A Sala Llena

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Pacto con el tiempo…

Pacto con el tiempo…

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Hoy fue uno de esos días agitados en los que el tiempo, por alguna extraña razón, parece encogerse y no darte demasiada tregua. “¡Tanto que hacer, y tan poco tiempo!” decía el Guasón de Jack Nicholson, en la legendaria Batman de Burton. Había mucho por realizar, mucha vida por vivir, mucho laburo, mucho pensamiento, mucho ejercicio, mucho quehacer doméstico, muchas llamadas telefónicas, mucha espera por novedades, muchos viajes de acá para allá, mucho que imaginar, mucho que escribir, en este martes que parecía de tamaño reducido. Últimamente (y no me estoy quejando, al contrario) el tiempo parece enrarecido, un poco más escaso que antes, cuando mis instantes de contemplación eran más largos y mucho, pero mucho más descansados.

Sumidos en la vorágine de la vida que va llevándonos de un lado al otro, tratando de alcanzar nuestros sueños, tratando de vivir nuestros días, tratando de no quemarnos como Ícaro, solemos perder de vista el devenir. Y el espejo, que sigue siendo indulgente y benévolo para nuestra buena suerte, falla a la hora de ponernos en cuenta del tiempo que ha pasado y que ya no va a volver. El gimnasio, las cremas para la cara, las cirugías estéticas, la vida cómoda, la cópula enérgica, las bebidas naturales, la comida china… Todo parece haber conspirado para retrasar o, mejor dicho, maquillar el paso del tiempo y es por eso que, a veces, nos sentimos seguros y confiados, en la noción de que tenemos tiempo para todo. Son acontecimientos puntuales,  los que nos despiertan de nuestro dulce letargo de culos parados, arrugas imperceptibles, dientes blancos y edades imprecisas. Cosas, hechos, que por fin nos frotan en la cara la verdad y devuelven a la primera fila de la vida, la tan postergada idea de la decrepitud inexorable. En este caso, el cumpleaños número quince de alguien que, para mí hasta ayer, era un bebé al que conozco desde la panza de la mamá. Extraño, muy extraño asumir como hombre, a quien uno sigue viendo como niño.  Algunas preguntas me aparecieron en la mente y brotaron como de una herida abierta: ¿Qué es lo que tengo? ¿Hay algo en toda esta existencia que llevo, que sea realmente mío?

Por supuesto y como hago con todos los dilemas de mi vida, a este también lo relacioné con el cine…

El tiempo es un tema que el cine ha tratado largo y tendido. Una obsesión, tal vez emparentada con la paradoja que se da en la pantalla, en donde las personas quedan congeladas y vivas para siempre. El cine es, sin lugar a dudas, la máquina del tiempo mejor acabada que el hombre haya inventado jamás. Podemos volver a ver jóvenes a los viejos, y reencontrarnos con los muertos. Tener una cámara en la mano para guardar recuerdos, para ver a los hijos pequeños, para reencontrarnos con nuestro traje de novia y nuestra sonrisa blanca e inocente, para ver como bailaba la multitud embravecida en alguna tertulia casi orgiástica, no es otra cosa que un intento honesto, genuino y, sobre todo, ampliamente merecido de los seres humanos, de viajar en el tiempo…. Esa cosa que todos nos advierten que pasa rápido, volando, casi robándonos, pero que, en secreto, todos pensamos que no nos va a suceder.

Muchas películas han tratado el tema de diferentes maneras. A la cabeza ahora me vienen unas cuantas, que me gustaría que rescatáramos juntos, para ayudarnos a sentirnos un poco menos desnudos y a merced del devenir: La Máquina del Tiempo, la de 1960 y su remake de 2002, ambas basadas en la novela homónima de Herbert Wells y muy buenas por cierto. Volver al Futuro, la saga completa, que funciona casi como el olor a tostadas por las mañanas. Le hace bien al alma y obra como bálsamo para las angustias, los dolores y las patas de gallo.

La Muerte le Sienta Bien, de Robert Zemeckis, probablemente ayude a la hora de poner en perspectiva lo realmente importante y, por supuesto, para darnos un susto de mil demonios, si nos sentimos tentados por la cirugía plática. Muchas actrices de Hollywood (si Nicole, no te hagas la tontita) debieron haberla visto, antes de volverse criaturas sintéticas de piel de goma y sangre botoxiada. Hechizo del Tiempo, película a la que a esta columnista siempre le gusta volver, sobre todo en Navidad y que parece nunca abandonar las cabezas de los programadores de televisión;  Eternamente Joven, aquel dulce bodrio protagonizado por Mel Gibson y dirigido por Steve Miner, que conquistó el corazón de las mujeres del mundo, a base de buenas actuaciones y un guión cuasi lacrimógeno, que dejaba al descubierto la idea de la eternidad del amor. Pide al Tiempo que Vuelva, con el magnífico Christopher Reeve y la Doctora Quinn, Freejack, Terminator, El Retrato de Dorian Gray, El Planeta de los Simios, 12 Monos (cinta que aprecio profundamente y que me encanta rever cada vez que se pueda), entre otros muchísimos títulos, que han perdurado y que no morirán jamás, a diferencia de nosotros. Recurran a ellos cada vez que se sientan demasiado frágiles, o que se descubran una nueva cana. Funciona todas las veces.

El cine tiene la facultad de disipar, ese malestar generado por la idea de la vejez y de la muerte. Tanto meterse en una sala, como ubicarse detrás de una cámara y hacer películas, equivale a hacer un pacto con el tiempo. Cuando estamos inmersos en la narrativa de una película, ya sea viéndola o creándola, sentados en nuestra butaca, mirando hacia la pantalla o a través de la lente, esperando quedar encantados, hipnotizados con la aventura, casi inconscientemente pactamos con el tiempo: “Vos suspendete, mientras esta historia que tiene su pulso propio recreado y reinventado para mí, sucede.” Tal vez sea por eso, que siempre nos sorprende el “transcurso” de manera brutal, cuando salimos del cine o cuando terminamos una película. “¡Eh, cómo ya es de noche!”, “¡Eh, cómo ya pasaron siete años!” y así caemos en cuenta, de nuestro pequeño y tan valioso como falaz, viaje en el tiempo. Es como escapar al espacio bien lejos, y después volver a la Tierra y encontrar a todos viejos.

Ahora volvamos a las preguntas que me saltaron a la cabeza anteriormente: “¿Qué es lo que tengo realmente?” y “¿Hay algo en toda esta existencia que llevo, que sea mío?”, las respuestas probablemente sean “Nada” y “No” respectivamente, si no contamos con ese pacto con el tiempo. Esos momentos de “engaña pichanga”, son nuestros. Son entera y golosamente nuestros. Esa suspensión que hacemos, esa breve y mágica y levitación que elegimos, esas imágenes maravillosas y vastas, nos pertenecen redondamente y las acopiamos nosotros, en esta vida, en este tiempo, en esta carne. Nadie, ni siquiera la muerte, puede hacer nada al respecto. De todo lo demás no somos, ni seremos dueños jamás. Es por eso, que amamos tanto este maravilloso espejismo.

Y dicho esto, me voy a pagar los impuestos…

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