A Sala Llena

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CRÍTICAS - STREAMING

Rubia (Blonde)

Then someone broke my heart in Little Rock
So I up and left the pieces there
Like a little lost lamb I roamed about
I came to New York and I found out
That men are the same way everywhere

 

POST CRUCIFIXIÓN

Resulta difícil hablar de Blonde; más aún resulta formarse un veredicto sobre ella. Al momento de escribir esta nota, todavía se me hace esquiva la idea de ponerle puntaje (ese indicador, tan vago para quien escribe y tan determinante para quien quiere decidir rápidamente si vale la pena verla o no). Lo que cuenta Blonde no es demasiado: el encanto parece estar en el cómo, que habilita rápidamente la opción más segura: denostar rápidamente las decisiones que Andrew Dominik ha tomado a la hora de llevar a la pantalla una adaptación de la novela homónima de Joyce Carol Oates en la cual retrata (como se ha repetido hasta el hartazgo, tomándose generosas licencias) la vida de Marilyn Monroe, Norma Jeane.

Quizás sea la última producción de Netflix de una breve pero sonada seguidilla de películas que le permitió a varios consagrados (Alfonso Cuarón, con Roma; Martin Scorsese, con The Irishman; David Fincher, con Mank) realizar proyectos muy personales, sueños improbables que jamás hubieran visto la luz bajo el ala de un estudio convencional. Con suerte dispar, aquellas películas ofrecieron (pagando el diezmo de terminar convertidas en una figurita más de un catálogo para la pantalla hogareña) la versión más desatada de aquellos directores. Esta vez llegó el turno de Andrew Dominik, con una obra mucho más escueta (seis películas en más de veinte años) pero no menos atractiva. Es Dominik quien más lejos parece haber llevado las libertades que Netflix le ofrecía, empujando de forma muy evidente (y explícita) los límites de lo que se puede mostrar en una película producida por un gigante del streaming. Y lo hace sin poder escapar (acaso buscando) cierto carácter explotativo, cierta búsqueda de shock y, en ello, cierta indisimulable inclinación a la crueldad. Odiar a Blonde es fácil.

Entre las cosas que ya se han reiterado hasta el hartazgo sobre esta película, es que no se trata de una biopic convencional. Es un recorrido cronológico por la infancia, la juventud, el ¿ascenso? y la caída de Norma Jeane, interpretada por Ana de Armas en una caracterización tan meticulosa como fantasmagórica; sin embargo, la narración está más interesada en adentrarse en su estado mental, físico y emocional, que en generar el tejido conectivo que une una escena con la otra. Somos testigos de episodios en la vida de Norma Jeane como cuadros de una especie de Pasión, un vía crucis. Viñetas que nos permiten vislumbrar algunos episodios inconexos de su vida que tienen un sólo elemento en común: la humillación, las vejaciones y la crueldad con la cual fue tratada la estrella a lo largo de toda su vida, particularmente por los hombres de su vida.

Hablar de Blonde como un vía crucis me resulta significativo y apropiado. En algún punto, es posible equiparar a Marilyn Monroe con la figura de Cristo: figuras icónicas de la historia de la Humanidad que se constituyen como reservorios inagotables de sentido, tanto que cualquier abordaje de sus personalidades resultaría limitado, insuficiente. Es por eso que tantas películas sobre la figura de Cristo optan por el punto de vista del personaje testigo: aquel menos ilustre, ajeno, aquel que puede colmar de sentido la figura del ícono, cuyas vidas están demasiado lejos de nuestro plano terrenal. Esta estrategia ya ha sido usada con la figura de Monroe: pienso en la calidísima Mi semana con Marilyn (2011) en la cual el punto de vista es el de uno de los técnicos, fascinado por el contacto cercano con la estrella. Contacto cercano y a la vez no tanto: desde la ajenidad, el ícono tiene margen para mantener su mística, alimentar su leyenda, seguir siendo una figura más grande que la vida: alguien en quien podemos depositar nuestros sueños y deseos.

El abordaje de Andrew Dominik, en cambio, resulta particularmente hostil, esquivo y frustrante: promete revelarnos la interioridad de Norma Jeane, pero la limita a la repetición incesante de dos o tres características; la fragmenta, la despedaza, esquiva cualquier construcción emocional que pueda surgir de la causalidad; apila episodios dolorosísimos de su vida y en lugar de un crescendo consigue una meseta, en lugar de la empatía, insalvable apatía. Del inmenso abanico de posibilidades que la figura de Monroe le ofrece, Dominik se queda con dos elementos: la ausencia de una figura paterna y la búsqueda de la misma (acaso el único hilo conductor que sostiene la extensa duración) y la reducción de Norma a un objeto sexual, cielo y techo de su carrera como artista.

Hay en Blonde dos mitades nítidamente delimitadas. Durante la primera hora y media (la duración de una película normal, porque todo en Blonde es XL) la narración salta de manera frecuente (frecuentemente errática) de un punto a otro de la trayectoria de Norma Jeane, desde una terrible infancia al lado de una madre desequilibrada (Julianne Nicholson) hasta la disolución del matrimonio con su segundo esposo, Joe DiMaggio (Bobby Cannavale, a quien el relato sólo denomina “El ex deportista”). Esta primera mitad es nefasta, tediosa, tiene algunos de los peores diálogos que recuerdo haber visto en el pasado reciente y una obsesión por la reproducción fotográfica de imágenes icónicas de la carrera de Monroe. Supongo que si se tratara de otro tipo de película estaríamos hablando de fan service, con el mismo ahínco con el cual Zack Snyder pretende escenificar paneles de Frank Miller desprovistos de su contexto. Es la más fragmentaria, la más frustrante, la que pasa de cero a cien la intensidad dramática de sus escenas y la que más me alienó como espectador, al punto que una vez atravesada sólo me cabía esperar una reiteración monocorde de las mismas bajezas.

En la segunda mitad, que comienza con su encuentro con Henry Miller (Adrien Brody, “El Dramaturgo”) ocurre un milagro: Blonde se organiza, decide que las escenas tienen que durar (un poco) más y abandona la ambición fotográfica de su primera mitad por una decididamente cinematográfica. Con una soltura que nos hace preguntarnos en qué perdió tanto tiempo Dominik la hora y media anterior, Blonde se configura como una película de terror, un relato del descenso a la locura de una mujer atrapada por la imagen que los demás tienen de ella, una figura monstruosa que de a poco empieza a disolver su identidad como las pastillas que la actriz consume se disuelven en un vaso de agua.

En esta segunda mitad podemos identificar algunos de sus referentes más nobles y viene a la cabeza Twin Peaks: El fuego camina conmigo, en la que David Lynch abordaba otro vía crucis, el de Laura Palmer. Comparar ambas películas permite entender en qué reside la máxima falencia de Blonde: si El fuego camina conmigo tampoco esquiva el horror de la degradación física, moral y espiritual de su protagonista, nunca dejamos de vislumbrar aquello que podría haber sido; la tragedia de Laura Palmer es que había una vida de felicidad que todavía podía vivir, una felicidad tangible, concreta, que le fue arrebatada por las fuerzas del Mal. En Blonde no hay nada, apenas la promesa de un padre esquivo que, hacia el final, se revelará como falsa. En Blonde no hay más que el abismo, y no hay tragedia posible porque Dominik jamás nos ofrece un solo atisbo de esperanza. Así, el realizador se inscribe dentro de cierta lamentable seguidilla de realizadores (pienso en David Fincher con Mank y especulando un poco, en Babylon de Damien Chazzelle, porque qué se puede esperar de un burro más que una patada) que parece encontrar en la época dorada de Hollywood nada más que un repertorio de maldades, que se limitan a señalar con superioridad a través de obras que apenas pueden esbozar algo más que un negativismo absolutamente funcional a los intereses empresariales que los financian. 

La mención a  los elementos más explícitos (la violación a manos de un alto ejecutivo de los estudios, que Norma identifica como su inicio en el mundo de la actuación; un legrado filmado desde el punto de vista del útero; una felación humillante a las órdenes de John F. Kennedy) anticipaban una película decididamente abyecta. Sin embargo, no son tanto estas imágenes por separado (que, considero, no están filmadas con regodeo particular) sino el apilamiento de escenas en las cuales Norma pareciera transitar un solo estado emocional (siempre al borde del colapso, con los ojos llorosos, la cara crispada) las que convierten a Blonde en una película cruel, pero también mucho más torpe y elemental de lo que sus ínfulas le permiten ver.

Vuelvo a Lynch para pensar en esta segunda mitad de Blonde que hace pie en lo fantasmal, lo lisérgico, lo directamente siniestro para pensar en una Norma Jeane desintegrándose en Marilyn Monroe. Me pregunto si Mulholland Drive no es, acaso, la mejor versión de Blonde posible. Si Lynch ha dedicado su carrera a explorar en el lado oscuro del american dream, también ha sabido que el mundo del cine es un mundo de sueños. Si de algo carece Blonde (y apenas llega a arañar en su escena final, acaso el único momento en el cual se adentra en el territorio de lo poético) es de esa dimensión, aquella que hace a las películas con Marilyn Monroe tan grandes y tan hermosas. A lo largo de las tres horas que dura Blonde, Dominik jamás parece interesado en la obra de su protagonista: casi que parece mirarla con cierto desprecio, como el subproducto de un sistema podrido. Tontamente, Dominik ignora (o minimiza) que el mayor triunfo de su protagonista ha estado todo el tiempo delante de sus ojos, inmortalizado en la pantalla en imágenes que ya perduran mucho más que las vidas de aquellos que humillaron a la estrella, que perdurarán mucho más que alguna buena idea que Dominik alcanza a balbucear en su película.

El realizador no sólo subestima a Monroe: subestima su propio arte cuando apenas puede acercarse al brillo de sus imágenes sobreimprimiendo la cara de De Armas en Some Like it Hot, Niagara o Gentlemen Prefer Blondes. Hay un lugar donde Marilyn Monroe -una de las artistas más brillantes del siglo XX-, que ha muerto, ya ha resucitado y vive para siempre: el mundo del cine.

(Estados Unidos, 2022)

Guion, dirección: Andrew Dominik. Elenco: Ana de Armas, Lucy DeVito, Garret Dillahunt, Adrien Brody, Bobby Cannavale. Producción: Dede Gardner, Jeremy Kleiner, Tracey Landon, Brad Pitt, Scott Robertson. Duración: 166 minutos.

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