Post Mortem (Chile-México-Alemania, 2010, 98), de Pablo Larraín
Larrain, quien sorprendiera el año pasado con el film Tony Manero, un ejemplo del nuevo cine chileno que comenzó a visitar festivales internacionales y en consecuencia transitar por el Bafici, aquí repite fórmula con la historia de un ayudante de la morgue de un hospital durante pleno proceso de establecimiento del golpe y dictadura posterior de Pinochet.
Al igual que en Tony Manero, la historia principal sirve como disparador para ubicarnos en tiempo y lugar de acontecimientos muy mayores vinculados a la sociedad chilena, un momento históricamente lamentable. ¿Qué mas puede esperarse de un funcionario mortuario que ser un tipo completamente frío y alejado de la vida?. Con la tarea de confeccionar el tipeado de partes de autopsias, su vida solitaria lo lleva a conocer a una vecina, performer de un show de revista, como atención amorosa, se conocen, intercambian una relación casi unilateral, con diferencias inmensas.
El film es de tono sugestivamente denunciante, podemos ver los movimientos de apoyo al desfortalecido gobierno de Salvador Allende, las marchas, los primeros intentos de utilización de fuerzas militares, matanzas y en el lugar del protagonista principal una cantidad inmensa de cuerpos que increíblemente y ante el desconocimiento de o complicidad de quienes trabajan en esa institución demuestran gran parte de la conciencia colectiva frente a matanzas indiscriminadas por acciones golpistas. El relato es duro, de importancia vital. Larrain logra consagrarse como uno de los referentes del nuevo cine chileno, muy presente y con crecimiento notorio en éstos últimos años.
El director de Tony Manero vuelve a la carga con otro oscuro relato que sucede durante el golpe de Estado al gobierno de Allende.
Esta vez, el centro de atención es nuevamente un personaje ambiguo y solitario. Victor es ayudante de un médico forense es callado y admira a su vecina, una vedette de revista que acaba de quedarse desempleada, entre ambos empieza una relación amorosa que sucumbe cuando atacan a Allende.
Si hasta acá la narración era oscura, al menos era también intensa y atrapante. Larraín convertía a su actor fetiche en algo más simpático esta vez, pero en la segunda mitad, con tal de ser fiel y efectista Larraín también se vuelve morboso. La manera de retratar los cadáveres de las víctimas del ejército pone en enfásis el lado oscuro del director. Si bien la intención es mostrar que no tiene miedo de ser explícito, fiel a la historia para aterrar y no perder la memoria, tambien se filtran intenciones ambiguas que dejan al descubierto baches ideológicos. El protagonista pasa (como sucedía en Tony Manero) de ser antihéroe a ser villano. La evolución es progresiva y la soberbia interpretación de Alfredo Castro, la hacen más interesante aún, pero algo hace ruido. Como que para seguir polemitizando, al final, el director trata de justificar la oscuridad que envuelve al personaje, y la cámara traspasa de bando. Visualmente es un prodigio con destacados planos fijos repletos de montaje interno, detalles sublimes, dirección de arte y efectos especiales al servicio de la narración, pero en el medio, en lo ideológico, aun cuando sea interesate que la reflexión final no esté servida en bandeja, algo hace ruido… como los tanques que se escuchan a la distancia, en el comienzo del film.