La noche de anoche fue, como quien dice, para el olvido. Me acosté temprano, en sincro con mi chuchi que estaba quemado y nos entregamos a los brazos de Morfeo, no demasiado pasadas las diez de la noche. Estábamos los dos medio reventados, así que decidimos charlar un ratito en la cama y dormir. Yo debía tomar un medicamento homeopático que venía postergando y que, una vez ingerido, no permite siquiera tomar agua. Uno debe irse directo a la cama a dormir para no hacer absolutamente mas nada. No se lo puede ni tocar, así que es un verdadero periplo sacarlo del frasquito y tomarse los globulitos. Es muy rico, como todos los medicamentos homeopáticos por lo que, más allá de los malabares para no ponerle los dedos encima, el consumo no se hace difícil y la pasas bastante bien. Una vez que lo hice, me metí en la camita, me tapé hasta la cabeza, me abracé a mi muchacho y me dispuse a dormir.
Mala idea…
No pasaron ni veinte minutos, cuando mis entrañas empezaron a retorcerse de dolor. Mi período había llegado esa tarde y yo me había olvidado por completo. Siempre me es muy doloroso así que, temprano, me eché al coleto un analgésico potente que me había sacado los dolores, lo que hizo que el “asunto” entero se me escapara por completo de la cabeza. El efecto estaba pasando y las tripas se me revolvían dolorosas en la panza. Me maldije por haberme tomado el medicamento homeopático justo es esa noche. Ahora no podría ingerir el remedio mágico que me desinflamara la pancita y me permitiera dormir tranquila.
Hecha un nudo, cerré los ojos con las manos escondidas en mi abdomen y traté de descansar. Por escasas dos horas y media o tres, lo logré. Pero, a la una de la mañana, me desperté con unos dolores que me llevaba el diablo. Los había dejado avanzar demasiado y ahora estaban de verdad inaguantables. No había caso, tenía que hacer algo o la noche sería infernal. De la mesa de luz, tomé la última capsulita de ibuprofeno que me quedaba, me fui hasta la cocina a buscar agua y me la tomé. No sabía qué carajo sucedería y eso me daba verdadero miedo, pero a esas alturas no me importaba.
Me recosté esperando el efecto reparador del remedio pero, pasaron casi cuarenta y cinco minutos y no sucedió nada. ¡Yo sabía! Desde muy chica que sé que si dejo que el dolor avance demasiado, después con una sola cápsula no me basta para que se vaya. Es un hecho de la naturaleza. De mi naturaleza por lo menos.
Cuando me di cuenta de que la noche se había complicado, desperté a mi marido. El pobre ya estaba medio en vigilia porque me había escuchado ir y venir de acá para allá quejándome y rezongando como un alma en pena.
_ No tengo más pastillas en la casa_ dije con culpa.
_ ¡Lau, siempre te olvidás de comprar!_ me reprochó ya poniéndose los pantalones y encarando el baño para echarse agua en la cara.
A las dos de la madrugada, mi esposo salió a la calle inhóspita y silenciosa, a comprarme analgésicos para que pudiera dormir.
Cabeceé un minuto y él ya había llegado de vuelta. Me trajo otra pastilla, me la tomé y esperé. Mientras, por fin me dormía sin dolores, pensé en lo mucho que mi hombre me ama y volví a saber que lo único que me voy a llevar conmigo cuando muera, es su amor.
Yo pienso mucho en la muerte. Soy una tipa hipocondríaca, neurótica, miedosa y desasosegada. Un cóctel, debo decir, bastante difícil de aguatar pero que, mi hombre, ha sabido no solo sobrellevar con gracia, si no también amar de manera minuciosa y particular, esa parte de mi que a otros les resulta insoportable. Eso, por supuesto, sumado a un sinfín de otros defectos que él parece atesorar, en vez de detestar. Nadie jamás me ha hecho sentir tan amada como él. Todas las veces que he pensado que me iba a morir (que han sido muchas) lo único que le ha dado sentido a mi paso por la Tierra, es el amor que él me enseñó. Todo lo demás no tenía ni tiene ningún peso, ningún sentido. Mascullando todo eso, fue que anoche decidí que les hablaría, otra vez, del amor inmortal. Por supuesto, ya estarán cansados de mis peroratas sobre el tema pero, a llorar a la iglesia amigos. Hoy, otra vez, vengo con el tópico.
La columna de hoy se adentrará nuevamente en devaneos amorosos. Pero, esta vez, pivoteando en un desencadenante dramático diferente: sabemos que el amor verdadero vence a la muerte pero, esa es una especie de licencia poética si se quiere, o de estilización romántica de la creencia de que, si los seres humanos somos eternos, la composición de nuestra alma perdura y, por lo tanto, el amor verdadero habitante en ella también.
Pero, a lo largo de la historia, esa creencia ha tomado un cuerpo más limítrofe en la literatura y, por supuesto, posteriormente en el cine. Hay grandes genios que se han mandado la patriada de crear vínculos tan fuertes entre dos seres que se aman que, justamente no solo el amor, si no también ese vínculo, se las arreglaba para vencer a la muerte.
Tal vez la mejor historia de amor inmortal jamás contada, sea “Drácula”.
La novela gótica de Bram Stoker, se publicó en 1897 y la adaptación al cine más fiel con la que cuenta hasta ahora, es la del año 1992, dirigida por Francis Ford Coppola y con guión James V. Hart. Estrenada con gran éxito de taquilla, protagonizada por un elenco excepcional compuesto por Gary Oldman, Sir Anthony Hopkins, Winona Ryder y Keanu Reeves entre otros, la cinta tuvo cuatro nominaciones al Oscar y críticas absolutamente favorables en todo el globo.
El argumento es archiconocido: Un general transilvano, famoso por su voracidad en la lucha y su fe católica, pierde a su amada, Elizabetha, en un episodio confuso durante la guerra contra los turcos. Ella recibe una carta que lo declara muerto y, desesperada, se arroja de la torre del castillo, para poder encontrarse con su hombre en el cielo. Por supuesto, todo ha sido una trampa y, cuando él regresa victorioso, se encuentra con la noticia terrible e insoportablemente dolorosa de que ella ha muerto. El dolor y la furia lo consumen de manera portentosa y se rebela contra Dios. El tipo se siente abandonado, desprotegido, injustamente castigado y, sobre todo, traicionado. Desafía al poder supremo y es condenado a vagar por la tierra, “no muerto” eternamente. Su alimento predilecto es, por supuesto, la sangre de los hombres y se vuelve tan cruel, tan despiadado, que su leyenda lo precede por años y años, atemorizando a todo el mundo. El conde Drácula es, sin lugar a dudas, el alma atormentada por excelencia, dentro la imaginería occidental.
La historia transita los días en que la amada, re encarnada, vuelve a la vida del conde convertida en Mina. La hermosa prometida (con el rostro de la malograda Elizabetha) del joven Jonathan Harker, un pobre tipo que va al castillo del vampiro, a ofrecerle propiedades en Londres. Por supuesto, Drácula surca los mares para reencontrarse con su amada y, en la faena, la enamora a ella, calienta de manera indecible a su mejor amiga Lucy y mata a mucha, mucha gente.
Tal vez lo más maravilloso de la historia, sea el hecho de que el terror que causa provenga de varios lugares al mismo tiempo. El tipo es un sanguinario y mata gente (ese vendría siendo el primero) puede asumir la forma que quiera (el segundo) y viene guiado por dos fuerzas tan antagónicas como poderosas, alimentadas durante años por la amargura de la pérdida: el amor y el odio. Drácula odia y ama con la misma intensidad y, el odio, le es disculpado por el espectador de manera redonda. Los seres humanos estamos en las manos de una fuerza que no controlamos. Algunos creen el azar, otros en el Karma, otros en Dios. Y esa fuerza no es a la vez tan hospitalaria como atemorizante.
El conde creía en Dios, probablemente con mucha más Fe que cualquiera y, después de la muerte de su mujer, ya no se sintió manos de Él, sino a su merced y eso, como hombre, como matador, como amante bestial que era, no podía soportarlo. Los seres humanos, tarde o temprano, por breves segundos o por largos años, se sienten en esa posición alguna vez y, entonces, se permiten el odio, aunque sea por el lapso de un abrir y cerrar de ojos. A diferencia de casi todos, el tipo no se lo traga manso y abraza su maldición de manera salvaje. El muchacho desata la masacre para anestesiar el dolor de la muerte de su compañera. No puedo decir que no lo admiro y, mucho menos puedo decir, que no lo entiendo.
Coppola encaró la película desde el punto de vista más romántico que pudo y, junto con sus actores, la convirtió en una historia voluptuosa, erótica, atormentada, cruel y redentora, que transita lugares irresistibles para el espectador. Gary Oldman resultaba sencillamente hipnótico y Winona estaba más hermosa que nunca. Ambos se conectaban en una nota tan sórdida como caliente, profunda, verdadera y animal. Se amaban locamente. “He cruzado océanos de tiempo para encontrarte” le dice él al oído mientras la toma en brazos fatalmente. Quién en su sano juicio se resistiría a un amor como ese…
Por supuesto, Mina también amaba a Jonathan, pero de manera más pedestre, más común, más tranquila, mas “segura” si se quiere. Pero genuinamente también y es ese amor, el que la salva de la muerte junto a Drácula. Es ella y solamente ella quien puede poner fin al calvario que el vampiro ha transitado durante siglos. Ella ha vuelto para devolverle la paz, para reconciliarlo con Dios, para permitir que descanse y lo logra. Porque el amor es más poderoso que cualquier cosa, es el antídoto para todas las maldiciones, es el conjuro verdadero contra todas las enfermedades y es, por excelencia, el enemigo más feroz del miedo y de la muerte. Reencontrarse con esta película es reencontrarse con las contradicciones más antiguas que atormentan a los seres humanos pero, también, con la naturaleza salvaje y divina que nos habita a todos. La lujuria del relato en connivencia con la puesta de cámara y el tono de las actuaciones, nos dejan parados frente a un espejo honesto, que refleja nuestra naturaleza con la fuerza de un destello indomable y eterno. La idea más poderosa que se puede sembrar en la mente de un ser humano, es la de la posibilidad que esconde el amor de volverlo inmortal y, a la vez, la certeza de que no puede haber amor apasionado, sin la sombra de la muerte soplándonos en las orejas.
Drácula de Francis Ford Coppola, es una obra maestra comercial, vibrante y furiosa. La dirección de arte es maravillosa, el vestuario de Eiko Ishioka desproporcionadamente soberbio y la música de Kilar una total y absoluta experiencia religiosa.
Una vez por año hay que reencontrarse con esta pieza, para regodearnos en el erotismo de nuestra esencia divina, salvaje y eterna.
Y gracias amor por traerme las pastillas. No cruzaste “océanos de tiempo” pero fuiste hasta la farmacia a las dos de la mañana para que yo pudiera pasar la noche tranquila.