrimonio también, porque la novia, ante la incertidumbre, comenzará a replantearse todo antes del dar el sí.

La historia incluye una madre competitiva (Soledad Silveyra, con un Martini en la mano todo el tiempo), la mejor amiga lesbiana (Muriel Santa Ana), un ex novio que viene por todo (Imanol Arias), un primo poco ingenioso (Piroyansky), una idishe mame (una genial Gabriela Acher), un rabino y un cura (interpretados lujosamente por Daniel Rabinovich y Marcos Mundstock), y un abuelo recién separado y desesperado por fumar su primer cigarrillo de marihuana (Pepe Soriano, lo mejor del filme).

La historia tiene muchas puntos a favor y pocos que restan. Primero, la idea de la carrera de boda con obstáculos no es muy original, pero el guionista, Patricio Vega (el hombre detrás de “Los Simuladores”), logró encontrarle una vuelta de tuerca. Los personajes secundarios ayudan mucho, sin necesariamente transformar la historia en coral.

El puntapié que da la pérdida de la alianza es al fin y al cabo una excusa para mostrar un montón de situaciones y desatar los peligros del divorcio prenupcial.

La filmación es excelente. Ágil, al igual que la mecánica edición, y logra lucidez en sus planos desde el principio, cuando cuenta la estructura de las dos familias con solo una secuencia. Y el extenso plano alrededor del altar.

Además, la fotografía, el diseño de arte y el vestuario se completan perfectamente. Junto a la joyita de Liniers en los créditos del principio y la música original.

Los protagonistas sobresalen frente al elenco con una química quizás inesperada. Hendler, un probado actor de cine, muestra en este caso sus dotes cómicas, sin exagerarlas y caer en la gesticulación en busca de risas, sino en un timming precioso y creíble. Por otro lado, Oreiro demuestra que su ángel inajenable viene acompañado de mucho talento. Se muestra natural, madura y sólida.

Lo negativo reside en que, a pesar de nivelarse por encima de la media de las comedias argentinas y ser de género, le sobran algunos minutos. Los conflictos comienzan a saturarse cuando todavía faltan 20 minutos.

Por lo tanto, se alza una copa, se pide la palabra y se celebra que Winograd haya regresado al cine con un producto de mayor calidad y más solidez en el guión.

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